Las cuestiones de
territorialidad del Estado han abierto el paso a la reforma constitucional. El
procedimiento seguido hasta ahora para un pacto educativo no debiera servir de
modelo.
La tensión de la cuestión catalana parece haber cedido un tanto,
pero está lejos de haber terminado. Deja por delante, pase lo que pase el día
16 antes de las 10 hs. a.m., un largo recorrido hasta que se logre restablecer
un clima de confianza, que es lo mismo que decir de convivencia
hispano-catalana y viceversa. Este debiera ser, al menos, un primer objetivo de
futuro a tener en cuenta: construir un “nosotros” que invalide la oposición
“unos”/“otros”, “ellos”/“nosotros”, y similares.
Teatrerías
No es buen síntoma, en este momento de expectación, que lo que
continúa en proceso haya sido comparado metafóricamente a un reducido espectro
de géneros teatrales –de la
tragedia a la comedia- capaces de abarcar todo lo acontecido y que la
herencia despectiva de la farándula fuera exclusiva de “ellos”. La simplificación
ha sido mayor cuando se ha sometido lo complejo de esta situación a un único dictamen
o criterio: “teatro
del absurdo”. No deja de ser también
sospechoso partidismo que, en un momento tan enmarañado, se hayan renovado las
invectivas contra
el sistema educativo catalán. Por “adoctrinante”
en algunas
áreas del currículum, y a causa de la fuerte atención a la lengua catalana,
habría sido motivo principal de que, en el transcurso del tiempo desde
1979, en que se tramitaron de forma preferente los estatutos autonómicos de
Cataluña y País Vasco, los independentistas hubieran hecho creer a una amplia y
creciente
cantidad de ciudadanos cómo mejorarían sus vidas si triunfaban las
tesis del soberanismo.
Como en muchas otras ocasiones de la Historia, un simplismo, y más
si es si es categórico y dogmático, puede ser un modo de enturbiar más una
relación que se predica que debe ser cordial, pero a la que se le ponen peros
para que lo sea. En este contexto, es probable que también Puigdemont reaccione
ahora con con una interpretación de lo que dicen que dijo el pasado día uno,
que sea de todo menos canónica.. Los
hermeneutas de lo que vaya a suceder son de variada opinión y los demandantes
de sentido son apremiantes acerca del alcance de los actos y cuadros más o
menos teatrales que sigan
representándose en la escena política a
partir de este 16 de octubre. Para sacar algo en limpio de este entuerto, no
estaría mal, por tanto, abandonar por un instante esta cosificación de buenos y
malos y, con ella, los reduccionismos simplificadores que suelen esgrimirse
cuando lo emocional prima sobre lo racional.
Los Cuadernos de quejas
Mientras recontamos los platos que entre todos ya hemos roto, lo
más sensato que parece estar abriéndose camino es que no estará mal repasar
cómo haya sido de convincente y cómoda para todos la
gestión territorial del Estado a la luz de lo que ha dado de sí el Título
VIII de la Constitución y, de paso, hacer una convincente revisión
de lo que en la Constitución de 1978 esté o no sobrepasado por la propia evolución
social en estos casi cuarenta años. Que incluso los más aferrados al
esencialismo de la Carta magna –herederos de los de AP que votaron
en contra o se abstuvieron- hayan accedido a ello es ya un éxito. Lo será
más si se emprende esa tarea partiendo de que vivir juntos en agradable
compañía exige frecuentes acomodaciones de la sensibilidad: igual que han
crecido en los años pasados los partidarios del soberanismo particularista,
también puede asegurarse que lo acontecido desde el día uno está haciendo
medrar el afán demostrativo del sentimiento contrario. Para alcanzar acuerdos
significativos de nuevo cuño, capaces de hacer que todos se sientan a gusto, lo
primero a evitar es que aumenten la decepción y al hartazgo en otras capas de
la sociedad. Debiera recordarse, más que
nunca, lo acontecido con los Cuadernos de
quejas a las que el Tercer Estado trató de atender en la Francia de 1789.
Cuanto en lo legislado por el Antiguo Régimen consideraron injusto y amenazante, en julio de ese año
empezó a debatirse y cambiarse. El apego de los otros estamentos a sus privilegios y los abusos consiguientes
-demostrativos de desigualdad de trato-, más las tensiones administrativas
entre poder central y poderes locales, fueron los causantes principales de los
años revolucionarios que siguieron.
Por otro lado, más allá de lo que transpira en primer plano el
encaje de Cataluña en el conjunto territorial de España, los llamados a
promover en estos meses los debates y transacciones oportunos –en definitiva,
los partidos políticos y sus líderes principales-, han de tener gran
sensibilidad hacia lo que está dañado en este momento. Que Cataluña ocupe ahora
mismo gran parte de la escena, no ha de restar atención a que hay amplios
sectores sociales que, en diverso grado pero de manera constante, han mostrado
insatisfacción por cómo el Estado surgido de la Constitución de 1978 les ha
mantenido más bien olvidados. Ante todo, ha de restañarse con urgencia asuntos
de colectivos que, en los años posteriores a 2008, han sido agravados con los
recortes que, en nombre de una “crisis” en que no han sido parte activa, han sido seriamente perjudicados y que, después
de una supuesta recuperación económica, siguen postergados
diez años más tarde. Quienes en cumplimiento del desideratum de renovar las reglas del juego
democrático tengan que hacer propuestas y renovar compromisos, también serán
pronto olvidados si siguen las pautas de
un pasado en que los maximalismos y minimalismos venían dictados de antemano.
