El deterioro de la vida colectiva, con múltiples problemas mal atendidos en segundo plano, será más evidente desde el 2-O. El gran reto será cómo hacerles frente sin agravios comparativos.
Cataluña es, en este momento, como un agujero negro: el procés se come otros procesos. Atrae sobre sí demasiada atención y ayuda a que desaparezcan del primer plano los problemas urgentes, indicativos de una realidad ausente de la vida oficial. Incluso oculta algo más grave: el riesgo de desafección social, tanto por la cantidad de personas afectadas como por la precariedad y desesperanza a que siguen viéndose abocadas cada uno de estos días. En vísperas del 1-O, lo que está sucediendo en Cataluña hace que todo ese deterioro pase inadvertido.
La melé
El atractivo del procés es creciente. Los historiadores tienen ahí un buen campo para contrastar interpretaciones de un pasado que, como casi siempre, admite narrativas contradictorias, desde las más interesadas en dulcificar el atractivo de la identidad, hasta las más ocupadas en explicar desinteresadamente qué haya pasado. En un prolongado curso de siglos compartidos entre dependencias de terceros y cooperaciones mutuas, del Imperio romano hasta la UE actual, hay un poco de todo. Como en cualquier otro punto de la Península, los partidarios de unas u otras interpretaciones están ansiosos de enseñar a sus contrarios lo que entienden que callan u ocultan. A su vez, diligentes sectores eclesiásticos proclives al independentismo también ensayan su particular manera de asentar la sensibilidad popular. El obispo de Solsona –como Torras i Bages, a finales del XIX desde Vich- es un referente para unos 300 curas en activo. Reviven pasadas contribuciones a la sacralización simbólica de posiciones políticas que consideran propicias para afianzar su peculiar ejercicio como “fermento de justicia, fraternidad y comunión”, expresión que suelen emplear ad modum recipientis. Y ahí están igualmente, coloreando mejor el paisaje, los estudiantes de instituto y de universidad que, en este inicio de curso, revitalizan otro clásico, el de las manifestaciones juveniles de los años cincuenta a setenta contra el franquismo y, treinta años antes, contra Primo de Rivera. En medio quedan los que más provecho sacan de que todo cambie para que todo siga lo mismo, como anhelaba la burguesía ascendente del Gatopardo, muy beneficiada por la culminación de la unificación italiana en 1870. Es aconsejable leer Roma, de Zola, para entender las derivas a que condujo aquel posicionamiento oportunista de clase, que enseguida pasó al conservadurismo más agudo.
De todos modos, del batiburrillo de legitimidades, legalidades y ansiedades que, amontonadas, están en liza a propósito de Cataluña, tienen mucho donde elegir cuantos miren este procés de manera democráticamente desinhibida y con alguna distancia. Si Serrat ha llamado la atención sobre las mentiras que se han propalado –como en tantas otras actuaciones políticas-, lo de la izquierda clásica demandando otra visión del asunto no tiene desperdicio tampoco. ¿Tiene algo que ver todo esto con los problemas reales de la gente? En todo caso, el fandango del guardia civil como reacción a la cacerolada que le propinaban desde el carrer los indignados con España ha sido una magnífica manera de desactivar una situación conflictiva.
El 2-O
Muy sano humor nos hará falta si queremos que, a partir del día dos de octubre, lo posible sea tal y se trabaje seriamente para lograr que así sea: muchos cuidados va a requerir una convivencia pacífica y continuada. Reconstruir en el postprocés el favor de los medios sociales en paz y concordia no será tarea fácil. Desorientados estamos con tanto político incapaz de atender a los problemas reales que sufrimos, especialmente desde 2008. Las decisiones que padecemos son altamente insatisfactorias y, en demasiados casos, inclinadas al chanchullo sectario. Si se observa lo acontecido al empleo, a la educación o a la sanidad pública –las de todos-, se podrá comprender en buena medida a quienes han proyectado en un imposible referéndum una manera de articula una enmienda masiva a la totalidad. Es lastima que tal atrevimiento –independientemente de lo que digan los jueces- no pueda ser leído nítidamente como rechazo a la corrupción, descaro y prepotencia. Las divisorias propagandísticas de buenos y malos que se esgrimen estos días no fustigan a cuantos la damnatio memoriae debiera alcanzar: cada bando preserva la fidelidad a los suyos. No cesan, sin embargo, de repetirse los ejemplos de continuidad en el ejercicio desvergonzado del despropósito. Lo muestra el inicio del curso escolar en Madrid, un caos programado contra la escuela pública, como ha proclamado el PCM en un comunicado del día 17 de este mes. Es todo un símbolo de cómo muchos desean que sea de inhóspita la pretensión de unidad democrática, o de cómo potenciar la disgregación y el sálvese quien pueda.
La cuestión es, por tanto, cambiar la onda y construir un diálogo cívico y distendido en que el sentimiento identitario pueda ligarse institucionalmente con que los problemas y situaciones de creciente desequilibrio social son atendidos. Sólo con esta condición –y si se tienden puentes suficientes para cumplirla-, se logrará que lo defendido por Dastis en la ONU en el sentido de que “el procés es incompatible con la democracia”, pueda tener visos de verdad. La mera retórica es desaconsejable cuando algo tan importante como el afecto mutuo ha sido dañado o cuando las políticas desairadas impulsan el agravio. Mucho tiene que evolucionar el significado práctico de palabras que, en estos últimos años han caído en la banalidad y se esgrimen más bien como pedradas.
Y Maquiavelo
Nicolás Maquiavelo propone en el capítulo XXI de El Príncipe, el “admirable ejemplo de Fernando V, rey de Aragón y monarca de España”. Si fuera cierto que, cuando escribe el famoso tratado de ciencia política en 1513, se inspiró en la figura de este monarca –lugarteniente general de Cataluña desde 1462-, la pragmática astucia que propone para controlar el poder es de especial actualidad. Según el capítulo IX, “en cualquier ciudad hay dos inclinaciones diversas, una de las cuales proviene de que el pueblo desea no ser dominado ni oprimido por los grandes, y la otra de que los grandes desean dominar y oprimir al pueblo”. Del choque de ambas tendencias –no fácilmente conciliables- derivan situaciones muy dispares, poco previsibles. Ninguna está garantizada: tanto puede resultar el afianzamiento de formas más duras de dominación como mayores cotas democráticas. Casi siempre ha sido valioso, sin embargo, que los gobernados ansiaran fervientemente “la necesidad de su principado” por sus presuntas bondades. Ese es –aseguraba el florentino renacentista- “el expediente más seguro para hacérselos fieles para siempre”.
Manuel Menor Currás
Madrid, 23.09.2017
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