Con
la jauría prepotente que actuó en las fiestas de Pamplona 2016, constituyen un
mal síntoma de convivencia. Pocos parecen, pero atemoriza su afán de que
volvamos a ser manada.
Nada es lo que parece hasta que la endeblez se
muestra con toda crudeza. Hay ocasiones en democracia en que, de modo
aparentemente insólito, aflora una realidad torpe, ignorante, plagada de
prejuicios y enormes dosis de desprecio hacia cuanto no coincide con lo
obsoleto. Buena parte de la “violencia simbólica”, ese conjunto de pautas
opresoras de los demás a cuenta de que uno siempre tiene razón en sus valores,
aunque pertenezcan todavía al Paleolítico inferior, tiene sus mejores momentos
expresivos en tales circunstancias.
Gracietas
machistas
Entre los españoles suele predominar, a estas
alturas de la Historia –y a contrapelo de lo que algunos quieren-, la
tolerancia y el respeto mutuo. Pero son suficientes algunos ingredientes que
alteren la modorra cotidiana para parecer propicios al guerracivilismo cruel. Y
todo porque las meninges de algunos especímenes se alteran profundamente al
tener ocasión de expresarse. No son
pocos entonces los que se desatan en profundidad y embisten, demostrando al
resto que se van a enterar. Ahí están ellos para poner las cosas en su sitio.
En esos momentos, la cruzada que estos impacientes llevan dentro les suele
desbordar, y la tendencia a repetir los garrotazos que tan bien dibujó Goya
desbarata toda mesura y la buena educación de que osan presumir. No es
infrecuente en tales ocasiones que concurran dos circunstancias adicionales: la
disponibilidad de un medio aparentemente anónimo, como las redes sociales, y la
supuesta provocación que les representa cualquier opinión, actitud o diferencia.
Ajena, especialmente si proviene de alguien a quien tachan de inferior. Su
sensibilidad –indefinidamente adolescente- se desborda ante las prestaciones de
Twiter o Whatsapp para trasladar sus grandiosas torpezas a los correligionarios.
Estos soportes dejan de ser neutros en
sus manos e, inmediatamente, desparraman improperios, invectivas, insultos,
amenazas y sevicias con tal de dejar por los suelos a quien consideran culpable
de haberles herido por no haber sido complaciente.
Comportamientos de este tipo empiezan a edades
tempranas en modalidad a menudo consentida e, incluso, jaleada. El colegio o la
escuela ya son espacios propicios para el ensayo de estas violencias micro o maximachistas.
De todo hay en los años escolares –no meros juegos de niños- y más de un suicidio
adolescente se ha desencadenado en este escenario en que el agresor pretende
pasar como gracioso, pero a cuenta de los más débiles de la clase. Y cuando los iniciados en estas gracietas
crecen, de aquellos polvos estos lodos. Les desbordan los resabios de mala
crianza, el descontrol de la racionalidad en convivencia y la creencia –cada
vez más absoluta- de que los equivocados, idiotas y subnormales son los otros,
que no saben jugar como ellos y les recriminan su conducta. También van aumentando
las ocasiones para el disentimiento e intolerancia, al mismo ritmo que se les
desboca toda concordancia entre fuerza física y desarrollo neuronal. Las cuestiones
de género les alteran, pues consideran a la mujer menor de edad, sólo la
entienden sumisa y paciente, y objeto de presa pues “la vieron primero”. Las de
carácter territorial les desorientan, pues no hay en el mundo pueblo, región o
nación similar a los suyos. Las de índole simbólico-religiosa les son míticas, ya
que no hay virgen como la de su comarca… Sucesivamente, las circunstancias
vitales les brindan mil ocasiones para mostrar su desconcierto, por más certeza
que muestren en la barra del bar, como si del lejano far-west se tratara. Algunos
llegan a puestos de superioridad jerárquica o administrativa sobre los demás.
La Historia no suele servir para casi nada ante
tales comportamientos. Sólo ayuda a comprobar que, en determinadas situaciones
en que la vida colectiva se tensa, crecen las ocasiones demostrativas de estas
violencias y todo tiende a repetirse. Con la gravedad de que estos individuos aceleran
esa equivocación, en medio de la muy frecuente pasividad consentidora de los
demás. Y en este momento actual -en que ya existen demasiados episodios
similares en Europa, con formas de
expresión machista e interpretaciones neonazis de la sociedad- son estos mismos
individuos quienes tratan de vaciar de sentido los llamamientos a la tolerancia
y a las formas pacíficas de convivencia como signos de dignidad y desarrollo
humanos. Vivimos un tiempo convulso, en que puede ser difícil distinguir qué
merezca la pena.
