Lo simbólico es muy
importante en nuestras vidas: nos expresamos por símbolos
Empezando por la
facultad de hablar, que no es lo mismo que dar voces: “Sólo el hombre entre los
animales –decía Aristóteles- posee la palabra”.
Tras la declaración de Carmen Forcadell en el Supremo se ha puesto
el foco en lo “simbólico”. Lo que le oyó el juez Pablo Llarena el pasado día
diez acerca del valor de la declaración del Parlament y del Govern, mostrando
que era consciente de su nulo valor jurídico efectivo, sirvió para que las cautelas que le impuso fueran menores que las que en la Audiencia se habían
ordenado para otros actores de este “procés”. Y, al tiempo, valió para imaginar
una ligera distensión en el rumbo que había tomado todo lo relacionado con este
engorro. Creer que fuera estrategia provisional o propósito firme en la vuelta
a la legalidad constitucional, el futuro lo dirá. Entretanto, no debiera
obviarse qué sea lo simbólico, algo cuya entidad está muy alejada de lo
puramente etéreo y espiritual.
La violencia simbólica
La conocen muy bien las mujeres -mejor que la mayoría de los
hombres- a causa de violencias que siguen sufriendo, incluso con la muerte,
como documenta asiduamente la prensa. En estos casos, generalmente alguien del género
masculino ha pretendido hacer prevalecer un dominio absoluto basado en unos
supuestos derechos que le confirieran, sobre todo, supremacía. Casi siempre se
trata de algún varón que cree sentirse obligado a ejercer de macho dominante
ante situaciones de desacuerdo. Esta conducta suele estar asociada a pautas
culturales de un entorno propicio a una jerarquización de roles opuestos al
reconocimiento de derechos y libertades de los demás en igualdad. En la
práctica, se traduce en desatención y desprecio a los otros, sobre todo si
concurren diferencias de cualquier tipo como pretexto de clasificación, dominio
y violencia. Incluso en los supuestos espacios del conocimiento universitarios puede acontecer, Y en los no menos relevantes de carácter religioso, por
chocante que pueda parecer
a Monseñor Munilla. Tales hábitos demostrativos, con su secuela de
sometimiento y humillación del más débil, suelen entrar por los poros desde
antes de nacer, en climas de poco afecto
familiar; a muchos profesores y maestros ya les es dado verlos crecidos cuando
tienen delante casos de bullying y ciberbullying.
Los sociólogos críticos como Pierre Bourdieu la tuvieron muy en
cuenta cuando analizaron con minuciosidad de qué vaya La dominación masculina o, más propiamente, la violencia simbólica. Entre dominadores y dominados, es decir, en las
relaciones de poder asimétricas, hay siempre valores implícitos, soterrados y
subyacentes, que han predispuesto las mentalidades y los afectos para que
parezca “natural” lo que solo es un hábito de imposición arbitraria de la
fuerza. Favorecen esta violencia simbólica las diferencias de tipo fisiológico,
físico, cultural, del color de la piel, la religión o la ley y, no menos, la
lengua de nacimiento, las costumbres más nimias y las tradiciones que cada cual
quiera arrogarse como distintivas, aunque casi nunca lo sean, pero que pueden
valer para alardear y tratar de sostener la distinción. En algunos de estos
estudios, se aprecia bien cómo algunas culturas de lo simbólico puede ser tan
dañinas y perversas como la pura violencia física. Están en su base generadora,
son capaces de dominar las voluntades -sobre todo, desde la perspectiva de lo
que está bien visto o mal visto por los demás del grupo- y van más allá de las
puras leyes de la moralidad básica. Esta dependencia suele formar parte también
de los mecanismos utilizados por distintos tipos de sectas para la adhesión de
sus adeptos, y más próximamente, fundamenta no pocas leyes rectoras de la
publicidad a fin de lograr nuestra fidelidad.
La única manera de sobreponerse a esta sibilina manera en que casi
solo los científicos sensatos de la paleontología y antropología distinguen lo
natural de lo cultural, es una buena y digna educación. Aristóteles ya reclamaba (Política, 8.1) su necesidad si se
quería la unidad de la POLIS. Razonaba que el fin de toda ciudad es único y,
por ello, “es evidente que necesariamente será única y la misma la educación de
todos”; el “cuidado por ella ha de ser común y no privado -proseguía- pues el
entrenamiento en los asuntos de la comunidad ha de ser comunitario. Ninguno de
los ciudadanos se pertenece a sí mismo, sino todos a la ciudad”. A quien le
parezca exagerado, entienda que la pugna por los Derechos Humanos y Sociales es
hoy inexcusable en la continuidad de esa política humanizadora. Si no se quiere
que la pasividad domine -que es lo que todo poder hegemónico anhela de continuo-,
ese referente orientador de la educación y cultura es el único modo de alentar el
crecimiento humano. La ignorancia desarma las posibilidades de resistencia y
facilita el trabajo a la fuerza bruta. El propio Aristóteles sostenía que “cada
régimen suele preservar su constitución política originaria”. Es propio del
régimen oligárquico tratar de preservarse, y no todo es democracia porque lleve
ese nombre.
