Enseñanzas que quedan
tras el vértigo del 1-O
El nacionalismo basado
en el sentido de pertenencia no ha de
hacer olvidar que el nacionalismo cívico, el de los derechos sociales,
recortados u olvidados, sigue relegado a segundo plano.
Han sido días frenéticos y no puede garantizarse qué pueda pasar
todavía en el horizonte de la convivencia con Cataluña. No obstante, después de
lo visto, ha empezado a abrirse paso una conjunción de elementos entre los que
cabe destacar un proceso algo mistérico y fuera de foco, pero eficiente todavía
en la canalización de algunos entuertos. Cardenales hablando con algunos de nuestros líderes políticos y hasta el Papa mentando lo ilegal del secesionismo –si no hubiera colonización por
medio-, parecen haber conducido la gestión de los desajustes entre catalanidad
y españolidad fuera del precipicio in
extremis en que quedó el 1-O. Mientras, el Sabadell y Caixabank movían el Ibex-35 por un tobogán e imitaban a
muchas otras deslocalizaciones como en el capitalismo reciente han sido. Y en
el margen, los tentados a creer que la fe mueve todas las montañas
independientemente de ilaciones que puedan existir entre lo temporal y lo
celestial, ya pueden meditar acerca de cómo, entre la realidad y el deseo, caben
sorprendentes limitaciones.
Sensaciones de pérdida
En este impasse, incierto y
con múltiples iniciativas en marcha –entre las que destaca los vestidos de blanco ante los ayuntamientos el 7-O-, nada impide inferir aprendizajes
que enriquezcan la vida colectiva. Una
muy relevante es que el “principio de realidad” –la limitada elasticidad que admite
lo posible- sigue donde solía. No solo es que las demostraciones de fuerza, más
posibles a una de las partes en conflicto, se muestren inútiles para detener el
sentimiento de millones de personas. Las verdaderas claves residen en la fuerza
impositiva de la economía: quienes la controlan marcan el ritmo. Es por ello
que, independientemente de la efectividad que conlleve, el cambio de sede
social de algunas empresas principales hará bastante más que muchos actores políticos
en la reconducción de la situación a unos cauces en que las diferencias puedan
saldarse sentándose todos a dialogar. El
propio Artur Más acaba de reconocer que “Catalunya no está preparada para la independencia”.
Otra aprendizaje no menor tiene que ver con las sensaciones de
pérdida, pues es obvio que todos perdemos con esta historia inconclusa del procés. De entrada, perder el tiempo con
la exacerbación exaltada de los sentimientos de pertenencia es una de las
formas primarias que conducen a la decepción. Cabe recordar que, como pueblo, llevamos perdiendo históricamente –desde que en
el siglo XIX los nacionalismos excluyentes se fueron imponiendo como dogma
bendecido y protegido por la divinidad frente a quienes ponían el acento
reivindicativo en la extensión de los derechos y libertades. El reduccionismo a
que fueron siendo sometidas las aspiraciones a la libertad, la igualdad y la
libertad, es fruto en gran medida de cuantos fijaron distintivas fronteras
sociales, económicas y hasta físicas, a su desarrollo: los desastres bélicos a
que todo ello condujo debieran estar muy presentes en cuantos tienen como
presunta responsabilidad en la dirección de los asuntos públicos, salvo que les
importen una higa esos futuros distópicos que tanto presagian los juegos
electrónicos. En estos tiempos
últimos, además, todos hemos seguido perdiendo: basta tratar de hilar la
racionalidad de lo acontecido desde que Francisco Candell escribiera Els altres catalans (1964). Hemos ganado en particularismos
displicentes, hemos dejado que se naturalizaran nuevas formas de diferenciación
clasista, étnica, cultural, de género…; hemos reforzado las distancias de trato
y es más que probable que estemos construyendo un país brillante en narcisismos
cerrados. Pese al AVE y a las redes sociales, el creciente desequilibrio social
generado con la “crisis” ha multiplicado las situaciones en que unos y otros
hemos terminado mirándonos de reojo.