Son muchas las razones para estimar que, si se quiere una historia
común –con sentimiento de pertenencia compartida por las variadas formas de
sentirse español- ha de construirse como tal y no con dobles raseros o con
predeterminaciones establecidas por élites privilegiadas. No estamos en 1978 y los
riesgos de desafecto pueden llevar a caminos más tensos que los vividos estos días.
El mundo político en que nos movemos –lo que transmiten las noticias de EEUU
estos mismos días con su aislacionismo
creciente, o las elecciones
últimas en Austria y Alemania, además del Brexit- no está precisamente por un mundo agradable de todos para
todos.
¿De todos y para todos?
Esa aspiración –una “escuela de todos para todos”- que desde 2011
es un eslogan constante en los medios, en las huelgas, manifestaciones y
declaraciones de los defensores de la
escuela pública, y concretamente de una de sus plataformas reivindicativas más
tenaces –Marea verde-, ha sido objeto
del insulto y acoso verbal hasta el insulto programado por parte de los
amantes del neoliberalismo educativo en diversas ocasiones. Además, ese
desencuentro lo han conseguido llevar –legalmente- a la LOMCE y a un conjunto de decretos y
recortes presupuestarios bien conocidos, ampliamente contestados también por
sindicatos. Los descontentos que son muchos, y más si se cuentan también los
que en Sanidad y otras prestaciones sociales existen -y los que han generado las
reformas laborales últimas-, no lo son por adoctrinamiento de nadie, sino por
convicción de que la manera en que se les ha impuesto todo ello –legalmente,
claro-, solo muestran, con poco respeto a sus demandas, una muy peculiar manera
de “dialogar”. En momentos concretos de estos años últimos –especialmente al
hilo del 15-M y de las “Marchas de la dignidad”-, los disconformes con tales
modos ya han mostrado evidentes señales de hartazgo de este encorsetado modo de
proceder, tan poco esforzado en atender -legislativamente- su situación de
creciente exclusión, evidenciada en el VII Informe de FOESSA.
A los descontentos con la estructura del sistema educativo
existente, ya no les vale la legalidad instituida. Decirles que vamos a un
supuesto “pacto educativo” –al que algunos califican “de
cartón piedra”- no les consuela, porque no les priva de la precariedad en
que las élites gobernantes han situado -legalmente- a la educación española. Este procedimiento
solo alarga el incumplimiento en satisfacer con dignidad el derecho de todos a
una educación digna. Entre otras cosas, porque ahí sigue esta norma
organizativa, después de cuatro años y sin voluntad de que cambie. Ahí sigue,
además –aunque sea poco reivindicada-, la inexistencia de una historia o un
relato común, capaz de vertebrar de manera mínimamente homogénea lo acontecido
en la evolución de la educación española en estos 39 años. Hay en realidad una
continuidad respecto al pasado anterior a 1978. La desconexión narrativa en
muchos aspectos principales indica que, por ejemplo, privada y pública
configuran estructuras educadoras muy distintas, como si de un estado dentro de
otro estado se tratara, no pocas veces subsidiario el primero del segundo. Los
investigadores de las políticas educativas -y sobre todo de las culturas
escolares en presencia-, son testigos principales de la dificultad de aunar los
datos indispensables para analizarlas y compararlas, entre otras cosas por la
dificultad existente para disponer de la información adecuada. La que
proporcionan unos u otros colegios e instituciones varía según su adscripción.
“Privado”, “público” y “concertado”, “religioso” o “laico”, adjetivan aleatorias gamas de celo empleado
en hacer prácticamente imposible un conocimiento público y fiable., lo que
indirectamente alude claramente a una dejación persistente –creciente incluso
en algunos aspectos- por parte del Estado en cuanto a su responsabilidad en el cumplimiento de las
exigencias que impone combinar la universalidad del derecho a la educación con
que sea en libertad e igualdad.
El art. 27
De este modo, desde la perspectiva de lo manifiestamente mejorable
en la estructura educativa española –revisable como otros aspectos de una
convivencia democrática-, una cuestión
principal –determinante de la ambición reformista- gira en torno a si el
artículo 27 de la Constitución ha de entrar –y en qué medida- en el supuesto
revisionismo constitucional que en los últimos días se está mencionando como salida
al problema de la catalanidad territorial dentro del marco constitucional
español. Los estudiantes, sus madres y
padres, y profesores de los distintos niveles educativos, pueden alegar muchos
agravios acerca de los incumplimientos que el citado artículo ha soportado en sucesivas
y alternantes políticas seguidas hacia la educación en general y hacia la
escuela pública en particular a lo largo de estos 39 años. Sin ley es verdad
que no es viable la democracia para todos, pero si la ley impide la legitimidad
de las aspiraciones de los ciudadanos o que se desarrolle lo legislado en otro
momento, puede hacerse obsoleta y convertirse en rémora pesada. En Francia,
muchas de las aquí inatendidas desde 1978, tuvieron allí valimiento
legal desde 1905; tienen otros problemas, pero no muchos de los que aquí
debieran ya ser pasado histórico. (Continuará).
Manuel Menor Currás
Madrid, 15.10.2017
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