Reproducimos este artículo de Manuel Menor
Privatizar las
prestaciones sociales contribuye al subjetivismo frente a la universalidad de
los Derechos Humanos. Acrecienta la indiferencia
austericida hacia la suerte de los demás.
Ahora,
ha sido Estocolmo Y mientras se estrecha el número de ciudades europeas en
que la plaga del terrorismo encuentra ocasión de mostrarse, crece el miedo, la incertidumbre
y, como en las epidemias del pasado, cunde el tosco individualismo del
superviviente. El mismo que en 1722 pone Defoe en boca del protagonista de su Diario del año de la peste “Terrible
peste Londres asoló/En mil seiscientos sesenta y cinco;/Cien mil almas se
llevó,/¡Pero yo sobrevivo!”.
Presupuestos
En Siria, Trump
acaba de mostrar su bronco imperialismo ante un horror que no cesa desde hace seis años. Ese área estratégica,
donde todos tenemos metidas las manos, viene siendo un avispero desde Lawrence
de Arabia en plena Gran Guerra. Aquí, nuestros operadores turísticos están
contentos: todo aquel desastre, que la mal llamada “primavera árabe” no mejoró,
ha revalorizado nuestra candidatura para que nos visiten: este año seguiremos
batiendo marcas de visitantes, pues crecerá el número de los porteadores de
traqueteantes maletas roller por nuestras
aceras, y también la gentrificación
del centro de nuestras principales ciudades. Para que nada falte -y como el
empleo es el empleo- nuestras armas
encontrarán en esos lugares
bélicos de Yemen, Irak y proximidades un plácido mercado.
Todo sea por el crecimiento económico, manido eslogan que ahora
sirve para vender bien el Proyecto de PGE (Presupuestos Generales del Estado)
de 2017. Ya han pasado cuatro meses, sin que fueran aprobados en
la Carrera de San Jerónimo, pero son el mejor retrato del Gobierno. Por eso
es importante vender bien esta “autofoto” o selfie,
de modo que parezca que hay más para todos cuando es patente una reducción de inversiones, principalmente en lo que a prestaciones
sociales se refiere. No sea que a alguien se le ocurra advertir, por ejemplo,
un desbordado gozo de jubilados y dependientes: la ansiedad por entrar en ese
territorio de inactivos puede desconcertar a votantes e inversores. Y si
cundiera la idea de comparar las “subidas” de los distintos departamentos y
capítulos de gasto, los padres en
búsqueda de colegio para sus vástagos debieran matricularlos en el lugar
adecuado: entre los trabajos implícitos en Educación y
Defensa no debiera caber duda. También tratan de disimular cómo trata la
Administración a sus funcionarios públicos, esa especie que podría estar en
fase de extinción. Si al maltrato salarial crónico se le agrega la inflación, sus
“subidas” equivaldrán a lo que sucede ya en la España desertificada, en que por
cada nacimiento hay tres defunciones. Pero, ahí está la satisfacción de haber
firmado el acuerdo de que, en tres años, entren en las distintas
administraciones públicas
cerca de 300.000 empleados. El descompensado ritmo de salarios desde 2012
ya es un éxito de los gestores de esta larga crisis, que contratarán a la baja
a quienes, hasta ahora, les eran un
estorbo en sus estadísticas. En Educación,
y concretamente en el ámbito universitario, pronto será paradigmática la eficiencia
del programa decretado por Wert, experto en deteriorar el sistema público. Pero
no por todo ello deja de ser este Proyecto de PGE demostración fehaciente de
qué crece en esta España que crece, y a un ritmo modélico para quienes no sufren
el ajuste que no cesa. Tal vez sólo lo crean Montoro y el
Banco de España, pero cuentan con apoyos para que muchos lo vean laudable:
alegan que no es creíble el capítulo de gastos y, en cuanto a prestaciones
sociales, dicen que es “excesivamente alegre”
Sobre la peste
Colgados como estamos del Estado mínimo, deslegitimados ante la
centralidad del mercado, lo que no es mercancía no existe y todos somos clientes.
En atención a esta esencialidad que nos han ido imprimiendo, la crisis -según
proclaman nuestros timoneles- ya deja
atrás las tormentas de años pasados y, desaparecidos los nubarrones, aventura un
nuevo horizonte feliz. Daniel Defoe, de todos modos, está clamando por que
alguien le imite reescribiendo, con cuanto está sucediendo, un dietario detallado
de desgracias, precauciones y estratagemas, en que la supervivencia o la muerte
–globalizadas- están en danza. Y
probablemente ande buscando alguien que, atento a las punitivas censuras de
este presente, haya adquirido la competencia comprensiva de cuando había de
leerse oblicuamente lo literalmente escrito.
