Las mociones de censura
últimas muestran perezosas y falaces maneras de afrontar problemas que, como
los de Educación o Sanidad, tienen huecos formidables de desatención e incuria.
La mejor conclusión que se puede sacar de muchos debates es lo bien
dividida y fragmentada que está la sociedad en provecho de quienes controlan el
poder. Ni la oposición es capaz de cohesionarse para concertar una acción capaz
de retirar de en medio a quien debieran jubilar, ni los argumentos que suelen
manejarse en esas situaciones –excepcionales cuando de mociones de censura se
trata- suelen ser capaces de traspasar para el oyente o televidente lo que haya
en la necia argumentación ad hominem. A
veces, sólo un rencor preestablecido o algún tipo de consigna propicia al
twiteo fácil y ruidoso, machista
incluso pero muy apta para desviar la
atención de lo principal.
Lo que el sistema quiere y tú
no
Los medios suelen repetir, ad pedem
literae, esta situación, en provecho de quien ostente el poder, no sea que
se muestre esquivo a
compensar en prebendas los variados modos de servilismo que tanto dañan al
ciudadano anhelante de información fiable sobre lo que acontece. Proponer, pues,
que se vote acerca de quién haya ganado en situaciones como la del debate del
día 13 en el Congreso de Diputados -si el líder de Podemos o el del PP- no pasa de estúpida esquizofrenia. Ambos han
tenido momentos de lúcida calma e ironía socarrona, lo que es de agradecer.
Pero también han estado pródigos, especialmente cuando Rajoy tomaba la palabra,
en medias verdades y no
pocas falsedades. En esa pugna, los otros actores más bien fueron
convidados de piedra, pese a la relevancia que asigna la Constitución a este
tipo de mociones. Desde antes de
empezar, más se mostraron oportunistas que interesados en un “cambio real” de
una situación problemática. Lo de “marcar los
tiempos”, que dicen en el PSOE, no convence. Y lo de estar ahí para que España
vaya mejor, que dicen en Ciudadanos, no se lo creen ni ellos: como si hubieran nacido
para que todo continúe donde siempre.
La retórica despectiva esgrimida
en la Asamblea de Madrid en días anteriores, si algo había dejado entrever,
habían sido manejos tácticos para que la sustancia de lo bien hecho o mal
gestionado se perdiera por los laberintos de la nada mientras se exhibía como
gran logro una dialéctica de “los nuestros “ y “los otros”, dudosamente civilizada.
No es muy optimista lo acontecido después de estos debates para advertir lo
mucho que hayamos avanzado en consistencia de conquistas democráticas. Más
pareciera que estuviéramos en regresión hacia la imposición del victorioso “ya
hemos pasao” frente al resistente “no pasarán”.
Las réplicas del Gobierno a cuestiones flagrantes de transgresión de lo
democrático, como la
amnistía fiscal de Montoro o -entre infinidad de sinrazones con que topamos a
diario para otros partidismos- en las motivaciones que guían
al presidente actual de RTVE, no permiten hacerse
ilusiones respecto a una repulsa unánime frente a la inmoralidad o el
sectarismo en la gestión de lo público. La tónica ramplona y con tirón
constante hacia la hegemonía de una sociedad desigual y abusona sigue creciendo
en los medios. Ha podido verse en los consejos últimos a mujeres a las que –sin
desmerecer de los “manuales de la buena esposa” que tanto proliferaron en
España- se les recomendaba
que nada impidiera la
satisfacción del varón.
En la misma línea de desconfianza se ha de alinear la poca presencia que,
en lo oído en la Asamblea madrileña o en el Congreso estos días, han tenido las
políticas educativas. Para quienes trabajan en el sector, tan pocas son y tan
poco estimulantes para lo que urge hacer, que las que se han oído en tan
solemnes ocasiones son asociables a esos aludidos consejos sobre prepotentes “posiciones
para cuando él quiere y tú no”. Oigan: no; más seriedad y no tomen el pelo con
el uso de terminologías que nada dicen en una selva de repeticiones
anfibológicas.
Lo imprescindible para un trato
justo
Cuando hace unos días el “Consejo educativo de la Comunidad de Madrid” –entidad
que agrupa actualmente a 14 organizaciones con importante representación social
en la vida educativa de esa geografía, aunque no incluye partidos políticos-
presentó en público un importante documento que pretendía llamar la atención
sobre lo que deberían ser las Bases imprescindibles para que pueda darse
un acuerdo educativo social y
político en la Comunidad de Madrid, el interés de los medios y de
los partidos por la propuesta de modelo educativo latente en este documento –en
ningún modo rupturista, radical o revolucionario- también fue tan significativo
como el propio documento. Pocos asistieron, como si se tratara de una cuestión
de segundo o tercer nivel de preocupaciones. Por algo Rajoy sabe que lo que vende es hacer
llegar al gran público
el crecimiento económico y que da igual que sea con viento de cola o con la
inestimable ayuda de una coyuntura energética favorable: por eso lo repite como
un mantra. Intuye muy bien que no debe mencionar la situación denigrante que
vive un sector tan amplio de trabajadores
y parados como el existente o que, mientras está exaltando los
frutos de su dejación en aras del IBI, la propia OCDE
le esté recriminando la enorme brecha social que está generando o,
en particular, las nefastas consecuencias
que acusan ya los jóvenes, encargados de continuar
nuestras vidas. Teóricamente, hemos de agradecerle a su cortoplacismo
neoliberal y superconservador que sepa contarlo con sobria ironía, como si
fuera verdad y no esperpento.
