Mientras
nos cuentan que el “estado de la nación” es bueno -porque las constantes son
“de recuperación” y ya salimos de la UCI-, la vida cotidiana impone aburrida
frustración.
En
la gran representación que
suele ejercitar el Gobierno en el Congreso de los Diputados cuando del
“estado de la nación” se trata, difícilmente
la vida de los ciudadanos suele colársele por sus palabras. Buena parte suele
irse en atajarle el paso y, la otra, en que brille la apariencia de lo que sus seguidores
anhelan oír. Siempre deja espacios de los que nada nos dice y –lo que es peor-
sus significados verbales poco tienen que ver con los nuestros. Sólo ambiciona que
le veamos como malabarista del lenguaje, capaz de hacernos ver lo que ambiciona
que veamos y que, sistemáticamente, no demos crédito a nada más. No merece mucho, pues, la pena saber quién
gana en estos debates, porque encuestas al respecto hay tantas como
peticionarios, aparte de que sus espectadores ya sólo fluctúan entre el 1,2% y
el 1,6% de cuota de pantalla. Pero el
espectador-ciudadano, con ansia de enterarse, tiene que estar a la que salta y
tratar de elucubrar sobre qué quieran contarle. Hasta Évole se ha aficionado a
insinuarnos lo que pasó, con ficciones de lo que vaya usted a saber si pasó o
no pasó, sin atreverse a interrogar a los testigos de nuestras sospechas. La
ficción hace caja y lo desborda todo con gran éxito: ya es difícil que la
prensa actual alerte de las insidias que nos desvían de lo que esté pasando. No
obstante, indispensable parece tratar de averiguar qué espacios de nuestras
vidas estén quedando más a la intemperie entre tan equívoca palabrería.
De
fondo, está la sospecha de
que el discurso del Presidente acerca de la evolución de nuestra economía
estuvo muy amañado para sugerir que habríamos pasado ya el Cabo de Hornos de la
crisis y avizoramos tiempos bonancibles. Lo que confirmaría que las
limitaciones, recortes y desdichas sufridos por la mayoría de la gente no parecen
importarle mucho a este timonel. Las alusiones
fueron tan vagas que nadie se enteró y, cuando la oposición quiso centrar la
atención sobre tales escollos, poco menos que les culpó de estropear tan bonito relato.
Aburrimiento
general, sin embargo, es lo
que produce esta narrativa de la situación. Difícil sentirse aludido por
estadísticas bonancibles, cuando estás en paro, tienes problemas para llegar a
fin de mes o entras en el capítulo de los deshauciados de cualquiera de los
presuntos derechos que como ciudadano dicen que tienes: en educación, sanidad,
tercera edad, vivienda…, o servicios básicos del día a día. Aburrimiento
buscado a propósito: no hay como que nadie se preocupe y pase, para que unos
pocos privilegiados se sientan más a gusto imponiendo su selecto modo de hacer
y decir, con la rentabilidad como criterio, el negocio como estímulo y la
privatización como sistema. Por algo decía el Perich que “los malos diputados son
elegidos por los buenos ciudadanos que no votan”…
Aburrimientos
y hartazgos individualizados generan
decisiones que no tienen que ver explícitamente con la evolución de la deuda, huelen más a tacticismo que a eficiencia –como
hemos podido ver ahora mismo con la reprivatización parcial de Bankia-, o directamente
transpiran rancio pasado patriarcal de “otra nación”. No se entiende, en este
sentido, que si una ley ha funcionado decentemente –da igual que se trate del
aborto, la seguridad, la educación o lo que fuere- durante veinticinco o treinta
años, deba retrotraerse a como hayan sido las normas antaño. Las correcciones
normativas se justifican por los cambios que van imponiendo las nuevas necesidades
y modos de vida, no por nostálgica restitución de presuntas certezas
“naturales” de un remoto pasado. Pero el corpus
legislativo que el actual Gobierno está modificando en tal dirección es abundante:
generando en paralelo espacios de impunidad crecientes para unos pocos
privilegiados mientras disminuye la protección de los más débiles frente al
abuso. Lo ultimísimo en este afán lo marca la premiosa Ley Orgánica del Poder
Judicial, que vuelve a estrechar el alcance de la jurisdicción universal, con
el perjuicio consiguiente para el cumplimiento riguroso de los derechos
humanos: la cantidad de casos que los jueces de la Audiencia Nacional han de
dejar de tratar, sumado a los que tan sólo venían alcanzado una leve mención
de desacuerdo por la vía del voto
particular, señala la dirección del giro que se pretende para nuestro sistema
judicial, ya de por sí premioso para la inmensa mayoría.
Espacio
de impunidad muy particular es el que introduce la LOMCE para la obligatoriedad de una enseñanza de
calidad para todos los ciudadanos. La dejación que imprime a esta supuesta
obligación de las autoridades educativas es alarmante, si se miran
detenidamente la selectivas formas de segregación que impone con su peculiar
afán de “mejora” de la enseñanza de unos pocos. Ni un hueco ha tenido este
asunto en el mentado debate, pero los sindicatos más representativos del
profesorado, algunas asociaciones de madres y padres de alumnos y la oposición
parlamentaria -más algunas “mareas” que, durante estos dos años, han acompasado
la elaboración de esta norma orgánica-, tanto aburrimiento tienen con este proceso legislativo que el
Tribunal Constitucional ya ha empezado a recibir quejas de unos y otros. Es
decir, la sensación de desvalimiento, desgracia, disconformidad, molestia,
fastidio, inoportunidad, inadaptación, falta de incentivo, inaguantabilidad e
infelicidad gratuita que esta LOMCE produce en una parte muy relevante de la
sociedad es tal que los recursos de inconstitucionalidad que se avecinan forman
parte del agreste paisaje que está generado su pretextado mejoramiento
educativo. Evidentemente, al margen del relato
de maravillas que está haciendo el Gobierno con los grandes números.
No
es pesimismo ni demagogia:
tan sólo que el futuro educativo de nuestras escuelas no lo quieren como está
en este presente, fiado a la credulidad meliorativa que la atrabiliaria LOMCE
plantea, con alumnos despreocupados del interés general de la ciudadanía y competidores
en la pelea darwinista de lo particular. El preámbulo de esta Ley y la serie de
decisiones consiguiente –bajo la égida de la de emprendedores-, no dejan dudas
al respecto. Puede, por otro lado, que –como diagnosticaba Alberto Moncada en El aburrimiento en la escuela (1985)- la
escuela tienda de por sí a imponer cierta ascesis constitutiva, propicia al
aburrimiento. En cuyo supuesto -para una época de escasez como la actual-, la
LOMCE es vista como “reduplicativo” ejemplo de cómo conjugar la desidia y el
autoritarismo para incrementar el tedio de los chavales sin “mejorar” su
proceso de socialización y aprendizaje. Privilegiará las instancias
burocráticas y economicistas en que estamos cogidos, y excluirá más fácilmente
a cuantos no soporten tanta limitación de miras.
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Madrid, 01/03/2014
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