En Cultura y Política,
como en casi todo, triunfa mucho lo regresivo.
Marear mucho la perdiz no es una vanguardia estética. Puede ser,
incluso, inmovilidad nada ética.
Quisiera comentar dos noticias, sin aparente relación alguna entre sí, aparecidas
en alevosos días caniculares; ambas con asuntos vinculados al Museo del Prado.
Contaba El País algo sobre un
conjunto de piezas de las que, siendo propiedad de esta institución, no sabrían
dar cuenta sus gestores. Hasta el punto de que su director, Miguel Zugaza, se
sintió obligado a replicar al periodista (Ver: http://elpais.com/elpais/2014/07/24/opinion/1406216699_565512.html).
Este mismo día, El Confidencial
informaba de que José Luis Díez, director del nuevo Museo de las Colecciones
Reales desde enero de este año, reclamaba al del Prado un conjunto muy preciado
de pinturas para potenciar la lectura de las casi 153.000 piezas que albergará
en el discutido espacio inmediato a la Almudena. Funcionario desde 1988 en El
Prado -principalmente como conservador del siglo XIX-, el recién nombrado ya quiso destacar, en su
discurso de entrada en la Academia de la Historia, el papel de mecenazgo y
protección prestada a las artes por parte de Isabel II. Entre las piezas a traspasar
estarían muy significativas obras, de las más definitorias y principales del
Prado, como El descendimiento de la cruz,
de Rogier Van der Weyden, El jardín
de las delicias, de El Bosco, La mesa
de los siete pecados capitales, de este mismo pintor, y El lavatorio de los pies, de Tintoretto (Ver:
http://www.elconfidencial.com/cultura/2014-07-24/patrimonio-nacional-exige-al-museo-del-prado-que-le-devuelva-sus-obras-maestras_167118/).
En tiempos de una “senda de recuperación” tan venturosa como estamos viviendo,
mejor no creerse las serpientes de verano. Tan sorprendente conjunción
informativa no se refiere al Prado y sus colecciones -asunto nada indiferente,
desde luego- sino al director actual de
esta institución: Miguel Zugaza debe haber pisado demasiados callos y, por vía
interpuesta, nos preparan para su destitución.
La verdadera noticia de El País no
es lo que dice haber sucedido en la gestión patrimonial del Prado, sino por qué
lo cuenta -que no lo dice. Su público no tiene por qué conocer en detalle la historia,
más bien complicada de esta institución. Pero quien haya redactado ese texto,
en vez de dar pábulo al amarillismo, debiera haberse enterado de que ésa era
una cuestión latente de siempre en este Museo desde que una buena parte de su
colección, procedente del Museo de la Trinidad (1838), había venido a parar al
Prado. La incuria y dispersión de ese patrimonio -una historia nada ejemplar- está bien
documentada y es legible desde los catálogos que el Museo fue publicando
periódicamente desde sus orígenes. Cotejados entre sí, sobre todo desde Pedro
Madrazo, permiten ver, incluso, el orden en que van entrando algunas de aquellas
obras en el Museo. En segundo lugar, en Juan Antonio Gaya Nuño, que trabajó los
deficientes inventarios originales de La Trinidad : su preocupación por la pérdida de
patrimonio artístico en España -desde antes del Museo de La Trinidad- se
traduce, incluso, en uno de sus libros más divulgativos, Historia del Museo del Prado (1819-1976), (Everest, 1977). En
tercer lugar, está el Inventario General
de Pinturas del Museo del Prado, que, en 1991, coordinó Alfonso Pérez Sánchez. El Tomo II versaba
sobre las obras procedentes de El Museo
de la Trinidad (Espasa Calpe); cuenta
qué pasó desde 1870 en que se deshizo y permite contabilizar fehacientemente el
control que El Prado tenía del patrimonio procedente de él cuando José de
Echegaray era Ministro de Fomento, incluidas obras “sin identificar”. Para actualizar tal
información -nada actual, como puede constatarse-, el escandalizado autor de la
noticia de El País podía haber leído
alguna de las Memorias de actividades
que, como expresión de los objetivos y fines que le fijaba el art. 3 de la Ley
46/2003, de 25 de noviembre, ha de cumplir este Museo; alguna de las que han
hecho similarmente los Amigos de esta
Institución o, más ilustrativa, una sección del Boletín del Museo del Prado, titulada “El Prado disperso”. En todas
estas fuentes han ido apareciendo sistemáticamente las historias de muchos
cuadros detectados en dependencias más o menos oficiales y museos provinciales.