En ese panorama -repetidor del que tanto éxito tuviera en los mejores
tiempos de la Restauración
canovista, que ese día 13 se paseó por el Congreso para aburrimiento
ignorante de muchos- parece que la mejor “posición” aconsejable
para todos sea la del gradualismo, ese sistema moral que aparece como logro
cuando, ante la dificultad de sacar adelante una decisión coherente, por la que
se ha estado peleando denodadamente como justa, se muestra lo más parecido a
una claudicación o una derrota en toda regla. Suele tener mucho reconocimiento –continuista-
en situaciones de gran desequilibrio de trato o ante relaciones estructurales
de sumisión en que lo exigido es docilidad y sometimiento humilde. Este
vasallaje resignado es multifacético. Tanto aparece con el patriarcal no te quejes, como ante el señoritismo machista,
el colonialismo depredador del triunfador, el chuleta folclórico que controla
el aparato cultural, el ruidoso adolescente malcriado, el editor que te pide
una pasta con el original para engordar a cuenta tuya, el castizo recurso a los
atributos sexuales… El gradualismo es la gran opción del “España va bien” que
ignora a la España que va fatal, pero que de nada vale ante el obstinado eclesiástico
que, en nombre de Dios, exige hacer caridad a cuenta del erario público, ni
ante el corrupto que saquea a sus vecinos aprovechándose del cargo en nombre de
su beneficio privado. Lo sabía muy bien Vélez de Guevara: El Diablo cojuelo (1641). Ante tanto historial bienpensante, el
sumiso gradualismo es una sonora resignación, puede que muy sabia pero
impotente, para encubrir una silenciosa deserción. Una flagrante injusticia,
cuando conlleva abdicación a cumplir los
Derechos Humanos.
En el sistema educativo español, después de lo que dejó establecido la
primera ley general que trató de ordenarlo en 1857, y con la salvedad de muy
raros momentos -entre los que destaca lo realizado en la II República-, la
atención a la enseñanza pública de todos ha sido muy escasa cuando no nula o
contraria a su extensión democratizadora. Y cuando ahora hablan de posible
“pacto”, el gradualismo impera victorioso como posibilismo incapaz de erradicar
esta enorme costra naturalizada. Ángel Gabilondo la cifraba –en el acto de presentación del
documento del Consejo Educativo de Madrid- en torno a tres asuntos que suelen
llenar la boca de la Consejería de Educación madrileña: el “bilingüismo”, la
“calidad educativa” y la “libertad de
elección de centro”. Son muchos los observadores coincidentes y, si no supieran
de la anfibología de estos términos ni hubiera datos
muy inquietantes de los déficits que esconden, alabarían gustosos tanto
prodigio, tanto que, en lo tocante a mejoras educativas deseables, con cuatro
retoques sería suficiente. Desgraciadamente, para más de la mitad de la
población estudiantil de esta Comunidad no es así. Está en grave riesgo su
única posibilidad de ascenso social, en un área como Madrid tan dual, que bate todos
los récords europeos de desigualdad social. No cuela esa irresponsable exaltación
propagandística, como la que, en continuidad
con Esperanza Aguirre, sigue exhibiendo
el Gobierno de Cifuentes. Tiene sentido, por tanto, el documento presentado por el citado Consejo,
cuya pertinencia viene avalada por abundante información, como la que muestran las
cifras oficiales del desmadre madrileño.
Y el bendito gradualismo
Si nadie desconfiara del tacticismo que esconden permanentemente muchos
de los actores que podrían invertir esta tendencia degradante de lo público, los
votantes expectantes deberían aplaudir al prestigiado gradualismo. Dentro de lo
posible, algunas cosillas se iría reformando: con un “acuerdo de
transformación” o, mejor, con un “pacto social y político”. El viejo Maquiavelo
y, más recientemente, El Gatopardo,
conocían bien estas habilidades de
la apariencia del cambio. La idea es que no se contente quien no quiera y que
todo siga más o menos igual que siempre.
En ello está asidua la segunda parte del noticiario informativo oficial,
siempre reconfortante para quienes tienen qué comer: les estimula a que estén
plácidamente agradecidos. Frente a tanta demencia existente en el mundo, el consolador
gradualismo es, además, muy rentable. Como
lo fue también
el Purgatorio después del Concilio de Trento: en ese cosmos,
sedaba el ánimo poder cuantificar monetariamente las expectativas de salvación.
Ante un esperpéntico panorama político como el actual, tan rezagado en una
escala de la evolución democrática que
soporta una impresionante ristra de ejemplarizantes “amigos
políticos” en la cárcel, preservar la vida es un triunfo y dominar la de
otros favorece la satisfacción. Pero poder estudiar decentemente, en igualdad,
para progresar en el conocimiento y en la independencia personal, cada vez es
más un fabuloso lujo selectivo. Para el gradualismo dominante hoy en día en
este mercadillo, es muy atractivo que las expectativas de vida de muchos nietos
ya sean peores que las de la mayoría de sus abuelos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario