La escuela pública fraterna que queremos será posible si cada uno de nosotros y el movimiento social de transformación de la educación nos tomamos en serio la realización efectiva de la fraternidad en todas su dimensiones.
“No es que cada uno sea único y magnífico, sino que, en soledad y sin espíritu fraterno, cada uno de nosotros es bastante poca cosa, y fraternidad, mutualidad, solidaridad resultan imprescindibles para la supervivencia de la especie humana…”
(Marta Sanz en La era de la posverdad)
Muchos defendemos, desde hace tiempo, que una de las revoluciones pendientes más urgentes y necesarias en nuestra sociedad es la revolución de la fraternidad y la generosidad. Entendida como nos dice el diccionario de la lengua: “Amistad o afecto entre hermanos o entre los que se tratan como tales”. La que, desde distintas perspectivas, el cristianismo y la Revolución Francesa intuyeron necesarias para la vida digna de todos los seres humanos. La libertad y la igualdad siempre han sido reivindicadas y llevadas a la práctica política y social de forma, con frecuencia, polarizada e irreconciliable entre ellas. Esa polarización enfrentada se sigue manteniendo en la vida sociopolítica de la sociedad actual. Este tema es de vital importancia en un mundo de guerra y competitividad descarnadas. La revolución de la fraternidad humana debería ser el distintivo de la nueva sociedad que hay que construir hoy como salida a la crisis sistémica que vivimos. Como nos dice Ángel Puyol (2017), es necesario llevar el derecho a la fraternidad a las leyes, porque cuando las leyes de una sociedad democrática recogen e incorporan este derecho se avanza hacia la apuesta real de la humanidad por garantizar los derechos humanos de todos y, sobre todo, de los más débiles. Este derecho exige que los seres humanos se traten entre sí como iguales, como hermanos y hermanas, como seres libres. La fraternidad es la argamasa que da cuerpo y hace posible la libertad y la igualdad juntas, sin polarizaciones. Pero vivir esta metamorfosis requiere que ella vaya impregnando la vida cotidiana, y no hay duda de su dificultad, en una sociedad que nos lleva justo a lo contrario.
Hace mucho tiempo que reflexiono sobre el papel de la fraternidad en la sociedad, con y entre los pueblos, con la vida y la madre tierra, en el sistema educativo… Pero cada día, cuando veo las noticias y cómo evoluciona nuestro mundo y la educación, me doy cuenta de la distancia entre lo que se vive en la vida cotidiana y lo lejano que queda la práctica de la igualdad-equidad, la justicia social, la libertad y la fraternidad. Entonces me invade la tentación del desánimo y de dejarlo para otro día que, posiblemente, nunca acabaría de llegar. Sin embargo, esa perspectiva utópica del querer vivir y convivir de otra manera, radicalmente diferente a la que nos imponen, me lleva a comunicar la necesidad de caminar hacia otra forma de pensar y de ser. Sabemos que no se dará de la noche a la mañana, pero reconocemos que es la dirección en la que hemos de caminar. Así, se hace necesaria una profunda metamorfosis de la convivencia humana para hacer realidad una sociedad fraterna, basada en el “derecho a la fraternidad”. Reivindicar este derecho es poner en el primer plano las carencias en el cumplimiento de los derechos humanos y de la justicia social en nuestras sociedades.
Porque los seres humanos somos “nudos en una red de relaciones” (R. Panikkar, 2008) aspiramos a que en estas se haga dominante la cooperación, la generosidad, el don, la amistad y la fraternidad. La dimensión ética de esta, junto a su dimensión política son las que nos van a llevar a hacer posible que el derecho a la fraternidad se vaya plasmando en las leyes de nuestro ordenamiento jurídico. Este está hoy al servicio de la clase dominante que no quiere renunciar a sus privilegios. Por eso se hace necesario cumplir las expectativas que genera una sociedad progresiva y profundamente democrática con un régimen político construido por todos y al servicio de toda la ciudadanía. Así se podrán eliminar las desigualdades y defender a los más débiles. La fraternidad humana como derecho es la realización de su dimensión política que exige justicia social, equidad y efectivo respeto a la dignidad humana.
Me parece más que razonable que las políticas educativas estén orientadas también por el derecho a la fraternidad, plasmándose como derecho irrenunciable en las leyes y en las estructuras educativas. Es intrínseco y constitutivo del derecho a la educación y de los derechos de la infancia.
Hacer realidad una sociedad fraterna implica la construcción del espacio educativo de la escuela como espacio de vida en fraternidad. La escuela puede ser hoy, desde una visión radicalmente diferente a la dominante, uno de los ámbitos centrales de recuperación y experimentación de la fraternidad humana como ethos, como actitud y como estilo de vida. Entonces la fraternidad se convierte en el componente esencial del cuidado, del tacto y de la experimentación de la ternura y la compasión (pasión por la vida compartida) en la escuela pública del cuidado mutuo. Es el motor de la pasión por el conocimiento descolonizado y puesto al servicio de la comunidad, de lo colectivo y de lo público. Por eso trabajar la fraternidad y el cuidado en su perspectiva global es una exigencia ineludible del cumplimiento político del derecho a la educación y los derechos de la infancia. Es aprender a vivir y convivir en la comprensión del ser del otro en un “nosotros” fraterno. Sabemos que intentarlo es ir contracorriente y vivir la fraternidad hoy solo se puede hacer en las afueras (Esquirol, 2018) y en los márgenes de lo establecido, exigido, planificado, inspeccionado, burocratizado por el poder en los centros educativos públicos. El ideal de la fraternidad es el dinamizador de la rebeldía necesaria para desescolarizar-descolonizar la escuela, para despatriarcalizarla y hacerla profundamente inclusiva.
Así es más que oportuna la metáfora de la escuela como comunidad abarcadora de toda la humanidad y sus diversidades, donde las relaciones fraternas, no exentas de conflictos, se mantienen y construyen cada día, siempre en la perspectiva del buen vivir colectivo, de la atención plena a los más pequeños y más débiles, más allá de los egos y los intereses individuales y privados de tribus y familias interesadas. Eso lo puede hacer la escuela de titularidad pública que, por ser pública, ha adquirido el compromiso de hacer efectivo el derecho de todas a la fraternidad humana y a ser lo más felices posible en ella.
En esa dirección van las propuestas y realidades que hoy se construyen en la vida cotidiana de los centros educativos cuando elaboran planes de inclusión, de convivencia, de compensación educativa y de éxito de todos, de atención a la diversidad y de transformación emancipadora de todo el contenido escolar. Cuando ponen el cuidado del cumplimiento de los derechos de la infancia en el corazón del derecho a la educación.
La escuela pública fraterna que queremos será posible si cada uno de nosotros y el movimiento social de transformación de la educación nos tomamos en serio la realización efectiva de la fraternidad en todas su dimensiones y prioritariamente en su dimensión la política como derecho.
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