Identidad étnica e identidad cívica
Prosiguiendo en esa actitud exclusivista que tan bien supo expresar Goya en sus Desastres, el riesgo más grande en
este momento es que crezca incontrolable el desafecto, la desunión y, de paso,
la inestabilidad social, de por sí muy tocada hacia los extremismos con lo
acontecido en estos días. Con los asuntos de naciones y nacionalismos -o lo que
Álvarez Junco denomina Dioses útiles-, alguien gana siempre. Detrás de
algunos políticos –más tacticistas con lo suyo que estrategas del bien común- y
de algunos crédulos votantes, quienes sacan más provecho de este juego perverso
-en que se mezcla todo tipo de pretextos- les viene bien el hartazgo total del resto de ciudadanos. Al dúctil entretenimiento emocional con la “identidad
étnica”, capaz de instrumentar la sensibilidad de lo propio hasta lo enfermizo,
no le importa mucho qué pueda pasar con la atención a los problemas concretos
que limitan, reducen y anulan la “identidad cívica”, la que más importa.
La construcción de esta otra identidad se alimenta de la exigencia
en el cumplimiento de los requisitos que llevan consigo los derechos que
implica el pacto social. Y es en los servicios públicos –en que se inscriben
las políticas educativas- donde mejor se
refleja. Es ahí, en la articulación de un sistema público controlado por el
Estado, abierto a toda la población y a sus necesidades específicas, donde cada
grupo político –nacionalistas incluidos- plasma su particular concepción de las
diferencias. En esta perspectiva, los distingos eminentemente territoriales no
suelen ser sino señuelos, de captación de adeptos y de distracción de personas bien
pensantes. Y a todos debieran
preocuparnos, de todos modos, debates como algunos que se suceden en la
Asamblea actual de Madrid. Repetitivos de sí mismos, retardan la atención justa
a los problemas, como puede verse si se compara una sesión del mes de junio con otra bien
reciente, en que, a propósito de su gestión, el consejero de Educación Rafael
Van Griecken no ha podido acallar el recordatorio de cuestiones que contradicen su versión oficial. Entre ellas-y en referencia directa a negligencias
documentables respecto a la red pública-, la muy deficiente planificación del
comienzo de curso; la adjudicación de
construcción de nuevos centros sin rigor de seguimiento: el 30% sin terminar a
tiempo y alguno con siete años de retraso;
la ratio desmesurada de alumnos si se mide aula por aula; la falta de
docentes en muchas de ellas; la persistente inestabilidad de muchos otros como
interinos; la incorporación tardía de nuevos contratados –y la sospecha añadida
de que, si no trabajan nueve meses, no se les pagarán las vacaciones; la falsa
propaganda de la “libertad de elección de centro” –a la que la mayoría de la
población no puede acceder- y el consiguiente mito de la “calidad de enseñanza”,
cuando tan poca eficiencia se muestra de año en año para que desaparezcan el
llamado fracaso escolar y el abandono temprano.
Del no al diálogo social
Esta deficiente atención a un derecho cívico fundamental como el
de la educación explica la persistente demanda de cuantos, desde este campo, señalan, cansados: “no podemos esperar más: Mientras
estamos pendientes de posibles pactos, desde arriba se nos entretiene con
diálogos imposibles y propuestas legitimadoras de sus políticas
educativas”. Sería una lástima y,
también, un gran riesgo que esta necesidad
de un diálogo interesado en solucionar los problemas, se mutara en decepción
imparable. En un mundo incierto como el
actual, el gran error será fiarlo todo a
las certezas del inmovilismo y a los recursos del código penal frente a
cuantos muestren disconformidad con lo existente.
Cuando la incomodidad y el hastío alcanzan a millones de personas
–como sucede en educación, en sanidad y en prestaciones sociales-, sus motivos se
transforman en serio problema social; tratarlos políticamente de manera
consistente y responsable sólo es posible si pasa por un diagnóstico y una
concertación dialogada con los distintos actores, y no solo entre las elites
más concernidas por el desasosiego. No hay otro modo de encontrarle soluciones duraderas
y satisfactorias a todas las partes. En la situación
actual, enrocarse en esencialismos o en acuerdos de hace casi cuarenta años –como
si las circunstancias de España nada siguieran intactas- solo conduce al empobrecimiento
de la convivencia. Tampoco vale encubrir unos conflictos con otros como el muy
sensible de la gestión territorial, pues nos enzarzaremos en un patriotismo
reduccionista y muy peligroso: manipular sentimientos, y que no quede espacio
para la razón, acaba en irracionalidades como las que pueblan la tradición
histórica. Claro que también palabras prestigiosas
como “diálogo” o “democracia” son manipulables de continuo. A veces, nada tienen
que ver con un mejor desarrollo humano, como ya requería Aristóteles hace 25
siglos. Viene bien recordarlo y no confundir lo efímero con lo importante si se
quiere encontrar una salida digna a las dificultades de este acelerado presente.
Manuel Menor Currás
Madrid, 07.10.2017
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