Que la parte más
sustantiva de la colección artística del Prado
procede de las colecciones reales también es de fácil comprobación. Desde el
primer catálogo del Museo, el de Luis Eusebi en 1719 -traducido al francés
cuando los soldados de la Santa Alianza vinieron a restaurar a Fernando VII su
poder absolutista, y pudieran entenderlo-, es factible saber, incluso, en qué
palacio habían estado anteriormente. No bastan, sin embargo, para entender cómo
lo que había sido “El Museo Real”, cuyos catálogos primeros se editaron en la
Imprenta Real, y se montó y sostuvo durante un tiempo con presupuestos ligados a
su intendencia palaciega, modificó su estatuto jurídico con motivo de la
Revolución de 1868 y los seis años siguientes. Lo sucedido en ese breve tiempo
es imprescindible para comprender cómo esa riqueza artística entró en la
dinámica de las nacionalizaciones –o diversas desamortizaciones-, y con un
planteamiento cívico nuevo, cercano a la Revolución de 1789 en Francia. Para
conocer mejor este asunto, es conveniente leer a uno de los que llevaron buena
parte de los intereses económicos de Isabel II en la transacción, Francisco
Cos-Gayón, en: Historia jurídica del patrimonio
real (Madrid, Imprenta de Enrique de la Riva, 1881). A la hora de las
consideraciones legales -y de las catalogaciones subsiguientes-, el Prado y sus
recursos han ido por vías independientes del seguido por el “Patrimonio
Nacional del Estado” y la funcionalidad que éste, según su legislación
originaria, debía tener. Revolver ahora en el tracto registral original de cada
una de estas obras –y zarandear pasados acuerdos suscritos entre Patrimonio y
Museo-, es un planteamiento leguleyo
nada beneficioso para ambas instituciones. Esa dinámica explicaría que las
actas de regularización de depósitos, de 1998, estuviera siendo denunciada de
malos modos, después de que, la tabla de El descendimiento al menos, hubiera
estado custodiada por el Museo desde 1936, cuando el riesgo que corrió el
Patrimonio artístico fue tremendo.
Si es verdad que los directivos de Patrimonio reclaman cuadros del Prado –como relataba Peio Riaño en El Confidencial-, debieran pensárselo
mejor. Una cosa es lo que se dijo que iba a custodiar y exponer el Museo de las
Colecciones Reales cuando se inició y otra el relato que ahora parecen querer
contarnos. La situación actual de estas pinturas en El Prado está muy
consolidada en la memoria colectiva española y extranjera, y le descapitalizaría
para fortalecer la identidad del advenedizo, diseñado –según parece- para
idealizar los gustos artísticos de los monarcas españoles, desde Isabel la
Católica hasta Juan Carlos I. Se volvería así, en realidad, a ideas que
presidieron el discurso museológico del Prado en el XIX, donde hubo una galería
de retratos reales y, además, un salón de Isabel II y otro de Alfonso XII,
justo en aquella Restauración. Ya puestos, que no se corten: restablecer
aquella propuesta exige más radicalidad. Para tener todos los hitos
significativos de la pomposidad cortesana en el museo de las colecciones
reales, debieran negar toda la historia del Prado desde 1819 hasta hoy; decretar
especialmente una damnatio memoriae al
Sexenio Revolucionario y todo el tiempo posterior; y tratar de revivir, en la
medida de lo posible, el que había sido llamado Museo de la Trinidad de que
podrían hacer titular a la Iglesia. De paso, también deberían devolver el
propio edificio de Villanueva al destino botánico y científico para el que
había sido diseñado antes de que Napoleón metiera en él su caballería.
Tendríamos, de este modo, no dos sino tres museos en vez de uno y el turismo
madrileño se enriquecería con pretextos adicionales. En serio: la retirada de
cuadros del Prado para fortalecer el valor de este otro museo, trasciende a la
multitud de objetos, armas, vajillas, carruajes, y demás parafernalia museable.
Para contar algo más, se va a desvestir un museo acreditado y reconocido para vestir
a otro de suerte imprecisa, lo que exige no una escaramuza entre directores,
sino un razonamiento transparente y tranquilo. A estas alturas de la Historia
de España, habría que recordar que el propio Palacio Real tuvo la consideración
de “Palacio nacional” y no parece que merezca la pena entrar en un debate estrictamente
ideologizado, con el papel de la monarquía por medio, que inmediatamente
entraría en danza. Igualmente, habría que reconsiderar –con similar lealtad a
las fuentes históricas- cuál haya sido el papel de los Borbones cuando una
buena parte de su patrimonio pictórico fue a parar al Prado no por donación
graciosa, sino porque le fue pagado y compensado a Dña. Isabel II, hasta
cambiar el propio nombre del Museo en “Museo Nacional”. ¿Se quiere reescribir ahora,
de tapadillo, su historia y su sentido y, en paralelo, reorientar los del
Patrimonio Nacional, nacido para diferenciarse del estricto “patrimonio real”?
