La
confesionalidad educativa sigue en España criterios del siglo XIX
La
presencia que le garantiza la LOMCE, en continuidad de un pasado privilegiado,
no garantiza un presente educativo mejor,
de calidad compartida por todos.
Estábamos en los inicios de la Transición aquel 15.06.1977 y, con
la Constitución sin aprobar, votamos libremente. Poco después, ya aprobada la
Carta Magna, UCD decidió por Ley de 03.10.1979 y por una secuencia de
resoluciones de la Dirección General de Enseñanzas Medias hasta el 24.10.1981,
introducir su conocimiento en los Institutos. A partir de un listado de aspectos
principales, los profesores habían de formular el modo que debería tener en el
aula. Al inicio del curso 81-82 los más
voluntariosos se animaron a explicar a sus compañeros de Historia la secuencia
que entendían procedente, Fue de ver cómo, al alto grado de improvisación, le
sobrevinieron las sorpresas. Como que, después del capítulo de libertades y
derechos, y de la secuencia de Poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y
Judicial, propusieran que, para entender bien la Constitución de 1978, habrían
de tratarse “los poderes fácticos”, es decir, la Iglesia y del Ejército. Pero
lo más sorprendente fue que, cuando un
docente protestó por entender que en
ninguna parte de la Constitución existía tal capítulo, contradictorio con el
recién estrenado ordenamiento democrático, otro colega replicara muy airado
diciendo: “Ya estamos aquí con la ideología”.
Acerca de “lo fáctico”
Vista desde ahora, 40 años después, esa anécdota no lo es tanto.
Mostraba, de fijo, ignorancia de historia constitucional adobada de engrudo
fascista, pero, al tiempo, cuando todavía el asalto al Congreso no había tenido
lugar, revelaba profunda desconfianza hacia quienes habían detentado tan
inmenso poder. En la distancia de estos 40 años, todavía cabe preguntarse en
qué medida lo de “fácticos” haya quedado atrás. La transformación del Ejército
parece, en general, aceptable por más que su capítulo presupuestario merezca más
transparencia. Mas dudoso es, y más contradictorio, que no sea “fáctico” el
papel que la Iglesia oficial pretende seguir queriendo ejercer.
Sucede como con el calor: que se habla demasiado del tiempo cuando
estamos ante un cambio climático. El apaño hermeneutico que el Tribunal Constitucional se ha esmerado en buscarle al “aconfesionalismo” del art. 16.3
de la Constitución de 1978, se compadece mal con el partido que le saca la
Iglesia a su relación con el Estado aunque la creencia religiosa sea otra. Con
lo que percibe, a cualquier observador imparcial le costará entender la
diferencia de trato que habría tenido si el antónimo “confesional” figurara en
ese rango normativo. El deslizamiento
semántico que percibirá violenta la sintaxis y, sobre todo, la economía
de los bienes públicos. La simple atención a lo que sucede en Educación, fuente
de abundantes recursos, permite medir el
lapso significativo que pueda haber entre ambos términos y, colateralmente, si
la Iglesia sigue siendo poder “fáctico” bajo esta “aconfesionalidad positiva” en sus
pretensiones de amoldar esta sociedad actual según la imagen de su fe.
El sistema educativo español tiene dos aspectos de complementario interés
al respecto. Lo que los eclesiásticos reciben por la enseñanza de la Religión
en los centros públicos se añade a las cantidades que ingresa por ser titulares
de centros concertados. En cuanto a lo primero, cuyo recorrido viene de antes
de 1851, es un continuismo poco acorde con la pluralidad democrática. De ahí el
título de un buen libro de Antonio Viñao:Religión en las aulas: Una materia controvertida (Morata,
2014). En cuanto a lo segundo, la continuidad de los privilegios del pasado –y
particularmente de la etapa franquista- se contradice con una enseñanza pública urgida
de recursos para atender mejor a sus estudiantes. Razonar que crezca a cuenta de un pasado inexplicado y
descontextualizado, tiene el inconveniente de que expande un código de conducta
puramente imaginativo, inútil para afrontar este presente. Y más cuando, desde
2012, la disparidad de recursos ha sido a la inversa del número de colegiales
en ambas vías del sistema.
Pretender que se alargue esta situación dispar es tratar de hacer
normal la amplia cobertura legal que el
artc. 27 de la Constitución proporciona a la actividad eclesiástica en el
sistema y, complementariamente, lo acordado con la Santa Sede en tiempos del
democristiano Marcelino Oreja entre 1976 y 1979. Muy “fáctico” es que, en
concordancia, Hacienda revise cada año, desde 2006, las cantidades que signan
voluntariamente los ciudadanos en su declaración del IRPF.
Esta vía de recursos del Estado -que sólo firma un 35% de declarantes-
aporta unos 250 millones de € a la Iglesia; complementan los estipendios que
percibe de sus fieles, y se añaden a diferentes exenciones y subvenciones de los
ministerios, autonomías y ayuntamientos. En total, y al margen de sus específicas actividades cultuales,
los recursos públicos que extrae la Iglesia del Estado para sus actividades
particulares rondan, según algunas estimaciones, los 11.000 millones de € anuales. A conciertos educativos corresponden –de “facto”-
unos 5.010, de los que 600 sostienen las clases de Religión y otros 10 atienden
a Seminarios menores.
Modernidad
A estas alturas, este peculiar “aconfesionalismo”
económico o su posible variación no son
cuestiones de sagaz “clericalismo” o “anticlericalismo”. Ese enfoque
apologético, con negativa carga melodramática añadida, está muy pasado. Sin
contextualizar cómo esos ingredientes trufaron en el siglo XIX la pelea por la
prepotencia sociopolítica, pretende un relato ahistórico ingenuo, que no
explica la muy conflictiva y lenta transición a la modernización del Estado, ni
cómo propició el Concordato de 1851 o la presencia episcopal en los debates parlamentarios.
Tampoco aclara cómo condicionó la gran pugna del primer tercio del siglo XX en que el mundo “clerical” salió victorioso tras
la Guerra de 1936. Y menos explica cómo aquel espíritu de “cruzada” impuso su patriarcal
criterio “clerical” en lo educativo y cultural prácticamente hasta 1982. Salvo que se recurra al providencialismo
explicativo –antihistórico y azaroso- no se esclarece cómo en 1980 logró aprobar la LOECE, con una gestión peculiar e idearios de colegios privados amoldados a sus
intereses pese a las “subvenciones” que recibía del erario público. Otras
tendrán que ser también las justificaciones de las añoranzas de cuando los
tiempos eran otros, expresadas en la continuada oposición de las variadas
organizaciones eclesiásticas a la LODE (1985) y a la LOGSE (1990) o a la propia LOE (2006), leyes donde puede seguirse la huella de sus protestas. La
dicotomía clericalismo/anticlericalismo tampoco dilucida, en fin, el activismo
de 2005 -cuando varios obispos protestaron en la calle- ni el estatus logrado
en la LOMCE (2013) para la Religión y la preeminente “iniciativa social” –frente a la pública- para
abrir colegios.
A esa descontentadiza actitud permanente, siempre anhelante de
presencia absoluta, ocupada en acrecentar su paternalismo social a cuenta de
limosnear de lo público, puede llamársele “clericalismo”. Aunque en el mundo liberal de los negocios
temporales, en casos similares suelan usarse locuciones afines al monopolio. En
ese desinhibido ahínco por tejer redes de poder cultivando a grupos influyentes
y dominio legal, se generan argumentos de novela negra, pero no existe ahí el
“anticlericalismo” de estilo antiguo. Contarlo así es un resabio de poder
“fáctico” frente a enemigos imaginarios. Que haya eclesiásticos que se apañan
muy bien en ese mullido mundo no hace indispensable que la laicidad necesite voluntades
concertadas o contubernios “anticlericales”. Más inteligente sería admitir -puesto
que estamos en democracia- la necesidad de que existan ciudadanos interesados en
la habilidosa voluntad de apostolado en educación de la Conferencia Episcopal
(CEE) . Para una institución que pretende acreditarse por su atención a lo
social -que sólo da a Cáritas un 2% de lo que percibe por el IRPF- debiera ser habitual justificar
su particular acción pastoral -o, según a quien se dirijan, de “servicio”,
“caridad”, ”solidaridad” y “acción social”- sin recurrir a los recursos
públicos o, en caso de concesiones específicas, facilitando que el Estado pueda
evaluar cómo hayan sido aplicados, pues tiene obligación de atender equitativamente
y sin privilegios a todos sus ciudadanos.
