Lo fundamental del legado
fotográfico de Henri Cartier-Bresson (1908-2004), unas 500 fotografías, dibujos
y material bibliográfico, está estos días en la Fundación Mapfre (Recoletos,
23, Madrid).
Hasta el siete de septiembre, permitirá estimar de cerca,
aparte de los valores artísticos de su fotografía, su gran riqueza documental. La muestra ha sido expuesta antes -con motivo del décimo
aniversario de su muerte- en el Centro Georges Pompidou, entre el 12 de febrero
y el 9 de junio. París, donde reside la fundación que lleva su nombre –que,
desde 2003, ha reunido la mayor parte de sus originales-, ha sido testigo de
otras conmemoraciones y reconocimientos, incluso en vida del autor. Dos coloquios últimos, en el centenario de su
nacimiento, trataron de fijar en nuestros ojos su contribución a las “Images de l´histoire” que nos es más
reconocible y, también, sus
aportaciones a la fotografía en “Revoir
Henri Cartier-Bresson”. Se trata de uno de los grandes en colecciones como
la del MOMA neoyorquino –desde 1947 y, sobre todo, 1968 y 1987- y testigo del
primer tercio del siglo XX español. Si en toda imagen hay por lo menos una
historia, en los trabajos de HCB hay muchas, relevantes y complementarias entre
sí, entre las que cabe destacar tres principales.
Una primera tiene que ver con su proceso de formación o educación del punto
de vista con que mirar el mundo. Este proceso, de largo recorrido como en todos
los humanos, abarca su vida entera, pero
tiene unos pasos primeros que le marcarán de manera relevante. Esta muestra
pretende mostrar las diversas etapas, preocupaciones temáticas y modos
estilísticos sucesivos de su trayectoria, pero también es observable en la obra
de HCB una unidad procedente de los primeros modos de ver con que fue educando
su punto de vista. “Es viviendo –escribiría en 1952- cómo nos descubrimos a
nosotros mismos, al tiempo que descubrimos el mundo exterior que nos impresiona,
que podemos actuar sobre el. Ha de haber un equilibrio entre estos dos mundos,
el interior y el exterior, que en diálogo constante no forman más que uno y es
este mundo el que tenemos que comunicar. Esto no quiere decir que el contenido
de la imagen pueda separarse de la forma: por forma, yo entiendo una
organización plástica rigurosa, a través de la cual, sola, nuestras
concepciones y emociones se vuelven concretas y transmisibles. En fotografía,
esta organización visual no puede ser sino la expresión de un sentimiento
espontáneo de ritmos plásticos” (En: L´imaginaire d´après nature, Saint Clément de rivière,
Fata morgana, 1996, pgs. 31-32). Cobran en este sentido particular interés sus
inicios artísticos de la mano de las exigencias que imponía, cuando todavía era
adolescente, la pintura, actividad a la que volvería al final de su vida y que requiere gran voluntad de observación y expresividad. La
preocupación por la composición, la armonía y las proporciones, las recibe
pronto en la academia de André Lhote, pintor autodidacta próximo al cubismo. En
ese momento, también empieza a frecuentar los ambientes del surrealismo.
Estamos en el París de los años 20: Cézanne, Miró, Max Ernst, Dalí, Bretón,
Aragon o Matisse y Man Ray le son cercanos, en un momento de inflexión
artística muy acelerado, al final de la Gran Guerra y cuando la fotografía
empieza su recorrido más allá del mero entretenimiento y del afán ilustrativo.
Entre los amigos de HCB de esos años, figuran algunos de los que contribuyeron
decisivamente a que pudiera ser vista como modo expresivo artístico similar a
la pintura. Con tal bagaje empieza, a comienzos de los años treinta, su
decidida búsqueda propia, superadora de lo que habían sido sus preocupaciones
infantiles “por rellenar pequeños álbumes con recuerdos de vacaciones”. El
descubrimiento de la máquina Leica, “convertida pronto en prolongación del ojo,
que no le abandonaría nunca”, le permitiría por su parte desarrollar
rápidamente un sentido atento, constante en la búsqueda por las calles de tomar
en vivo fotos “con el deseo de atrapar en una sola imagen lo esencial de
cualquier escena que surgiese”.