En estos PGE –como en los delirios de Trump- el proteccionismo/neoliberalismo
tiene destinatarios concretos: los abandonados en ese camino donde subsistir les hacía antiestéticos, no consta
que estén o se les espere. Como los “refugiados” de las pseudocruzadas
medievales del Medio Oriente, muestran en tierra de nadie la desolación
absoluta, mientras el telediario nos reconforta. Y si se lleva cuenta de lo que
va sucediendo a diario, se puede llegar pronto al sinsentido repetitivo,
absurdo e impredecible. Tal vez por ello desde la prensa, redes y medios
diversos, procuren de continuo entretenernos con lo meramente casuístico y
excepcional, para que destaque nuestra “normalidad”. Al nulo interés de lo
colectivo, superponen constante el aparente valor de la subjetividad individual
como árbitro del bien y del mal y, por supuesto, de que en la gran confusión solo
importa sobrevivir como sea. Estamos volviendo al Homo homini lupus de Hobbes (1651), saltándonos, por estresante
para nuestra emotividad, cuanto tenga que ver con una obligatoria legalidad a
que los vulnerables estén protegidos de los poderosos. Y para ello se defiende
al máximo el Estado mínimo, gobernado por
representantes adictos a esta perspectiva política austericida. Donde
solo existe lo “natural”, no se puede elegir lo posible por deseable que sea; cada
vez molesta más la universalidad de los Derechos Humanos. Crece el
proteccionismo frente a una supuesta “envidia igualitaria” -que decía uno de nuestros
próceres- y aumentan las sensibilidades en trance de indiferencia irresponsable
ante la suerte de sus vecinos.
En esta sintonía nos están educando. De hecho, no nos molesta
mucho, aunque
lo detecte el CIS, ver cómo crece el número de los pillados en dudosas
prácticas corruptas. Incluso nos parece un arte el modo en que, aunque todo se
confabule, se pueda ir
dimitiendo poco a poco y sin que, por otra parte, deban dejarse todos los
puestos provisionados con recursos públicos. Artístico es, no menos, el modo en
que, desde el
Gobierno del Estado, se puede retirar de en medio –sin mancharse- a quien pueda salpicar o poner en riesgo el
traje de gobernar. Si, además, quienes han trabajado a las órdenes de un
dirigente han sido pillados in fraganti, borda la excelencia que no parezca
este responsable de nada,
ni siquiera de vigilarles. Este arte, de todos modos, en los últimos
tiempos se ha refinado en eficiencia. Ahí están, ejemplarizantes para todo
emprendedor que se precie, cuantos en el territorio de la Educación, Sanidad o Dependencia, han podido privatizar sin
complicaciones jurídicas: el “servicio” es el servicio, y si lo pagan las arcas
públicas, genial: puede quedar aparentemente más fino y ocasión para forrarse,
sin que lo que debe ser derecho a una
prestación alcance a cumplirse debidamente.
Repásese qué pasó en Sanidad desde la Ley
15/1997, con sus “nuevas formas de gestión del Sistema Nacional de Salud” y
se tendrá el manual perfecto del
buen privatizador que, además, cuenta con el beneplácito de varios partidos
políticos y, por supuesto de
la CEOE. Su ejemplificación más perfecta puede verse en el “Modelo Alzira”. Fuente de no menor
credibilidad y garantía son las actuaciones de los implicados en Madrid o
Valencia en
los tejemanejes de la Gürtel y conspicuos personajes con cargo público. Las
reconversiones de suelo, las disposiciones de bilingüismo barato, la imposición
de directores de centros, las asignaciones de servicios estratégicos, las
privatizaciones explícitas y sus destinatarios y, adicionalmente, las mordidas para
que todo llegara a mejor puerto en tiempo rápido –y con buen crédito
en las redes y medios sociales-, tampoco tienen desperdicio para quienes
tengan “vocación” decidida por el emprendimiento, sin mala conciencia por el perjuicio
que su trama pueda producir.
¿Un espacio público?
Y como la moral –la colectiva se entiende, no la de los volubles “valores”-
anda a la deriva de la autoprotegida subjetividad, siempre se puede contar con
que algún jerarca católico eche una mano a todo “buen emprendedor” para que
pase como “trabajo social” –al servicio de una selectiva “libertad de
elección”- lo que no pasa de estupendo negocio protegido por los
presupuestos del Estado. Por algo aparecen los emprendedores en la LOMCE y
son, específicamente, uno de sus elementos curriculares; y se ha potenciado la
Religión mientras desaparecía la Educación para la Ciudadanía que, siendo breve,
podía recordar otros horizontes. Pronto veremos cómo Pearson
y Elsevier incrementan la alianza con la tradicional
privacidad de muchos colegios para fragmentar más cuanto no esté al servicio de
los mercados, cuando –también en Educación- urge reducir la desigualdad social.
Todo lo cual, sin embargo, poco ayuda a revertir, por ejemplo, la
deteriorada situación diferencial de que han sido víctimas principales los
jóvenes -los menores de 40 años-, junto a otros colectivos no pertenecientes
a la parte selecta del sistema social. Desde luego, en estos PGE no se
arreglará y, en el panorama de incertidumbres que abre el ultraconservador
mundo de este momento, tampoco es predecible. Una situación similar, con motivo
de aquella peste londinense, llevó a Defoe –el autor de Robinson Crusoe- a que el
protagonista de su Diario dijese: “Entonces comencé a pensar seriamente
en mí mismo, sobre mi propio caso y sobre lo que debería hacer conmigo mismo;
es decir, si debería decidir quedarme en Londres o bien cerrar mi casa y huir
como muchos de mis vecinos…”
Manuel Menor Currás
Madrid, 08.04.2017
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