En otro tiempo, se dio a entender que esto, por la simbiosis
“fáctica” existente, no era relevante. Entre innumerables fetichismos mágicos,
casi todos los españoles decían ser católicos y se ajustaban a lo que la Iglesia había oficializado en las
costumbres. Pero sin que mediara ningún decreto, ambas realidades difieren
mucho. En estos 40 años ha aumentado los que no se sienten católicos -como
atestiguan las encuestas del CIS- y, en paralelo, creció la sensibilidad hacia la obligación del
Estado –“aconfesional”- en preservar que la diferencial perspectiva de cada
cual, religiosa o no, quede a salvo. Todos los ciudadanos han de poder pensar,
expresarse y actuar como entiendan, sin que ello sirva de pretexto discriminatorio
que perjudique su expectativa de vida. Por tanto, proporcionar recursos
sociales ha de seguir igual criterio en lo tocante al erario público.
Frente a esta democratizadora dinámica social, “cruzadas”y “misiones” ha habido, sobre todo en la etapa de Juan Pablo II y con Rouco Varela al frente de la CEE, que
depositaron expectativas restauradoras en neoclericales movimientos elitistas y
herméticos más allá incluso del Opus Dei, como Legionarios de Cristo, Camino
Neocatumenal, Renovación Carismática o Comunión y Liberación. El circuito
católico de la educación, coordinado desde la Comisión Episcopal de Enseñanza,
contabiliza ya 2.449 centros concertados y 15 universidades. Su objetivo privatizador dentro del sistema educativo
español ha instrumentado su “acción social” –frente a la enseñanza pública que
el Estado tiene obligación de gestionar bien- mediante la FERE, el Foro de la Familia, COFAPA, CECE, CONCAPA,
EyG, “Libertad de enseñanza”, “Educación y Evangelio”, AESECE, otras organizaciones
menores y empresas de carácter editorial como Edelvives, Edebé o SM, las cuales aparentan la difuminación del
cártel educativo logrado en estos 40 años. Su amplia cobertura publicitaria en medios como La Razón, ABC, 13TV y la
COPE, amén de digitales de diverso alcance neoliberal, no logra traspasar, sin embargo, el círculo de
adeptos que tienden a reproducir “Escuelas católicas” o Universidades como la de Murcia o Pamplona. El afán de notoriedad, buenas relaciones y demostración
social es una línea de emprendimiento y negocio.
Pero no es procedente –en democracia y menos cuando la crisis ha puesto en
cuestión este modelo- que los otros ciudadanos deban financiarla con recursos
públicos. La caridad episcopal a coste cero no existe y habrá de demostrarse
que las electivas afinidades de sus movimientos con los intereses del IBEX-35
o los manejos del partido más conservador, son muy beneficiosas para el común de la
ciudadanía.
La búsqueda de estos mecenazgos y alianzas de la Iglesia desde el
siglo IV d.C. tiene su lado oscuro. Después de tantos siglos, su gestión
“confesional” de la temporalidad debiera haber beneficiado -sin cortapisas al
conocimiento- a toda la población. Continuarla ahora con un “aconfesionalismo” opaco,
indistinguible de aquel largo “confesionalismo”, es difícilmente sostenible. La
diversa presencia estratégica de la Religión en la educación prolonga una
conflictividad fronteriza incesante desde que, en 1789, perdió el enorme poder anterior.
En Francia, claro, porque los españoles volvimos a revivirlo mucho entre
1936-1978, como si los derechos sociales no debieran existir y la caridad
suplicante hubiera de suplirlos. En Francia, de todos modos, la ley que
independizó las relaciones de Estado e Iglesia es de 1905, como cuenta Fernando
Álvarez-Uría en la “Introducción” a una reedición reciente de Halbwachs, M., Acerca del sentimiento religioso en Durkhem (Dado, 2017). Aquí, los
Concordatos de 1851 y 1953 prolongaron aquel conflicto de intereses casi hasta
hoy, en que la Constitución de 1978 -en combinación con los Acuerdos de 1979-
solapa, bajo un supuesto “aconfesionalismo positivo”, la consolidación política
del Estado Vaticano dentro de España.
Transparencia
Quienes pretextan resentimiento olvidan que el rencor al inevitable
pasado no facilita un presente de dignidad y justicia. Favorece en cambio la
esquizofrenia creer que el Cielo autoriza a algunos que amarguen a todos la
vida en la Tierra. Crédulos de su omnisciencia, estos círculos eclesiásticos
suelen caer en la confusión que, por razones que Bourdieu dejó estudiadas, no les deja distinguir -a conveniencia- entre
el propter quem y el post quem, como si la causalidad fuera
una mera continuidad temporal. De proseguir en el acomodado “aconfesionalismo”
sobrevenido de que disfrutan les hará cada vez mas insociables. La alucinación política
les hará ver que, por ejemplo, todos han de comulgar con su “libertad de elección
de centro”, tan transparente que el gasto público ha bajado un 12% entre 2009 y
2012, mientras el de los conciertos educativos -donde
los colegios católicos son mayoría- no ha parado de crecer privilegiando a casi el 30% de escolares.
