En mayo deberán haber pactado si se quiere una buena educación para todos. Para conseguirlo habrán de superar serios obstáculos. Pero todo puede quedar en un sucedáneo más de los muchos que soporta el sistema educativo español en falso.
La “vuelta a la normalidad” puede no existir cuando las posibilidades ontológicas de “normalidad” admiten muy variadas versiones, y más desde que mediatizadas noticias la fabrican, como ya noveló Umberto Eco antes de que estuvieran de moda los rusos en este terreno. Lo que más existe son subterfugios, sucedáneos, eufemismos y anfibologías bajo las que solemos esconder incoherencias,
incompetencias y hasta delitos que contradicen el sentido primero de las palabras.
Casi nos hemos habituado a cruzarnos de continuo con maestros consumados en este funambulismo de lo ambiguo. Tanto que, una parte muy relevante del voto político y de muchas pretensiones culturales solo se explica, desde hace mucho, por esta hipocresía con la que el resto ha de convivir, si no practicar –con ayuda de la desmemoria, que diría Voltaire- para ir tirando.
Camuflajes
Lo ha contado la diputada que presidía estos días la Comisión parlamentaria sobre la crisis financiera, después de haber tenido delante a Rato, Solbes o Elena Salgado: “Son como niños chicos: yo lo vi, pero yo no fui”. Lo confirman asimismo cuantos han comparecido en los juzgados para explicar sus coartadas fraudulentas o corruptas alegando razones de supuesta aristocracia ancestralmente ignorante: los pegajosos asuntos del dinero se los llevaban siempre otros. Galdós supo desvelarlo
a través de Nina, en Misericordia, la novela que tanto gustaba a María Zambrano, pero no ha valido de nada su enseñanza. Gürtel, Lezo, Taula, Púnica, etc,, lo están dando a entender al margen de que prescriban, y las cúpulas de Convergencia Democrática de Cataluña, el PP valenciano -y, probablemente, el madrileño y genovés- también se han apuntado al subterfugio. Y tampoco será fácil desmontar que los EREs andaluces no hayan intentado ser protegidos del mismo modo.
Borrar los discos duros con información sensible queda ya anticuado. Lo último en este camuflaje es el cambio de nombre. Por tal procedimiento la CDC de Pujol y Artur Mas ya no existe salvo en la documentación histórica y en una etérea presencia jurídica que no parece generar insomnio. El buen ejemplo educa mucho y esta fórmula para eludir responsabilidades pronto será considerada. Maestros
cantores como Correa o Crespo ya “tiran de la manta” y el ciclo de los sustitutos de AP ha empezado a ser desbancado por Ciudadanos.
Los selectos
Que las grandes estafas necesitan situaciones propicias se ha podido comprobar en fraudes últimos como el del Palau, con las preferentes bancarias o lo acontecido en CajaMadrid y otras Cajas. Las expectativas de los asalariados de clase media se iban al garete, pero los responsables de muchas de estas tropelías eran personajes de currículum ordinariamente imposible sin abolengo confirmado en buenos colegios, y a continuación –tras titulación universitaria no necesariamente contrastable- reafirmado en algún carísimo máster en MBA. Con tales avales y paciencia, acabaron estando en el sitio y tiempo oportunos. Después de lo que han enseñado en sede judicial, es más reconocible ahora el peculiar darwinismo que tanto pregonaron como pedagogía social los educadores de estos aventajados. Que redimir a la humanidad de su ignorancia implicaba la mediación de los más
“selectos” y que, por su mediación, los otros mortales se esforzarían en salir de un atraso que –en la inmensa mayoría de los casos- venía marcado desde antes de nacer. En fin, mientras trabajaban en la normalidad del “buen orden”, la colosal deuda pública crecía en sus selectas manos.
Esta pedagogía, abundante ya en el siglo XIX cuando “la cuestión social” molestaba porque movilizaba, ha tenido continuidad en personas y asociaciones interesadas en “la calidad educativa”. Torcida su primera significación, este topos ha sido el gran subterfugio para eliminar la competencia temprana de quienes, con una educación que tratara las diferencias del capital cultural que arrastran los críos desde antes de entrar en el sistema educativo, podrían ser competidores en las relaciones sociales y económicas futuras. La progenie es la progenie y estos entusiastas patriotas nunca han visto con buenos ojos la democratización de la enseñanza. Si en 1953 Ruiz Jiménez tuvo dificultades con su reforma, no digamos las de Villar Palasí con la LGE en 1970 y, sobre todo, las que sufrió la LOGSE socialista en 1990. No han cesado de generalizar –contra el criterio analítico de Baudelot y Establet, develadores de lo discriminatorio que se esconde bajo la cantilena de la “bajada del nivel”- simplificados alarmismos tras las ampliaciones últimas que aquí ha logrado tener –tardíamente- la universalización de la enseñanza. El subterfugio les ha propiciado, además, un alegato para poner en
solfa a la juventud que viene detrás. Reflejado ya en las tablillas cuneiformes y en la Grecia presocrática, ha enamorado a los mentores de la LOMCE, donde el “esfuerzo”, el “emprendimiento” y otras formas selectivas son obstáculos para que una educación integral, científica y democrática posibilite una mejor convivencia. A tan poderoso “adoctrinamiento” sirve de gran subterfugio la supuesta veracidad estadística de múltiples informes. El PISA, de la CEOE, es un buen exponente de
cómo los grandes números –genéricos y aparentemente imparciales- pueden no decir nada o muy poco de la realidad educativa que más importa. Suele servir, incluso, para la manipulación masiva, como Jurjo Torres ha puesto de manifiesto al estudiar las políticas que propicia el conservadurismo para la formación de las personalidades neoliberales. ¿Por qué, si no, estos Informes culpabilizan de los problemas al alumnado? ¿Cómo es que no valoran el trabajo de gran cantidad de familias y profesores por sacarlo adelante con la escasez de recursos que el Estado invierte en la enseñanza pública? ¿Para qué promueven criterios organizativos que promueven la privada y concertada?
