Manuel Menor nos envía su último artículo
Después
de doscientos años, nuestro sistema educativo sigue tendiendo a ensanchar la
brecha que divide el país en dos partes irreconocibles. Es tiempo para repensar
qué país queremos.
No es buena época para la lírica. No lo
es si se mira a Panamá o a las Islas Vírgenes, que de tales parece les quede
poco. Y tampoco si se considera la parsimonia de la provisionalidad, incapaz de
acordar un cambio gubernamental sensato, atento a los asuntos de todo; si se
lee el último informe de Cáritas
sobre la pobreza o se piensa el trato que damos a los refugiados a las
puertas de Europa. Algo de consuelo pueden proporcionar –aunque sea con pretexto
conmemorativo- esas partes de El Quijote
en que Cervantes se mostraba –hace 400 años- profundamente partidario de lo
mucho que tenía que cambiar el común comportamiento moral, público y privado,
para que hubiera un orden justo y racional en la gestión de cuanto nos atañe.
Blanco White y las dos
Españas
En asuntos educativos las rémoras también vienen de lejos. José Blanco
White, sevillano al que le preocuparon mucho -antes y después de verse obligado
al exilio londinense-, ya escribió en 1831 que “el sistema de educación en
España tiende a ensanchar, año tras año, la brecha que ya divide al país en dos
partes completamente irreconciliables”. No lo achacaba él directamente a una
pelea entre ricos y pobres o entre burgueses y aristócratas, sino más bien a
una “antipatía intelectual” producida “por la oposición entre la educación
establecida y aquella que, apoyada por las reformas mal planeadas, cada español
dotado de una mente activa se proporciona como puede a sí mismo”. Habría, pues,
dos bandos principales. En uno militaría el clero, dotado de gran influencia y
privilegios, “inseparablemente ligado a la gloria del cielo y de su país”, capaz
de dar afinidad y cercanía a una multitud de personas –que Blanco en plan
apologético denomina “ignorantes y supersticiosos”- que constituye una “masa
enorme cuyo orgullo mental no conoce más satisfacción que la de imponer a la
fuerza el respeto a lo que ellos veneran”. Y frente a esta ingente cantidad de
personas –los mismos que habían reclamado al rey felón como “el deseado”, proclamando:
“vivan las cadenas”-, estaría un grupo, cada vez más numeroso, compuesto por
personas de todas las clases y profesiones, capaces “de apreciar la inutilidad
y la maldad del saber de sus adversarios”. Cuanto de “talento y de información
verídica existe en el país” –argumentaba- estaría sin duda en este bando,
aunque por el riesgo de “peligro” tuvieran que ocultarle a los fanáticos su
“desprecio”.
No habían tenido lugar todavía ni las tres guerras civiles del
carlismo ni los múltiples golpes militares que jalonarían la historia española
hasta 1936. El Trienio liberal (1820-23) había sido inaugurado con uno, ahogado
a su vez con la represión brutal que, tras las decisiones del Congreso de
Verona (1822), restauró el poder
absoluto. Desde Londres, Blanco White adelantaría entonces lo que iba a suceder durante todo el siglo siguiente: “Si
cualquiera de estos dos bandos tuviera suficiente poder para subyugar al otro,
la fiebre intelectual del país sería menos violenta y cabría esperar alguna
crisis en fecha no muy lejana; pero ni la Iglesia ni los liberales –pues tales son, en realidad, los dos bandos que se
enfrentan- tienen la más remota posibilidad de desarmar al adversario. La
contienda continuará, desgraciadamente, por tiempo indefinido, durante el cual
los dos sistemas rivales de educación
que existen en ese país (España) proseguirán la tarea de convertir la mitad de
la población en extraña, extranjera y enemiga de la separada”.
Dieciocho años antes, en 1813, ya había advertido que estaban
sembradas las semillas de los dos partidos que dividirían el país: “Aunque el
objeto de ambos, en último término, es el poder, el pretexto será la religión”.