El
chat de los guindillas
Las situaciones que está provocando la cuestión
catalana entre participantes, nativos y próximos, están teniendo demostraciones
palpables de sinsentido: la energía derrochada bien debiera emplearse en algo favorable
al mejor entendimiento. Colateralmente, y mezcladas con otros prejuicios y rencores
de difícil acomodo, hay quienes
aprovechan para enturbiar más con malos modos. Intentando manchar a
personas e instituciones muy dignas de aprecio, quieren vengarse de su logrado
prestigio. Sólo ellos se sienten capaces de hacer justicia poniéndolas donde
imaginan les corresponde, lo que hace más lamentable que Manuela Carmena
tenga que sufrir lo que no se sabe con los insultos de
quienes, supuestamente, debieran respetarla. Son policías municipales los que
han puesto en circulación en un chat porquería odiosa. Nadie les ha obligado a
pensar como la alcaldesa, pero han aprovechado el supuesto anonimato para agredirla
y, de paso -por muy protegidos que se
hayan sentido detrás de una gorra de plato y una porra, a la inteligencia y
paciencia de sus conciudadanos. Ni el
anonimato existe en las redes ni ofende sino quien puede. Si algo
merece esta alcaldesa –independientemente de que se esté o no de acuerdo con
sus criterios- es respeto y aunque las mentes enfermas no lo sepan, también admiración.
La mención a la matanza de Atocha en enero de 1977 es de ignorantes de que la
democracia en España costó bastante más de lo que este parloteo de señoritos
malcriados se imagina. Carmena
estuvo, y muy activa en aquellos despachos laboralistas,
exponiéndose para que las pautas grises en que se desarrollaba la vida laboral
desaparecieran; mencionar que es una pena que no la hubieran asesinado como a
sus compañeros, es una agresión que solo pretende atemorizar a toda la
ciudadanía. A sus 73 años, hay que ser muy joven para aguantar a gente como
esta que parece se encontraría más a gusto con la estulticia generalizada de
quienes no quisieron aceptar la libertad política. Hasta los más zotes saben,
además, que esta alcaldesa es honrada, que no ha llegado a Cibeles viviendo del
cuento, y que está muy bien preparada para el cargo que desempeña.
Asuntos
sin resolver
La cuestión pendiente, en todo caso, es cómo
eliminar estas lacras que, a lo que parece, tienen buenos patrocinadores y
algún que otro buen adoctrinador intelectual. Con las noticias que a diario nos
muestra la prensa acerca del maltrato infantil, la brutalidad en el ámbito
familiar, el abuso sexual, los gritos, insultos, desprecios y amenazas de
superiores a inferiores….. ¡Cuánta violencia gratuita! ¡Cuánto maltrato improcedente!
¡Cuánto dolor sin sentido que merece la pena prevenir y erradicar! Aristóteles
hablaba de que en la POLIS lo propio
es el “gobierno de libres e iguales”. En aquella Atenas del s. IV a.C. la
democracia era muy leve todavía y, sin embargo, el filósofo ya reclamaba para
todos los ciudadanos una misma educación, “común y no privada”. Entendía él que
“el entrenamiento en los asuntos de la comunidad ha de ser comunitario”, porque
en democracia todos nos debemos “al cuidado del conjunto”. Las lacras a que
aludimos, y que a menudo se manifiestan de muchas otros modos –como demasiado
bien saben los diversos por color de la piel, sexo, cultura, discapacidad o
discriminación económica- solo son erradicables a partir de una educación digna
para todos. Una democracia del siglo XXI es imposible sin una muy buena
educación de todos. Los recursos ahí
invertidos son los mejor empleados. Si no lo creen así, la opinión es libre,
pero el
caso de Pamplona que estos días se juzga y lo protagonizado por
estos guindillas madrileños es un anticipo para atisbar a dónde nos conduce la
ignorancia –que no virtud- de los prepotentes.
Manuel Menor Currás
MADRID, 20.11.2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario