¿Qué es ser negro? ¿Cuál es la construcción social que se hace de las personas negras en Occidente?" Hora es de que la escuela abra plano en su mirada al mundo y se ocupe también de lo que hasta ahora ha sido casi un tema tabú.
“¿Por qué soy negro?” “¿Qué es ser negro?” “¿Cuál es la construcción social que se hace de las personas negras en Occidente?”. Estas tres preguntas vertebran el libro Y tú, ¿por qué eres negro? del fotógrafo Rubén H. Bermúdez, madrileño de Móstoles. Este artículo quisiera ser la crónica de un encuentro -el de Rubén con nuestro alumnado de 4º ESO y 1º bachillerato-, y un alegato en favor de la presencia en nuestros currículos de cuanto tiene que ver con la negritud.
Sabía de Rubén desde hace años. Sabía que era un joven fotógrafo español, hijo y nieto de españoles… y negro. Sabía que Rubén había iniciado un proceso de introspección acerca de lo que significa ser negro en la España de hoy y que su relato, articulado a partir de las imágenes que construían su biografía, antes o después fraguaría en un libro. Sabía también que era muy buena gente.
Maestras y maestros tejemos nuestro quehacer con los hilos de nuestra propia experiencia. Y esta experiencia se ancla no solo en nuestra formación académica, sino en el azar -o la voluntad- de nuestros encuentros, conversaciones, lecturas y vivencias. Lo que somos -melómanos o cinéfilos, feministas o ecologistas, activistas o viajeros- no es algo que aparquemos a la puerta del instituto. El cine que vemos, la música que escuchamos o la prensa que leemos… lo llevamos puesto al aula. Por eso, cuando el verano pasado cayó en mis manos el libro de Ta-Nehisi Coates Entre el mundo y yo, supe que quería llevarlo a mis clases. En él, el afamado periodista y editor de The Atlantic escribe una larga y conmovedora carta a su hijo de 15 años acerca de lo que significa ser negro en EEUU: saberte un cuerpo permanentemente amenazado.
Pensé en seleccionar algunos fragmentos y vincularlos a una de las novelas que me había deslumbrado meses atrás: Volver a casa, de la escritora estadounidense de origen ghanés Yaa Gyasi. Con un talento narrativo desbordante, Gyasi va desgranando los avatares de las sucesivas generaciones que proceden de dos hermanas nacidas (y separadas) en Ghana en el siglo XVIII. Una de ellas se ve obligada a casarse con un gobernador inglés y recluirse en su fortaleza; la otra es capturada como esclava y enviada a los EEUU. Seguir el rastro de sus sucesivos descendientes es aproximarnos a dos de los episodios más ominosos de la historia de la Humanidad, inexorablemente ligados entre sí: la colonización y la esclavitud. Dos realidades que quedan muy lejos en el imaginario colectivo -en la ficción literaria y cinematográfica- del lugar que deberían ocupar. Dos realidades por las que el sistema educativo pasa casi de puntillas.
En mi cabeza iba dibujando una suerte de constelación literaria en torno a la negritud. La reflexión de la escritora afroamericana y Premio Nobel de Literatura, Toni Morrison, en el epílogo de su primera novela, Ojos azules, me movía a dar cabida a otras voces narrativas tradicionalmente fuera del canon escolar. Morrison pone en palabras su dificultad para incorporar al territorio de la novela un lenguaje hasta entonces confinado en el ámbito de lo privado e íntimo: el lenguaje de los negros, el lenguaje de las mujeres. Cómo no recuperar las voces de Chinua Achebe –Todo se desmorona– o Wa Thiong’o –Sueños en tiempos de guerra-. Cómo no abrir esta constelación a títulos cinematográficos que nos cuentan también las cosas -al fin- desde otras perspectivas.