Casi todo el clero sospecharía que eran impíos los partidarios de un nuevo
orden político democratizador, en la creencia de que el nuevo sistema que
preconizaban las Cortes de Cádiz contenía gérmenes que “amenazan indirectamente
a la pureza de la fe”. Aquellos liberales eran débiles e incapaces de llevar
adelante la tarea de modernizar el país, mientras que “la opinión pública
pronto estará dispuesta a cualquier mudanza, el trono será ocupado por alguna
persona llamada a la sucesión y el actual sistema vendrá en breve a tierra”. En
esa situación, los arreglos que exigía la problemática situación de los religiosos
regulares antes de 1808, más urgida de
atención cuando estaba acabando la guerra antinapoleónica, le hacía advertir
que “si las Cortes toman providencias indirectas y evasivas sobre este punto,
todas sus determinaciones serán anotadas por el partido devoto en la memoria de
agravios del cielo que acaso no se está recogiendo en vano, y la reforma de los
gravísimos males que producía el estado religioso en España titubeará” (Blanco,
J. Sobre Educación, Escuela Nueva,
2003: edición de A. Viñao).
Desde antes de la LODE
Estos textos del sevillano parecen escritos para estos días
nuestros. Particularmente, para que en
la pugna actual por revisar o ampliar el sector concertado de este sistema
educativo, recordemos que el relato de tal asunto no empezó en 1985 con la
LODE: esta ley garantizó a los empresarios privados de esta actividad el
negocio que tenían al asegurarles lo que
hasta ese momento habían sido “subvenciones”. No viene tampoco de la guerra
civil, entre 1936-39, si bien es verdad que los primeros decretos de la Junta
de Burgos, y más claramente todavía los que siguieron desde abril de 1939, echaron
por tierra cuanto se había avanzado en los cinco años de la II República: en
Madrid, por ejemplo, los 13 institutos que había quedaron reducidos a 6 y
algunos con nombre cambiado en honor de “la victoria”. Prácticamente todos los
ministros del franquismo -declaradamente
nacional-católicos en su mayoría bajo filiaciones de asociaciones y
congregaciones diversas- le dieron apoyo sistemático, y así siguieron las cosas
en Educación prácticamente hasta 1982, en detrimento de lo que impropiamente
podía llamarse “escuela pública”. Esta historia, ya tenía tradición cuando
sucedió todo esto: había recorrido todo el siglo XIX y, desde 1901, se había
convertido en una auténtica “guerra escolar” de creciente dureza.
En esta última Legislatura (desde el 2011), ha habido un exceso de
celo por parte de muchos responsables educativos por ampliar la presencia de la
enseñanza privada y concertada en el sistema. Sigue siendo la Educación uno de
los pocos campos residuales de enfrentamiento simbólico entre los distintos
grupos sociales. Esa es la razón principal por la que no se pudo llegar a un
consenso en estos asuntos en la etapa ministerial de Gabilondo. Ya con Rajoy en la Presidencia, se prefirió –la
política es elección- el modelo que en autonomías como Madrid se había venido
ejecutando desde 2003 y que, a su vez, procedía de las sucesivas rebajas que,
desde Esperanza Aguirre o el propio Mariano Rajoy en Educación, habían ido
mermando lo preceptuado en la LODE. En 2006, incluso la LOE dejó en situación
precaria la protección de la enseñanza pública restándole preeminencia, al decir
en el art. 108.4 que “el servicio
público” de la educación –en el mismo plano teórico de igualdad- “se realizará
a través de los centros públicos, privados y concertados”. Desde 1996, los pretextos de “la calidad” y “libertad de
elección de centros”, amén de otras medidas adicionales, habían venido siendo
encamjnados sistemáticamente a sostener, prolongar y ampliar la situación privilegiada que, de
partida, había tenido en el siglo XIX la enseñanza privada cuando “estudiar”
era cosa de muy pocos e “ir a la escuela” imposible para una mayoría
analfabeta. El 80% de la Segunda Enseñanza –amén de los colegios para niños y
niñas de buenas familias- estaba en manos de congregaciones y fundaciones
allegadas a la Iglesia católica, según dejó dicho el Conde de Romanones en el Parlamento.