Por otro lado, hacer creer que la situación de 2017 es como hace
40 años o anterior burla igualmente toda libertad y equidad democráticas. No
sería la primera vez que confunden el propter
quem con el mero post quem, pero
las oportunistas posiciones de la jerarquía eclesiástica española, por
melifluas que se presenten, no permiten olvidar que, a menudo, han sido
intransigentes y ajenas a lo que muchos de sus fieles han vivido. Historiadores
como Willian J. Callahan lo han explicado luce
meridiana y, para los últimos tiempos, merece la pena leer a Ángel Luis López Villaverde: El poder de la Iglesia en la España Contemporánea:
La llave de las almas y de las aulas (Catarata, 2013). En todo caso, ni el
pasado se enmienda con “impactos” tan
epidérmicos como los que pretende alguna Memoria reciente, ni las supremacías de antaño son las de
hogaño. Aquel pasado de prepotencia resiste ahora mal un complicado proceso
interno de mutación, más difícil cuando la secularización es creciente. Para un
“pacto educativo” consistente no es buena noticia una CEE orgullosa de un
pasado lleno de agujeros de los que no se siente responsable, olvidadiza de su
presente sociorreligioso y hostil hacia quienes no compartan sus concepciones
del mundo.
Sería una situación excelente, sin embargo, para la humilde coherencia.
En Educación, olvidando reminiscentes privilegios como el de la catequesis
doctrinal en el currículum: aferrarse a que, en horario escolar, lo faculta la
legislación “aconfesional” no se ajusta a la Convención de los Derechos del Niño. O negándose a la separación de niños y niñas en las aulas y
mostrando que no es problema para nadie tener recursos económicos para poder
estudiar en sus colegios. Si con el ejercicio astuto de la presión y el
intrigante cabildeo pierde crédito esta modalidad de presunta evangelización,
gana puntos si derrocha empeño en zonas rurales, ante la niñez más abandonada o
en los barrios humildes, como hizo el cura Millán Santos (+2010) en el barrio
de Las Delicias (Valladolid). Justo lo
contrario de exigir al Estado conciertos para atender niños bien cuando en el último Informe de UNICEF -que reafirma a Cáritas- abundan los pretextos
para impulsar sus efectivos vocacionales hacia donde se necesitan. Un designio educador que pretenda erradicar la
pobreza y sus consecuencias es ininteligible que se empeñe en hacer pasar por
democrático querer fidelizar a unos pocos –favorecidos- a cuenta del escaso
dinero de todos. En democracia, el inexplicado pretexto teocrático no puede suplantar
a la Educación pública erosionando sus recursos. Esa pretensión de puro favoritismo,
en cristiano desprecia la moral. Salvo que el P. Arregui se equivocara diciendo, en 1961, que “el monopolio, sobre todo
de las cosas necesarias, fácilmente lesiona la caridad”, razón histórica de esa
“pastoral”.
¿Conversión?
Los itinerarios educativos para selectos, parciales per se, no necesitan para su “libertad
de elección” el recurso a los PGE (Presupuestos Generales del Estado) ni el
auxilio de la CEE. La obligación del Estado es con todos, para que la educación
sea un instrumento de conocimiento y de posible ascenso social, de cohesión
moral y cívica de toda la ciudadanía. A esto ha de orientarse el propter quem o las razones de la acción educativa eclesiástica si
no quiere ser una mera empresa de servicios. Si quiere estar con su “pueblo de Dios”, el aggiornamento
de Juan XXIII y su Concilio Vaticano II en los primeros sesenta fueron una
auténtica novedad. Hoy, en el post quem
de aquella historia esperanzada para muchos, que esas actividades se amparen en
interpretaciones laxas de “aconfesionalismo” o en el puro marketing es cada vez
más increíble. Cuando en estos últimos
40 años ha pasado de todo, mejor será abandonar el tozudo cultivo de esos
lastres de “lo fáctico” que seguir perdiendo credibilidad.
Manuel Menor Currás
(Madrid, 21.06.2017)
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