Publicado el libro de Rubén, contaba ya con la obra que podía hacer de bisagra entre el horizonte lector de mis estudiantes -su experiencia biográfica, su desenvoltura en un mundo de imágenes- y el horizonte de las obras evocadas. Esbozaba en mi cabeza un proyecto transdisciplinar y así lo fui hablando con algunos colegas. ¿Por qué no indagar en la presencia de esclavos negros, por ejemplo, en tanto en Andalucía como en Extremadura durante los siglos XVI y XVII? ¿Por qué no zambullirnos en la música negra -del jazz al hiphop- o en las teorías pseudocientíficas acerca de la superioridad de unas razas frente otras? Pero las cosas son como son y el curso fluye y zigzaguea desde la atención a mil y un requerimientos y urgencias. Solo el alumnado de Literatura Universal de 1º de bachillerato -gracias, Ana- logró hacer hueco en sus clases a las voces de la negritud, secularmente expulsadas de los currículos escolares. Y aunque el desarrollo del proyecto se ha visto pospuesto para otro momento, sentía que no podía privar a mi alumnado de este año de un encuentro con Rubén H. Bermúdez. Al fin y al cabo un encuentro se fragua rápido y sus efectos, en cambio, reverberan durante años.
Si educar es proporcionar experiencias de aprendizaje, y muy especialmente aquellas a las que gran parte del alumnado no tiene acceso desde su entorno familiar, esta se me antojaba indispensable. Y más indispensable aún por cuanto tampoco los entornos escolares dan cabida a preguntas como las que constituyen el marco del libro de Rubén.
Fue fácil contactar con él y fácil concretar un encuentro. Era un viernes a última hora de una de las últimas clases del curso y, sin embargo, esa aleación de esponaneidad, frescura, reflexión y experiencia que nutre el discurso de Rubén resultó un imán para nuestro alumnado. Y es que hablar de identidad, de miradas, de relato, es hablar de cada uno de nosotros.
Empezó Rubén hablando de lo que significa contar una historia, contar tu historia: de las preguntas previas -quién soy, desde dónde escribo, a quién me dirijo-, y de por qué él decidió construir su relato a través de las imágenes que acompañaron su infancia: fotos familiares y escolares -un negro entre blancos- o fotos ajenas, en su mayor parte correspondientes a aquella televisión de los 80 y sus particulares representaciones de “los negros” -el “negrito” del Colacao- o su absoluta invisibilización –Érase una vez el hombre (blanco)-. Ruud Gullit, Michael Jackson o el Príncipe de Bel-Air empezaban a constituir excepciones, pero también ellas acababan por aprisionar en férreros estereotipos: “Tienes que bailar bien. Lo lleváis en la sangre”. Por no hablar de Baltasar, ese rey mago embadurnado en lo que supone una burla y un desprecio ultrajante a la población negra de nuestros pueblos y ciudades. La caricatura del negro. Su cosificación.
Fue desgranando Rubén H. Bermúdez ante nosotros algunas de las páginas de su libro. “La primera vez que alguien me llamó negro estaba en un mercado con mi abuela. Fue otro niño pequeño. Utilizó la palabra ‘negrito’. Nadie dijo nada. Yo tampoco”. Nos habló de los silencios insondables que acompañan lo que no se nombra, y de cómo un niño negro va construyendo su identidad en una sociedad blanca. “Mi padre me había dicho que no podía ir con los Celtics, que ‘son racistas’. Fue la única vez que hablamos de raza en mi casa”. Nos contó lo que para él supuso la muerte de Lucrecia -la negra Lucrecia-: “Yo tenía 11 años. El impacto fue tremendo. Ese día entendí que era negro. No había distancia, tuve miedo. Tienes que estar alerta. Pueden asaltar tu cuerpo”. Y de la permanente presunción de culpabilidad de que un negro es objeto. “Documentación”. “Abre el maletero”. “No tienes pinta de apellidarte Bermúdez”.