Fue el segundo ministro de Instrucción que tuvo España (1901-1902), muy denigrado
por quienes, desde posiciones integristas, entorpecieron cuanto pudieron las
decisiones con que quiso fortalecer la intervención del Estado. Él les replicaba
diciendo: “¿Por qué sois partidarios de
la libertad de enseñanza? -Porque esa es la única que os aprovecha, y todas las
demás libertades son para vosotros mortales enemigos” (Diario
de Sesiones del Congreso, 12/07/1901).
Funcionalidades de la libertad
de enseñanza
Ese desencuentro en torno a la “libertad de enseñanza” ya venía de
la propia Ley Moyano en 1857. Tal sintagma encierra contradictoriamente, por
ejemplo, la difamación y persecución de la Institución Libre de Enseñanza y,
más grave todavía, la depuración del magisterio, del profesorado de Medias y de
la Universidad, y el del incipiente grupo de investigadores que se había
formado en torno a la Junta de Ampliación de Estudios. Procesos todos muy documentada en los sumarios del BOE anteriores a 1945 y con abundantes
reflejos posteriores. Puede que volvamos
a ello otro día, para ver cómo evoluciona la semántica en manos de quienes
quieren gobernar publicitariamente, con palabras que poco o nada tienen que ver
con lo que parecen. Estamos en 2016 y si
les damos vueltas es porque la realidad muy probablemente sea otra cosa y
porque, en educación como en la vida, casi nada es lo que parece o puede que
sea muchas cosas a la vez. Por ello Álvarez Junco, en su último libro a
propósito de la función identitaria de los nacionalismos –El ser de España-, abre con una cita del famoso historiador de la
decadencia y caída del imperio romano, Edward Gibbon (1737-1794), sobre la
funcionalidad de las divinidades romanas: verdaderas para la plebe, falsas para
el filósofo y útiles para los políticos.
Hay construcciones ideales
que sólo existen para quienes se las creen y hasta pueden tener su belleza,
como muchas mitologías. Pero la mezcla de libertad, religión y negocio como
pretexto de “selecta educación”, subvencionada o concertada con el dinero de
todos y diferenciada de la que como ineludible derecho reciben los demás
mortales, a estas alturas habla más de pasado que de futuro democrático. Este
sistema –más escolarizador que propiamente educativo- tal como parece haber
querido consagrarlo la LOMCE es el futuro de una estructura soñada por y para
unos pocos en el XIX. El problema es que, cuando sus defensores actuales piden
que –sin revisión alguna- se siga protegiendo y desarrollando en beneficio
privado de tan selecto grupo porque, entre otras ventajosas cualidades es más
barata o segrega bien a los niños de las niñas, suena a incapacidad para
imaginar y crear un futuro compartido por todos. En consecuencia –y con más razón en tiempos de
“crisis”-, el resto de los ciudadanos afectados –el 65% en principio- parece
que deba tener derecho a que, o se eliminan las contradicciones o habrá de ponerse
este asuntos en su sitio de una vez por todas. Desde Blanco White ya han pasado
más de dos siglos. Con tal tradición, lo extraño sería que no resultara
complicado formar un Gobierno comprometido con el diálogo y las necesidades de
los ciudadanos. O que no estuviera bien vista la fuga de capitales de nuestros
más distinguidos emprendedores.
TEMAS: Enseñanza privada y concertada. Enseñanza pública. Libertad
de enseñanza. Calidad educativa. Ley Moyano. LOMCE. LOE. LODE. Blanco White.
Conde de Romanones. Cáritas.
Manuel Menor Currás
Madrid, 09/04/2016
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