La Geografía de la España vacía no es sólo algo físico. Se extiende cada vez más al territorio de lo social y educativo, expresión directa de su ausencia de la política
Para la España ombliguista del “todo va bien”, y para los beneficiarios de mil corrupciones y privilegios, la España desierta y la recortada no existen, aunque ambas sigan creciendo día a día.
Tampoco existe para la España esencialista ni apocalíptica, maneras de mirar que todavía alimentan fórmulas de vida y captación de contribuyentes a causas que en el pasado produjeron más sufrimiento opresivo que liberación humanizadora. Existen, pese a ello, las Españas vacías y vaciadas, algo físico y mensurable que los geógrafos y demógrafos, sobre todo, vienen señalando y cartografiando desde hace bastantes años, mientras culmina la etapa de envejecimiento de la pirámide de edades española.
La ardilla inexistente
Para empezar, no es verdad que la España romana de que nos dieron noticia Estrabón o Plinio el Viejo estuviera tan arbolada que una ardilla pudiera atravesarla sin pisar tierra. Más bien dijeron lo contrario: que los montes de las Hispanias eran “áridos y estériles” (PLINIO, Naturalis Historia, XXXIII, 67).
Los datos del Inventario Forestal Nacional (2007) indican que el desarrollo arbóreo está creciendo abundante. Los nacidos en zonas rurales en los últimos ochenta años pueden testificar cómo en comarcas muy amplias de la Península la masa forestal ha invadido tierras de cultivo y cómo las aldeas se despoblaban. Un cambio demográfico muy potente está en marcha y un desdoblamiento creciente del territorio en dos grandes áreas: la España poblada y la España vacía. Con leves variaciones, ambas han tenido un crecimiento continuado desde que Pascual Madoz dejara en su Diccionario (1850) un cómputo estadístico minucioso municipio a municipio. El censo de 1857 sumó 15.464.340 residentes; y en 2016, andábamos por los 46.438.422, pero ese crecimiento ha sido estancamiento para la España vacía que, a partir de los años cincuenta del siglo XX, se encamina decididamente hacia el silencio. Ahora más aprisa incluso, a pesar de que los saldos vegetativo y migratorio globales son decrecientes desde 2012.
El cuento de la ardilla lo desmiente Sergio del Molino en La España vacía (Turner, abril de 2016), un libro de recomendable lectura que recorre un país “que nunca fue”. Pone en evidencia el disloque de nuestra Historia contemporánea en que millones de españoles pasaron a vivir, desde una España rural, en otra mucho más urbanizada y no menos carencial para cuantos tuvieron que pasar por suburbios improvisados, pero que ha traído un gran desierto ocupacional en el núcleo central de la Península. El vacío a que se refiere abarcaría 14 provincias del interior –ampliables a Ourense y Lugo, el interior asturiano, cántabro, valenciano, murciano y andaluz, que no toca directamente-, fruto en buena medida del “gran trauma” que se les ocasionó entre los años 50-70 y que la última crisis ha asentado: ya es muy fantasioso que esa España interior pueda recobrar el vigor que, de su infancia, muchos recuerden desde una sala de estar urbana. Este ensayo literario habla de la “fobia” constante entre la ciudad y lo rural y de cómo ha habido escritores atentos, con sensibilidades dispares, a la creciente despoblación de una España interior cada vez más vacía. Se interesa por cómo el imaginario de esta sigue tejiendo muchos sueños e hilos narrativos nostálgicos mientras el rápido crecimiento paralelo de la España llena -especialmente en cuatro o cinco ciudades- va en sentido contrario. La intención del autor es que nada debiera impedir, sin embargo, tomar conciencia de una de las desigualdades más fuertes que rigen en nuestro país. Sólo añadir que simboliza y sustenta otras desigualdades.
La Laponia del Sur
Hace muy poco, en enero de este año, Pepitas de Calabaza publicó un libro más periodístico sobre la misma cuestión: Los últimos: Voces de la Laponia española, de Paco Cerdá. El área que pretende describir desde las diversas facetas que atañen a la despoblación es más restringida pero, en algunos aspectos, más intensa que en la geografía literaria de antítesis de que se ocupa Sergio del Campo. Esta Laponia española, cuyas estadísticas de densidad de población y territorio favorecen tal denominación, se ceñiría al área de los Montes Universales que, según el prehistoriador Francisco Burillo, podría denominarse “Serranía Celtibérica”. Independientemente del proyecto de este investigador, es un amplio paisaje geográfico de 65.000 kms2 extendido por 10 provincias, donde 4.933 pueblos sólo tienen el 3% de la población española. Cerdá dedica diez días a diez puntos bien seleccionados de esas provincias en fase de despoblación creciente. El área, con menos de 8 habitantes/km2, constituye un lugar vacío donde subsisten como testigos de una cultura en extinción los últimos pobladores y resistentes, descolgados de una España que prosigue su proceso de concentración urbana ajena a un origen rural relativamente reciente. Las voces de esos protagonistas son lo que trata de poner de relieve este reportaje.