Chicos y chicas lo escuchaban sin perder prenda. Observando sus rostros, escuchando el silencio, constatando cómo el coloquio posterior hubiera podido prolongarse largo y tendido si un brusco timbrazo no hubiera puesto fin a la sesión, tuve la certeza de que aquella había sido la clase más inolvidable de todo el curso. Y que, de la misma manera que en los últimos años nos hemos ido calando una gafas moradas para mirar la realidad en clave de género y ver al fin lo que antes normalizábamos, Rubén nos estaba ayudando a calarnos unas gafas de las que nos costaría desprendernos en lo sucesivo.
Sabía de Rubén desde hace años. Sabía que era un joven fotógrafo español, hijo y nieto de españoles… y negro. Sabía que Rubén había iniciado un proceso de introspección acerca de lo que significa ser negro en la España de hoy y que su relato, articulado a partir de las imágenes que construían su biografía, antes o después fraguaría en un libro. Sabía también que era muy buena gente.
Maestras y maestros tejemos nuestro quehacer con los hilos de nuestra propia experiencia. Y esta experiencia se ancla no solo en nuestra formación académica, sino en el azar -o la voluntad- de nuestros encuentros, conversaciones, lecturas y vivencias. Lo que somos -melómanos o cinéfilos, feministas o ecologistas, activistas o viajeros- no es algo que aparquemos a la puerta del instituto. El cine que vemos, la música que escuchamos o la prensa que leemos… lo llevamos puesto al aula. Por eso, cuando el verano pasado cayó en mis manos el libro de Ta-Nehisi Coates Entre el mundo y yo, supe que quería llevarlo a mis clases. En él, el afamado periodista y editor de The Atlantic escribe una larga y conmovedora carta a su hijo de 15 años acerca de lo que significa ser negro en EEUU: saberte un cuerpo permanentemente amenazado.
Pensé en seleccionar algunos fragmentos y vincularlos a una de las novelas que me había deslumbrado meses atrás: Volver a casa, de la escritora estadounidense de origen ghanés Yaa Gyasi. Con un talento narrativo desbordante, Gyasi va desgranando los avatares de las sucesivas generaciones que proceden de dos hermanas nacidas (y separadas) en Ghana en el siglo XVIII. Una de ellas se ve obligada a casarse con un gobernador inglés y recluirse en su fortaleza; la otra es capturada como esclava y enviada a los EEUU. Seguir el rastro de sus sucesivos descendientes es aproximarnos a dos de los episodios más ominosos de la historia de la Humanidad, inexorablemente ligados entre sí: la colonización y la esclavitud. Dos realidades que quedan muy lejos en el imaginario colectivo -en la ficción literaria y cinematográfica- del lugar que deberían ocupar. Dos realidades por las que el sistema educativo pasa casi de puntillas.
En mi cabeza iba dibujando una suerte de constelación literaria en torno a la negritud. La reflexión de la escritora afroamericana y Premio Nobel de Literatura, Toni Morrison, en el epílogo de su primera novela, Ojos azules, me movía a dar cabida a otras voces narrativas tradicionalmente fuera del canon escolar. Morrison pone en palabras su dificultad para incorporar al territorio de la novela un lenguaje hasta entonces confinado en el ámbito de lo privado e íntimo: el lenguaje de los negros, el lenguaje de las mujeres. Cómo no recuperar las voces de Chinua Achebe –Todo se desmorona– o Wa Thiong’o –Sueños en tiempos de guerra-. Cómo no abrir esta constelación a títulos cinematográficos que nos cuentan también las cosas -al fin- desde otras perspectivas.