La segunda habla de una orientación preferente de su mirada, durante una
parte muy importante de su vida profesional -muy explícita entre 1933 y 1947, y latente después-, hacia determinados acontecimientos
y realidades. Cuando fotografía la pobreza y algunas de sus muestras más
sensibles, no sólo busca el lado más expresivo de ésta, sino estrictamente su
rostro, hacer visibles las caras y situaciones de cuantos no tienen espacio
reconocible en la sociedad. Su mirada se afina en un momento en que las luchas
por el control social –y la crisis de la democracia- son más agudas en toda
Europa: se define claramente por la rive
gauche; frecuenta la Association des Ecrivains et Artistes
Revolutionnaires (AEAR); firma panfletos
antifascistas; participa de las ideas de H. Tracol a propósito de la fotografía
como “arma de clase” o el uso de la cámara “al servicio de los intereses de los
explotados por los explotadores”; compromete su mirada con “actos visuales” en
que se expliciten las contradicciones de la sociedad. Es la suya una mirada
política, compasiva hacia los más débiles y dolientes de la humanidad, como
reflejo y denuncia de un mundo desigual, injusto y profundamente clasista. Esta actitud se seguirá mostrando de manera
algo menos densa, pero siempre atenta al abandono y a la búsqueda de un
equilibrio social más justo, cuando más tarde retrate el final de los nazis en
París, el retorno de los exiliados o sus constantes viajes y pausadas estancias
en el extranjero. Ya en mayo del 37, cuando fotografió en Londres la coronación
de Jorge VI, se había fijado más en las miradas de la gente durante el desfile
callejero que en el ritual oficial. Igual había sucedido antes, con su atención
a los pequeños objetos situados en los expositores de tiendas callejeras o en
sus perspectivas del matadero de La Villete. Y seguiría siéndolo cuando, como
reportero de Life, Der Stern. Época, Picture Post o Paris Match, mostró su visión humanizada de lo que pasaba en la
China de los inicios maoístas, en la Rusia post-estalinista, en la primera Cuba
de Fidel o, en la propia Francia, con motivo de los cambios sobrevenidos en 1968.
También, para dejar constancia del consumismo en casi todos los sitios por que
pasó desde los años cincuenta, con la moda, los autos, las bicis o los juguetes
como expresión de anhelos incumplidos. Ni las grandes masas como fenómeno del
siglo XX le fueron ajenas; ni tampoco
los grandes iconos del poder, la religión o la industria; o los grandes del
pensamiento y el arte, como Sartre o Brancusi. Incluso en los paisajes a que
dedicó atención especial –tanto los urbanos, más conflictivos durante su vida
más activa, como los más suavemente contemplativos de su ancianidad-, dejó muestra evidente de su afecto profundo por la
plural expresividad del ser humano, por áridas y difíciles que fueran las
geografías.
Y la tercera, que tiene
particular importancia en esta exposición,
decanta su particular relación con España, uno de los espacios primeros que
visitó por encargo. La revista Vu le
envió aquí con motivo de las elecciones de 1933 y publicaría sus reportajes en
tres números de noviembre de ese año (296 a 298). Por su Leica pasan gran parte
de sus preocupaciones primordiales de aquellos años: diversas formas de pobreza,
la prostitución, el abandono de muchos espacios o el simbolismo de lo que él
llama “soñadores diurnos”, esas personas dormidas a pleno día en espacios
públicos que había retratado ya en París o Marsella y retrataría luego en
Méjico, Nueva York o Italia, en que los ojos cerrados y la postura yacente
incitan al ojo instruido a que no se haga el ciego sino a mirar qué falta en
esa sociedad. En nuestro país, todavía estaban presentes los planteamientos de
“la cuestión social” de manera predominantemente caritativo-benéficos y la IIª
República, con una Constitución que había tratado de democratizar el Estado y
sus servicios, saldría muy tocada de las elecciones del 33, inaugurando un
bienio con graves presagios. Justo en ese momento, HCB visita Madrid, Toledo,
Alicante, Barcelona, Granada, Córdoba o Sevilla, además de algunas zonas del Marruecos español.