Ambos libros, complementarios en el tratamiento de un problema acelerado en los últimos setenta años, tienen especial atractivo cuando España ha iniciado un crecimiento vegetativo negativo. No obstante, ni son estrictamente novedosos en algunos aspectos, ni es exclusivo del tratamiento literario su asunto central. De época romana viene el reconocimiento del contraste entre campo y ciudad: Fray Luis de León ejemplificó esa querencia. De tiempos más cercanos, recuerdan mucho lo que Miguel Delibes noveló en Los santos inocentes (1981) y, antes, en El disputado voto del Señor Cayo (1978). Ahí aparecían brechas profundas entre el mundo urbano desarrollista y lo residual que quedaba en Extremadura o en el valle de Rudrón, en las estribaciones de la Cordillera Cantábrica, muy cerca de Sedano, pueblo que sintió como propio. Algo más tarde, en 1988, La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, poetizó las supuestas vivencias del último habitante de Ainielle, en el Pirineo aragonés, en torno a la soledad ruinosa de una vida abandonada por todos; y conmovió a muchos urbanitas con reminiscencias de la vida rural. En medio de ambos autores, es muy mencionable Avelino Hernández, que publicó en 1982 Donde la vieja Castilla se acaba: Soria. Reeditado en 2015 con un prólogo de Julio Llamazares, quien se confiesa deudor del embrión de su novela citada, es una magnífica guía para recorrer despacio esa zona central de la España vacía que es Soria; por lo bien escrito que está y por las noticias tan lúcidas que da de cada punto. Se advierte que Avelino lo ha andado con sapiente mezcla de historia, etnografía, geografía y bonhomía, antes de contarlo con emoción desenfadada; permite intuir todavía el atractivo rescoldo de otra cultura más sosegada que la que la uniformadora urbanización actual depara.
Escuelas vacías
Estos libros han tocado historias sentidas por muchos posibles lectores a través de tradiciones familiares. Lectores han tenido, además, a los que todavía les tocó vivir en carne propia varias de estas transiciones hacia la España vacía o Laponia del Sur. En ellos también transcurren algunas peripecias de la pedagogía y la educación españolas. Es de recordar, por ejemplo, el capítulo quinto de Sergio del Camino sobre el trabajo de los institucionistas –sus bibliotecas populares, sus Misiones Pedagógicas-; no exagera el entusiasmo y se atiene al limitado tiempo en que pudieron actuar cuando “la cifra que suele darse de entre el 45% y el 50% de tasa de analfabetismo en la España rural hay que ponerla en cuarentena porque es una especulación”. El autor, juiciosamente, no se recrea en el lamento nostálgico ni hace turismo histórico: pone pronto al lector ante las limitaciones actuales que tienen los continuadores de aquellos intentos primordiales, los maestros y profesores, al tratar de llevar “la idea redentora y misionera” de la educación a los pueblos aunque no se sientan comprometidos con sus carencias.
Más preciso y gráfico, Paco Cerdá habla de la decadencia de la escuela como símbolo vertebrador primordial de los territorios del Estado: varias veces vehicula la vida renqueante de estos pueblos vacíos o en trance de estarlo. Hablando de El Collado, un pueblecito de 4 vecinos en La Rioja, en un municipio con una densidad de 0,5 habitantes/km2, uno de los supervivientes dice: “si hubiese media docena de matrimonios y seis o siete niños, obligatoriamente tendría que haber escuela. Y entonces habría vida”. Muy similar es la situación en una pedanía de Molina de Aragón, donde niños de varios pueblos hacen a diario 24 kms. de ida y otros tantos de vuelta para asistir a la escuela primaria. En varios de ellos sólo hay un niño yendo a las 8:25 de la mañana y volviendo a las 15:50 hs., cuando en 1845 tenían escuela y hoy no. En una sala del ayuntamiento de uno de esos pueblos, Selas, había biblioteca y juegos para críos, pero la han cerrado, porque, según dicen oficialmente, “para un solo niño acarrea mucho gasto en invierno por el consumo de luz y calefacción”. Y en Sesga, pueblo del Rincón de Ademuz (Valencia), Cerdá todavía muestra lo que queda de la antigua escuela cerrada en 1965: “los viejos pupitres de madera, el crucifijo, una virgen enmarcada en la pared, el retrato de Franco, la estufa central que parte en dos el aula, una pizarra negra, mapas de época y un ábaco para aprender a contar”. Este pueblo tenía 271 habitantes a mediados del siglo XIX.