Publicado el libro de Rubén, contaba ya con la obra que podía hacer de bisagra entre el horizonte lector de mis estudiantes -su experiencia biográfica, su desenvoltura en un mundo de imágenes- y el horizonte de las obras evocadas. Esbozaba en mi cabeza un proyecto transdisciplinar y así lo fui hablando con algunos colegas. ¿Por qué no indagar en la presencia de esclavos negros, por ejemplo, en tanto en Andalucía como en Extremadura durante los siglos XVI y XVII? ¿Por qué no zambullirnos en la música negra -del jazz al hiphop- o en las teorías pseudocientíficas acerca de la superioridad de unas razas frente otras? Pero las cosas son como son y el curso fluye y zigzaguea desde la atención a mil y un requerimientos y urgencias. Solo el alumnado de Literatura Universal de 1º de bachillerato -gracias, Ana- logró hacer hueco en sus clases a las voces de la negritud, secularmente expulsadas de los currículos escolares. Y aunque el desarrollo del proyecto se ha visto pospuesto para otro momento, sentía que no podía privar a mi alumnado de este año de un encuentro con Rubén H. Bermúdez. Al fin y al cabo un encuentro se fragua rápido y sus efectos, en cambio, reverberan durante años.
Si educar es proporcionar experiencias de aprendizaje, y muy especialmente aquellas a las que gran parte del alumnado no tiene acceso desde su entorno familiar, esta se me antojaba indispensable. Y más indispensable aún por cuanto tampoco los entornos escolares dan cabida a preguntas como las que constituyen el marco del libro de Rubén.
Fue fácil contactar con él y fácil concretar un encuentro. Era un viernes a última hora de una de las últimas clases del curso y, sin embargo, esa aleación de esponaneidad, frescura, reflexión y experiencia que nutre el discurso de Rubén resultó un imán para nuestro alumnado. Y es que hablar de identidad, de miradas, de relato, es hablar de cada uno de nosotros.
Empezó Rubén hablando de lo que significa contar una historia, contar tu historia: de las preguntas previas -quién soy, desde dónde escribo, a quién me dirijo-, y de por qué él decidió construir su relato a través de las imágenes que acompañaron su infancia: fotos familiares y escolares -un negro entre blancos- o fotos ajenas, en su mayor parte correspondientes a aquella televisión de los 80 y sus particulares representaciones de “los negros” -el “negrito” del Colacao- o su absoluta invisibilización –Érase una vez el hombre (blanco)-. Ruud Gullit, Michael Jackson o el Príncipe de Bel-Air empezaban a constituir excepciones, pero también ellas acababan por aprisionar en férreros estereotipos: “Tienes que bailar bien. Lo lleváis en la sangre”. Por no hablar de Baltasar, ese rey mago embadurnado en lo que supone una burla y un desprecio ultrajante a la población negra de nuestros pueblos y ciudades. La caricatura del negro. Su cosificación.
Fue desgranando Rubén H. Bermúdez ante nosotros algunas de las páginas de su libro. “La primera vez que alguien me llamó negro estaba en un mercado con mi abuela. Fue otro niño pequeño. Utilizó la palabra ‘negrito’. Nadie dijo nada. Yo tampoco”. Nos habló de los silencios insondables que acompañan lo que no se nombra, y de cómo un niño negro va construyendo su identidad en una sociedad blanca. “Mi padre me había dicho que no podía ir con los Celtics, que ‘son racistas’. Fue la única vez que hablamos de raza en mi casa”. Nos contó lo que para él supuso la muerte de Lucrecia -la negra Lucrecia-: “Yo tenía 11 años. El impacto fue tremendo. Ese día entendí que era negro. No había distancia, tuve miedo. Tienes que estar alerta. Pueden asaltar tu cuerpo”. Y de la permanente presunción de culpabilidad de que un negro es objeto. “Documentación”. “Abre el maletero”. “No tienes pinta de apellidarte Bermúdez”.
Chicos y chicas lo escuchaban sin perder prenda. Observando sus rostros, escuchando el silencio, constatando cómo el coloquio posterior hubiera podido prolongarse largo y tendido si un brusco timbrazo no hubiera puesto fin a la sesión, tuve la certeza de que aquella había sido la clase más inolvidable de todo el curso. Y que, de la misma manera que en los últimos años nos hemos ido calando una gafas moradas para mirar la realidad en clave de género y ver al fin lo que antes normalizábamos, Rubén nos estaba ayudando a calarnos unas gafas de las que nos costaría desprendernos en lo sucesivo.
Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria
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