Ello explica la presencia en la exposición de al menos 19 fotografías en que el
barrio chino, la infancia, el dormido encima de una maleta, un miope detrás de
un burladero, niños saltando detrás de un muro roto o una señora cordobesa al
lado de un anuncio de tintes, son un icono muy destacable de la España que
mostró a los lectores de su revista. Era, también, la primera vez que le
pagaban por un trabajo fotográfico. Pero, además, algo después, cuando la
tragedia española desarrolló sus peores presagios, HCB siguió igualmente con el
cine en la misma línea. Se había entrenado con Jean Renoir, en una película
para las elecciones francesas de 1936: La
vida es nuestra, seguida de otras dos: Una
partida de campo y La regla de juego.
En 1945, en colaboración con la americana Office of War Information, haría
igualmente El retorno, sobre la purga
de colaboracionistas con los nazis y la repatriación de prisioneros. En medio,
hay otras tres películas sobre España y su guerra civil, de las cuales una
puede verse completa en sus 40’ de duración: Victoria de la vida (1937), a propósito de lo que están haciendo en
plena guerra, especialmente en sanidad, los republicanos y de las ayudas
internacionales que necesitan. Hizo, además, otras dos: Con la Brigada Lincoln en España (1937 también) y España vivirá (1938), expresivas todas
de la inclinación preferente de su punto de vista.
Para nuestra mirada de
hoy, HCB tiene un alto valor educativo en varios
frentes. Ante todo, respecto a la fotografía, tan en trance de banalización
cotidiana -con su omnipresente posibilidad técnica-, como de “artificar” productos igualmente vacuos,
de resultados crematísticos aligerados por una publicidad omnívora y generadora de hastío. Es de gran interés lo
que al respecto han escrito, desde W. Benjamin, J. Berger, P. Bourdieu, M.
Duras, R. Barthes o el propio Cartier-Bresson, entre muchos otros, para
orientar el desmesurado optimismo mercantil, museístico y formal que ha
suscitado esta forma expresiva especialmente desde los años noventa. En este
sentido, también la exposición de la sala Mapfre puede ayudar a corregir
nuestra propia mirada. No sólo por tratarse de un fotógrafo reconocido
ampliamente en todo el mundo por la calidad formal de sus trabajos, sino
también por la sensibilidad humana de quien está atento, por encima de todo, a
las situaciones de sufrimiento y se pone del lado de las víctimas: su mirada
jamás es pintoresca, siempre es comprometida frente a un orden establecido que
se ocupa de imponer y prolongar injustamente la asimetría de un poder por el
que HCB no siente veneración alguna. Para nuestra memoria histórica particular
como españoles, su mirada tiene un especial valor de antídoto contra el olvido,
cuando tan reacios somos a consensos sociales en un presente que prolonga
innecesariamente grandes desencuentros del pasado: es mucho lo que nos queda
por integrar si no queremos repetirlo, y el sistema educativo debe ser un instrumento
principal en ese horizonte democrático. No es la primera vez que Cartier-Bresson
es expuesto en España: en 1933, sus fotografías, chocantes para un observador
superficial, fueron acogidas en la Biblioteca del Ateneo madrileño (noviembre
de 1933), dentro de una percepción vanguardista de la fotografía que un crítico
como Guillermo de la Torre encuadró entre “las nuevas tendencias del arte
actual en la la fotografía” y como “una nueva visión del mundo”. Esta
exposición de Recoletos puede ser, más que un pasatiempo documental, una
interpelación a nuestras maneras de no ver y una inducción a mejorar nuestra
perspectiva en un mundo lleno de tensiones intensas y consecuencias insensatas.
El aparato fotográfico –escribiría HCB al final de su vida- sólo ha de ser un
instrumento de la intuición y la espontaneidad: “para significar el mundo, hay que sentirse implicado en lo que se
recorta a través del visor: una actitud que exige concentración, disciplina de
espíritu, sensibilidad y sentido del espacio”.
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