¿Apocalipsis o esperpento?
Hay sitios donde la despoblación aguda ya pasó y otros donde prosigue intensamente. Sitios donde esporádicamente regresan algunos con más voluntariedad que posibilidades realistas de competitividad con la otra España; personas con diferente grado de utopismo bucólico que se suman a los resistentes a irse de esos territorios del silencio. Pero en ningún caso desaparece el conflicto de la desigualdad de trato de la Administración hacia estos ciudadanos que, por razones diversas, adoptan o perviven en esa soledad. De ningún modo son reaccionarios ni apocalípticos. A veces, se les oye clamar por sus derechos y los de un territorio aprovechado a menudo para especulación, basurero y similares. Son resistentes olvidados, pero no escépticos o pesimistas expectantes de un desastre final que estén anhelando.
Tienen, además, muchas afinidades en cuanto a la atención administrativa existente en esa España vacía y la de la otra España que, en medio del ruido urbano, recibe un trato similar, desigual y desabrido en cuanto al cumplimiento de derechos como la Educación o la Sanidad. Continuidad de la misma desatención es, desde luego, que, cuando de determinadas urgencias del Estado se trata o de satisfacción de los derechos sociales de todos, los sufridores primeros de recortes siempre son semejantes, con trato muy desigual respecto a algunos otros ciudadanos. Lo que, en una etapa de postverdad charlatana y arbitraria en que prima “la productividad” inmediata como norma, lleva a pensar que el cumplimiento del supuesto pacto social fundante es puesto en entredicho con gran frecuencia, porque a lo urgente se le juntan las desidias del pasado, que no pasan y siguen pesando. Con un resultado más desolador para los más débiles, para quienes no se trata de una entelequia literaria, sino que se sienten nadie en medio de una multitud ensimismada e indiferente.
Cuando sabemos que la educación es un motor de ascensión social importante, da qué pensar noticias como las que concluyen este comentario. Ahí está el juicio a los cinco del Buero, en Guadalajara, como si a alguien le enfadaran las protestas a favor de una educación pública decente. Las denuncias del falseado bilingüismo desarrollado en Madrid, mostrando cómo se ha querido malvestir una educación pública de calidad para segregar mejor. Y, sobre todo, el último Informe de Save the Children para denunciar el enorme vacío de asistencia que tenemos hacia la infancia desheredada de uno de cada tres niños españoles. Esos críos no existen, y tampoco las 90 personas que, según el Observatorio de la Dependencia, mueren cada día por ausencia de prestaciones: pertenecen a la España vaciada. Y mientras, la EPA del último trimestre de 2016 muestra que el paro de los menores de 25 años es más del doble de la media europea y alcanza al 42,9% (una décima menos en hombres y 43,1% en mujeres), lo que, sin contar lo efímero y débil de tiempos y salarios, podría incitar a repetir un titular de hace un año: “España no es país para jóvenes”. Es decir, que la generación que viene detrás no parece que venga al lugar adecuado para vivir. Ese es el motivo de que, el próximo día 19, la dignidad de vida vuelva a ser objeto de las manifestaciones convocadas por los sindicatos.
Esta variada y ampliable información muestra que la España vacía es bastante más extensa que lo que años de abandono continuado han dejado como zarrapastroso agujero creciente de la geografía humana de este país. Para la España oficial del ombliguista “todo va bien”, y para los beneficiarios de mil trampas corruptas, ni esa España desierta ni la recortada existen. Lo más inquietante –y esperpéntico- es que se siguen agrandando mientras Rajoy se brinda a ser interlocutor de Trump en Europa y Latinoamérica.
Manuel Menor Currás
Madrid, 17.02.2017
Muy bueno Manuel.Quienes vacían, ombliguistas, se llenan los bolsillos
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