Queda una explicación, como única interpretación coherente de esta conjunción de “noticias”.
La pista puede estar en la historia de los directores del Prado, nunca tranquila.
El relativamente reciente caso de Calvo Serraller, que apenas duró un año al
frente de este Museo, entre 1992 y 1993 -y no fue el único con mandato tan
breve-, es, sin ser único, muy significativo.
Zugaza es el noveno director desde los inicios de la Transición si
incluimos en el cómputo a Xavier de Salas (1971-1978). Miguel Zugaza, que ha
venido a culminar buena parte de la modernización iniciada con Luzón (1994-96)
y Checa Cremades (1996-2002), ha hecho un duro trabajo desde 2003. Once años en
esta institución es un récord en la historia del museo: a pesar de los intensos
cambios políticos habidos en este tiempo sólo ha sido superado, dentro del
siglo XX, por Álvarez de Sotomayor (1939-1960) –que ya lo había dirigido entre
1922 y 1931. Las dificultades del puesto son muy variadas y, actualmente, es
posible que se incrementen a cuenta de divergencias conceptuales entre los integrantes
del Real Patronato que vigila y orienta los presupuestos, directrices y
compromisos de la institución. No es fácil coordinar perspectivas tan distintas
como puedan tener empresarios y
políticos con plurales concepciones de los proyectos culturales. Casarlos,
además, con los variados criterios de especialistas en el Arte y su historia
–esa disciplina en baja universitaria y residual en las otras etapas del
sistema educativo- roza la perfección. Los contrapuestos modos de entender la
actividad artística y la museología –en concreto, el “logos”, no sólo el logo,
del Museo del Prado- y una historia tan cargada de sentidos dispares, bastan
para tirarse los trastos a la cabeza.
Únase a todo ello el nervioso afán demostrativo que, en vísperas
electorales, empieza a cundir en las altas esferas administrativas, y se tendrá
el cuadro muy probable de apetencias y luchas de diverso calibre por la
visibilidad de ese cargo. Ténganse en cuenta, en fin, las demandas turísticas:
entre los datos de relieve que este preeminente sector económico esgrime, pesa
mucho que el museo madrileño más visitado sea el del Real Madrid, cuando los
turistas con poder adquisitivo medio-alto debieran significarse, ante todo, por
entrar en El Prado.
Si cunde la idea de que van a por el actual director, será lamentable. Tiene en su
haber méritos tan relevantes como haber configurado una reordenación de la
colección permanente -mucho más legible de lo que nunca ha sido-, haberla
dotado de una visibilidad muy atractiva y, de añadido, que reconociéramos con
normalidad la señalética corporativa del Museo, tan sobria y moderna. Súmesele
que ha conseguido prácticamente autofinanciarse, tener un centro de restauración
e investigación muy prestigiado y, además, una comunicación social muy dinámica,
en proceso de actualización constante. Si, además, se formalizara el cambio de
destino de algunas obras significativas de la colección actual del Prado, el
lamento habría de ser más profundo, por la banalización profunda a que estaremos
jugando; de la misma factura que aquel desmedido afán por multiplicar museos de
arte contemporáneo sin pensar en la obra de calidad disponible y asequible que
albergarían, ni, con frecuencia pasmosa, si contendrían algo. Estas políticas
demostrativas de provincianismo chillón son mortales para la coherencia y
dignidad de un país serio: tampoco en arte es fácil consolidar una marca.
De una u otra manera, pues, sigue siendo actual una conferencia que, en 1979,
pronunció Xavier de Salas: ¿Qué es el
Prado? En la carátula del folleto, el icónico “Caballero de la mano en el
pecho” sostenía una gran interrogación en la mano. Eran casi los inicios de la
reciente democracia, y bien vale ahora mismo para seguirse interrogando sobre
el sentido actual de esta gran pinacoteca -“nacional”, en el sentido cívico
primero que tuvo esta palabra- de todos
los españoles. En la “firme e intensa” recuperación que algunos otean… ¡ojo y más
???!
Manuel Menor Currás
Madrid, 03/08/2014
Muchas gracias por el artículo. Tras leer la noticia el El Confidencial (creo que es el único periódico que se ha hecho eco de la noticia), empiezo a temer que se lleve a cabo un expolio selectivo en palacios, conventos y también el El Prado, de piezas que no están cogiendo polvo en sus almacenes, sino expuestas enriqueciendo los monumentos en el que se encuentran.
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