La concordancia de la
LOMCE con muchos acontecimientos vividos entre el 22 y 26 de marzo, induce a
pensar que la Transición no ha existido.
La muerte de Suárez, el
día 23, nos trajo a la memoria lo mejor de
aquellos largos, tediosos e inciertos días. Aunque los verbos satisfactorios y los sustantivos mitificadores nos han hecho
dudar de si han existido: sus detractores de antaño, enemigos declarados y
conspiradores de cámara, se aunaron en la aparatosa honra póstuma de la
adulación falsa. El Roto, tan certero otras veces, se mostraba dubitativo en su
ilustrada crónica del día 26: “Yo no sé si lo nuestro con los muertos es
admiración o necrofilia”.
Las Marchas de la
Dignidad del día 22 –silenciadas mediáticamente
con la muerte del Duque- nos habían hecho elucubrar sobre cuánto hayamos
avanzado o retrocedido desde que el de Cebreros iniciara su mandato
presidencial. Si los cambios históricos, como el movimiento, pueden medirse por
la relación entre un término de partida -1976, en este caso-, y uno de llegada
-2014-, no puede decirse que en asuntos como los que motivaban las marchas y manifestaciones
de ese sábado, hayan cambiado mucho nuestras condiciones de vida. Hay, incluso,
aspectos relacionales, constitucionalmente significativos, en que ni con las imparables
modas y transformaciones habidas, puede decirse que no nos hayamos movido hacia
atrás. Aquel consenso de entonces tan acríticamente alabado estos días, no se ve
ahora por ningún lado y, como sucede con el tiempo atmosférico, también con lo
evenemencial ocurre que, más que los grados centígrados, lo que cuenta es la
sensación de tiempo. En este caso, pues, lo relevante es el sentimiento de
desconfianza creciente que la gente tiene acerca de las instituciones y
personalidades políticas. El CIS es testigo de que, por mucho que nos digan que
los grandes números empiezan a ir bien, se ha asentado la sensación de que nada
funciona o funciona mal, y que esa es la causa primordial de lo que les está
pasando. De modo que lo que la gente vive poco tiene que ver con lo que le
están contando: igual que antes de la tan mentada Transición.
La violencia gratuita –especialmente la acaecida cuando casi había terminado la manifestación
madrileña de ese día 22- está sirviendo de apasionada cortina de humo, apta
para que todo bien pensante crea que no pasa nada; que los problemas que indignan
a la mayoría de la gente -la que sólo vive de su pauperizable trabajo-, o no
existen o son un invento “interesado” de grupos “ideologizados”. El final
atropellado y triste del pasado sábado en Recoletos-Colón –al margen de quien
haya sido su “autor intelectual”- sólo tiene unos beneficiarios claros: los que
viven mejor en la oscuridad trapacera del chanchullo, con un “orden” sin
libertad de expresión transparente. Y una derivación colateral importante: los jóvenes
actuales ya no necesitan que les contemos cómo era esto antes del 76: cómo fue,
por ejemplo, el Proceso 1001, todavía en diciembre del 73. En las calles y en
la Universidad, sobre todo, pueden ver por sí mismos qué pasa entre el poder y
la gente cuando ésta pretende decir que no le gusta lo que ve o tiene que
soportar por la violencia estructural de una economía incontrolada. Tan poco hemos
cambiado en el protocolo público de estos asuntos que, de hacer caso al
presagio de Forges –también el día 26-, “a este paso la única oferta de empleo
para jóvenes va a ser la de agentes de antidisturbios”.
La prensa de ese mismo
día recogía, sin embargo, unas declaraciones de
Gomendio reclamando, frente a las carencias de nuestros alumnos, competencias
absolutas sobre nuestro pasado: “Historia de España dejará de ser conflictiva
porque la definirá el Estado”. Como si no hubiera cambiado nada desde que estos
saberes entraron en los planes de
estudio decimonónicos -al ritmo pautado por la Real Academia de Historia (RAH)-,
reclamó para el Ministerio su competencia para fijar “al cien por cien” qué historia
estudiar, e ir así hacia “un contenido homogéneo para todos los estudiantes”. Según
la secretaria de Estado –nada original en este afán recentralizador, al repetir
consignas que Aguirre hizo circular en sus años ministeriales- esta asignatura
se había vuelto “muy localista” (Ver: http://www.publico.es/actualidad/510350/gomendio-historia-de-espana-dejara-de-ser-conflictiva-porque-la-definira-el-estado).
De estar muy avanzados en 2014, no se entendería la desconfianza que reiteran
estos planes respecto a los profesores: no sea que se desmarquen demasiado del
viejo tradicionalismo decimonónico y se empeñen en explicaciones documentables de
los hechos o en desmitificar los más “memorables”.
Por este camino, los libros de texto que tuvimos que memorizar en los años
cincuenta y sesenta -incluidos los obligatorios
“Libro de España”, “Historia Sagrada” e “Historia del Imperio español”-
volverán a revivir en nuestras escuelas, como si estuvieran “exentos de
ideología” y ayudaran a entender mejor qué está pasando.
También la música nos ha
devuelto al pasado estos días. Lo que más sonó en
las Marchas del día 22 fueron canciones previas a la Transición. Quienes
esperaban en la Plaza de Colón la cabecera de los manifestantes, entre las
siete y las ocho y media de la tarde pudieron escuchar cómo la Solfónica
interpretaba piezas de aquel repertorio. Y revivieron así experiencias de las
manifestaciones, huelgas y movidas de tan difíciles años; como cuando Cruz
Martínez Esteruelas cerró la Universidad de Valladolid -para ejemplo de estudiantes
protestones y satisfacción de un rector humillado por una “huevada”, José Ramón
del Sol-, en el curso 1974-75. La capacidad asociativa de la música tiene la
virtualidad de conectar presente y pasado. Esa tarde desabrida del pasado 22,
sonó varias veces el Canto a la libertad que
había escrito José Antonio Labordeta en 1975, cuando tan sólo era poeta y
profesor de Historia en un instituto de enseñanzas medias (los IES actuales):
“Habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos…”. Pocos signos hay
tan sensibles a lo que cambia, continúa o regresa como el paisaje sonoro que acompaña
nuestras vidas: oyendo tan reiteradamente al cantautor aragonés –cuando las
generaciones jóvenes no pueden ilusionarse con proyectos de futuro-, no pude
sino recordar a Celso Emilio Ferreiro, cuando escribía: “E pois que cada tempo
ten o seu tempo, iste é o tempo de chorar” (Longa
noite de pedra, 1962).
Manuel Menor Currás
Madrid,
29/04/2014
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