Pero en Educación también suele darse gato por liebre. Por eso los más críticos alertaron acerca de cómo
es a menudo muestra de la violencia
simbólica. Un topos socorrido en los estudios
de los años setenta acerca del sistema educativo en EEUU o en Francia –que todavía hoy sirven de referencia-, fue el de la “reproducción” que, desde
diferenciales oportunidades para los
estudios y la cultura, sitúa a los herederos de unos u otros grupos en
posiciones bien diferenciadas. Los estudiosos de la equidad educativa, como José Saturnino, nos han hecho recordarlo reiteradas veces cuando,
por ejemplo, hablan del capital cultural diferencial de partida y que a muchos
les distanciará siempre. Los profesores que investigan lo que sucede en sus
aulas conocen mejor que nadie esas distancias iniciales en algo tan básico y
simbólico como el uso del lenguaje. El manejo
que muestran los alumnos de su riqueza de significados y complejidad de
matices, puede marcar distancias de más del 50%. Con los ritmos burocráticos de
la escolarización, si no se atiende a ese diferencial inicial, la mecánica
aplicación homogénea del sistema hará que aumente y se haga insalvable.
¡Cuidado con lo
simbólico!
Existe, pues, una leve variante de lo “simbólico”. Complementa lo
anterior y se refiere más a lo metafórico, alusivo a otra realidad. En este
aspecto, el sistema educativo expresaría –simbolizaría- el valor que le
confiere una determinada sociedad. Por ello reclama atención cuidadosa si se
quiere que las políticas educativas expresen el lado más positivo del ser
humano, sus aspiraciones más dignificadoras en igualdad democrática. De no ser
así, el retrato que refleja, lejos de ser indiferente, mostrará las violencias
que impregnan el tejido social. ¡Cuidado con lo simbólico, porque su realismo
expresivo es pródigo en contradicciones de nuestras políticas educativas! Si
tan alta es la consideración verbal que suelen dedicarle las instancias
oficiales a la educación, no se entienden, por ejemplo, gran parte de los
mecanismos normativos existentes, encaminados a sostener inmóviles las asimetrías de base del alumnado. Serán legales, pero no es la mejor formulación que
debiera tener el art. 27 de la Constitución a día de hoy.
Menos se entiende que a Montoro le haya parecido inaceptable la
inversión del Ayuntamiento madrileño en el SAMUR o en escuelas infantiles. Lo que la Constitución establece respecto
al derecho universal a la educación estaría mejor protegido si exigiera a Cifuentes
o a sus compañeros de Gobierno los cumplimientos básicos que, más allá de la
escolarización, conlleva una enseñanza digna en igualdad para todos. En línea
con lo que preconizaba Aristóteles, la construcción de sociedades democráticas
más justas y equitativas requiere establecer fuertes vínculos entre educación y
ciudadanía que no olviden la existencia de connotaciones socioeconómicas y
políticas, amén de herencias históricas
conformadoras de esos hábitos culturales profundamente limitadores
cuando son portadores de aquella violencia simbólica de que se hablaba más
arriba. En ese punto de confluencia de lo invisible simbólico con la
visibilidad de actitudes reales que encuentran cobijo en el BOE y en otros
Boletines oficiales, cobran especial relevancia
las múltiples razones que Jurjo Torres señalaba en 2006 para explicar la desmotivación del profesorado escolar y que, en buena medida, están también
en la de muchos alumnos. Los lazos de las culturas escolares con la sociedad no
son tan distintos de los que subyacen a los hábitos que de continuo se renuevan
en el pluriforme juego de las relaciones humanas.
En consecuencia, aun suponiendo que la alusión de Forcadell
valiera de poco, en la cuestión catalana lo simbólico está urgido de otros
gestos políticos en que el realismo y las renuncias se encaucen al mejor fin.
También es un buen pretexto para observar en qué medida las simbologías
expresadas en la LOMCE como norma estrella, defienden bien la obligación del
Estado de promover la universalización del derecho a la Educación sin desdoro
de lo que signifique hoy que sea igualmente digna para todos. Como complemento
-nada simbólico de ese análisis-, ahí está el modelo Cifuentes –continuidad del modelo Aguirre-Fígar- manteniendo en precario a la enseñanza pública
mientras apunta 1000 millones para la privada y concertada en los presupuestos
del año próximo. Y por si hubiera dudas acerca de que lo simbólico y lo real no
se entrecruzan, el nuevo giro que está
tomando el supuesto pacto “político” –que no social- de la Subcomisión
parlamentaria es un buen paradigma. Los urgidos por adivinar la buena ventura
que de ahí vaya a salir, pronto podrán
advertir cómo algunas de las más significativas diferencias simbólicas y reales –vigentes en el
sistema educativo de este país- siguen
vivas. ¡A dónde iríamos a parar, si no!
Manuel Menor Currás
Madrid, 13.11.2017
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