¿Pacto?
El amplio abanico de estadísticas disponibles no ha reducido los problemas educativos y, sin embargo, llevamos –frente a rechazos anteriores- más de un año entretenidos con la panacea de un hipotético pacto para justificar otra ley educativa más. Hasta mayo es el plazo primordial que se han dado en el Congreso para sentar sus bases, mientras prosigue vigente la denostada LOMCE. Los
condicionantes que se acaban de mencionar también seguirán marcando e influyendo en cuantos tengan algo que acordar o firmar, ya que cuanto acuerden o no acuerden tiene que ver con un cambio de paradigma central; en definitiva, el cuidado, atención y valor a dar a la educación pública, la única que puede garantizar en igualdad el derecho a la educación. Y en eso reside, a la vez, la dificultad del pacto: en la proporción de mejoría de que se propongan dotarla y, por ende, en la dignidad cualitativa para todos de que logren revestirla, más allá de lo que ha sido factible hasta ahora.
Este objetivo, por las gradaciones que admite en sus muchas vertientes, se presta de nuevo al eufemismo. La categoría de aprecio que en sede parlamentaria se logre caracterizar –y que la legislación subsiguiente y los Gobiernos futuros se liberen de trucos y propaganda inútil- dependerá sustancialmente de estos aspectos:
- La atención a la Educación Infantil, el nivel educativo que mejor expresa la democratización de la educación: cualquier ciudadano debiera tener la posibilidad de equilibrar mejor las posibles desventajas de origen familiar, condicionantes de muchas dificultades escolares posteriores.
- La Formación Profesional, el gran problema pendiente del sistema educativo español, siempre postergado por tener que ver más explícitamente con lo laboral y, por tal motivo, haber sido considerado de segundo nivel.
- Este falso aristocratismo -del que Quevedo hizo burla en El Buscón- ha de desaparecer en el tratamiento de la ESO, y sobre todo de su cuarto curso, cuyas posibles formulaciones no debieran propiciar tempranas discriminaciones, itinerarios cerrados a segundas oportunidades, ni titulaciones incoherentes.
- La organización de los centros educativos de modo que la voz de los ciudadanos y sus hijos, y la de quienes trabajan en ellos, no sea postergada o reducida a mero formalismo, tiene por delante mucho recorrido a revertir.
- La formación del profesorado, a su vez, tanto en su fase inicial como en la permanente, arrastra consigo serios problemas de profesionalidad y adaptación al momento actual. Si se pregona que los profesores son el centro del sistema, su preparación no puede seguir siendo obsoleta. Tampoco sirve de nada hablar de “vocación” para soslayar que el voluntarismo no es la clave de todo trabajo que
deba hacerse bien y que debe ser socialmente reconocido.
- La pura retórica solo es vacuidad e indiferencia. Por eso la inversión disponible es, en definitiva, lo más significativo. Saber con cuánto dinero cuenta Educación y cómo se distribuye, demostrará en sede parlamentaria el valor concreto que se concede a la educación en la construcción de este país.
- El papel de la Escuela pública depende de ello, aunque no solo. ¿Le seguirán asignando un papel subsidiario, para atender lo que no quiere la privada y concertada? ¿O un papel vertebrador del país democrático que se dice ser España, con la subsiguiente inversión de papeles que ha querido la LOMCE? Por otra parte, sea cual sea su reparto, ¿suscribir conciertos o recibir subvenciones
públicas por razones educativas, obligará a cumplir en igualdad, por ejemplo aceptando alumnas y alumnos sin segregación alguna?
¿Libertad?
Un consenso en estos siete rasgos del sistema educativo lo haría avanzar hacia una pluralidad e igualdad no logradas en los 40 años posteriores al artículo 27. Conste, de todos modos, que aumenta el número de quienes entienden que no será posible algo que merezca la pena si no se modifica la redacción de ese artículo constitucional y que, para llegar a un pacto valioso, la Subcomisión habrá de salvar dos grandes obstáculos muy entreverados hasta ahora en el marco conceptual que ha prevalecido en la fenomenología de las políticas educativas.
En primer lugar, la “libertad de elección de centro”, el eufemismo de que tanto gustó Esperanza Aguirre en sus tiempos de gloria política. Múltiples usos de la “libertad educativa”, contradictorios entre sí cuando no ponen límite a un sistema intrínsecamente parcial y discriminatorio, están profundamente incrustados en quienes son contrarios a la igualdad que también prescribió el art. 27. Es asunto viejo porque ya valió para desvirtuar lo que había dicho la Constitución de 1812.
Como falsificación de la “libertad”, a García Álix –el primer ministro de Educación que tuvo España- le hacía exclamar en 1900: “La libertad de enseñanza en nuestro país se ha convertido en un censurable mercantilismo. La moda, el capricho, la propaganda interesada, han venido apartando de los centros oficiales a los hijos de nuestras clases elevadas o acomodadas, entregándolos a colegios de instituciones o de carácter privado que, con la llamada incorporación, vayan como la yedra secando el tronco de la enseñanza oficial”.
La mixtificación del término continuó y la sufrió de lleno la Institución Libre de Enseñanza. Al pretender acogerse a la “libertad” que, en teoría, permitía el artículo 12 de la Constitución de 1876 para ejercer docencia en todos los niveles educativos, le interpusieron la “tolerancia religiosa”: lo hizo ver Cacho Viu en 1962.
Y cuando se quiso que la libertad abarcara al antidogmatismo en la cátedra y a la independencia docente, los conflictos llevaron a la tragedia. Lo muestran las normas dictadas por José Mª Pemán para depurar maestros y maestras, profesores y científicos. En el BOE del 10.12.1936 está pormenorizada su ejecución directa hasta febrero de 1944, una inquisición sistemática que contabilizaba en ese momento más de 50.000 maestros depurados, a quienes habría que sumar
docentes de los demás niveles educativos. Y mientras la grisura educativa se expandía a sus anchas, las revisiones de expedientes se prolongaron cuando menos hasta 1975.
¿Y los Acuerdos del 79?
Por desmemoria e indiferencia, la “libertad de elección” sigue ahí. Y, vinculada a ella, la Religión, la otra gran cuestión que afecta a una Escuela pública que, en puridad, ha de ser laica si quiere ser democrática. Es imposible un pacto en Educación, y en especial sobre currículum, sin que los comisionados en el Congreso hayan de tratarla de algún modo. Desde antes de 1851 ha estado presente, fue refrendada en los Acuerdos de 1979 e, implícitamente, en el artículo 27, después
del nacionalcatolicismo de los 40 años anteriores. Más allá de toda creencia, implica, además, posicionamientos de gran valor simbólico para los firmantes del hipotético pacto y, como mínimo, aunque esta cuestión no tenga ya la virulencia que tuvo, todavía permitirá comprobar la vigencia de la precaución cervantina: “con la Iglesia hemos dado” (en el cap. IX de la II parte del Quijote). Está por ver el peso político que para la Subcomisión tenga la aceleración secularizadora que según Pérez-Agote muestran las encuestas especializadas del CIS. A su luz, los colegios religiosos –es decir, un 60% del 30% de la enseñanza concertada y privada- cumplirían, como “lugar social privilegiado de la religión”, la misión de refrendar la selección social. Lo cual hace contradictorias, especialmente
en tiempo de crisis, las subvenciones y conciertos que no tengan contrapartidas garantizadas a la sociedad. Las “iniciativas sociales” que suelen pretextar estos colegios como subterfugio para sostener una posición privilegiada solo parecen cuadrar bien al apoyo de las élites, tradicional desde antes de 1851.
Igual dificultad tiene la cuestión nada colateral de la Religión en el currículum, que afecta de
entrada a 18.000 catequistas que la imparten en el horario escolar de los centros públicos. El problema es que sigue mostrando un panorama, más que metafórico, de cómo mediatiza el Estado su obligación con los derechos educativos de todos los ciudadanos, al violentar el imaginario de su desarrollo democrático.
¿Para el siglo XIX o para el XXI?
Religión y poder comparten sobrada historia para dar verosimilitud al aconfesionalismo o a otras fórmulas políticas. No obstante, el mayor obstáculo para un buen pacto educativo –sin sucedáneos- es que, como decía Julio Llamazares hace poco, “por mucho que queramos no podemos pasar del siglo XIX al siglo XXI, sin pasar por el siglo XX”. Buena parte de los problemas subyacentes al actual sistema educativo español se ventilaron en Francia en 1905: nos separan 112 años. Por eso el escritor leonés destacaba que los españoles todavía resultamos más cercanos a lo pintado por Goya que a lo expresado por Machado. Es el resultado -“normal”- de sustituir la buena educación por trampantojos.
Manuel Menor Currás
21-01-2018
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