Reproducimos el último artículo de Manuel Menor
Mientras las
desigualdades de partida sigan siendo el gran problema inatendido, nuestro
sistema educativo, siempre selectivo, seguirá siendo anómalo e incompleto. Ni con
tres reválidas mejorará: ya las tuvimos y no fueron la solución.
El bloqueo de un supuesto mandato electoral del 20-D no nos hace
más sabios –cada vez parece que sepamos menos-, pero nos volverá más
escépticos. Como casi todo, la Educación admite muchas miradas, ninguna
desinteresada y neutral. No es algo con lo que nazcamos y, al hablar de ella,
lo hacemos con los prejuicios de lo interiorizado como normativo para el grupo
social con que nos identificamos. No será fácil sacar adelante en buena armonía
y consenso un arreglo decente y moderno de los atascos que tenemos como país. Desde
nuestros particulares constructos establecemos peculiares éticas de la razón
práctica y dogmatizamos. Hace días que lo empezamos a ver en las disculpas que
adelantaban los jefes de partido: nadie ha sido. Lo vemos también a diario en
las excusas frente a la flagrante corrupción rampante. Cuando alguien de sonoro
renombre ha sido pillado en renuncio, es inusitado que tome como norma el bien del conjunto social. Es más, consubstanciar
el bien común con el particular se ha convertido en criterio moral de quienes
nunca se ven afectados por las crisis ni por sus derivaciones. Está de moda, en
todos los ámbitos, la restricción mental.
Miradas satisfechas
Hacerse rico, por ejemplo, pasa ordinariamente por esta regla. Si
hemos de hacer caso a un análisis de Moisés Naím, el 13
de marzo de 2011, los datos de la revista Forbes indicaban que en muchos
países, “estar cerca del gobierno es una ruta más segura para llegar a la lista
de los megamillonarios que estar cerca de los consumidores. El factor crítico
de su éxito es el Estado y no el mercado”. Casi siempre ha sido así, sin más
mérito que el de haber estado en el sitio adecuado en el momento oportuno para
su ambición. Una vez lograda, aleccionan a los demás terrícolas con su
egocéntrico sentido del bien y la verdad. Es gente satisfecha, como les
llamaba Galbraith en 1992, y a menudo se les nota demasiada “desfachatez”,
esa moda intelectual que analiza Sánchez-Cuenca. Sólo alguna pena parecen
mostrar algunos por no haber logrado ser gobernadores civiles en aquella España
en que serlo era ejercer un señorío feudal. Para opinar sobran ellos y tan
perfecto es su mundo que, como en el Paraíso bíblico anterior a la estupidez de
Eva, todo sigue al alcance de los más talentosos y sólo los tontos no gozan de
este privilegio semidivino. Y, por si la naturaleza no hubiera procedido
adecuadamente, el sistema educativo debe determinarlo inequívocamente.
De hecho, Darwin siempre
fue visto con recelo por quienes trataron de educarnos, pero la educación
española practicó habitualmente el darwinismo cultural y educativo. Desde el
principio, las cifras de un analfabetismo prolongado más de lo necesario lo
recuerdan, igual que la expansión a cuentagotas de la escolarización básica. Tuvieron
que pasar más de 130 años para que esta cobertura mínima alcanzara al 100%
todos los menores de 14 años, cuando estuvieran muy avanzados los años ochenta
del pasado siglo. No todos, además, habían sido igual de aptos: los más pobres,
las mujeres, los nacidos en zonas rurales y en algunos barrios periféricos, lo
tuvieron peor. Tan profundamente “natural”
fue esta selectiva desigualdad que todavía es detectable en el Informe
PIAAC. Probablemente deban pasar
otros 130 para que tengamos “la educación” debida a que todos los ciudadanos
tienen derecho y no tan sólo una diversificada escolarización. El mundo simple
y el “sentido común” de la gente satisfecha no lo integra. Siguen excusándose,
como hace años, con la repulsiva “envidia igualitaria” de los perdedores desde
antes de nacer.
Paralelismos
Por eso existen las reválidas educativas. Ante todo, como freno,
cortapisa o retraso en la extensión de un derecho principal de todos los
ciudadanos. Son paralelas a otras muchos impedimentos, limitaciones y recortes
en derechos políticos, laborales y sociales, o en lo que hemos venido a llamar Estado
de bienestar, más tardío y mediatizado que en otros países. Ahí está, como
ejemplo, la historia del voto: su universalización masculina no llega en España
hasta 1890, después de un amago en 1869; el reconocimiento del femenino se
retardó a 1931; uno y otro, de todos modos, entrarían en prolongada cuarentena
al ritmo de dictaduras y autoritarismos varios. Anteriormente, el voto
censitario, instaurado en 1834, sólo había reconocido representación a quienes
pagaran a Hacienda: aproximadamente el 1% de la población; en 1876, sólo
alcanzó a un 5%. Si se toman como referencia comparativa las primeras
reglamentaciones protectoras de niños y mujeres en el trabajo, el panorama de
reticencias todavía es más duro. A la tardanza en plantearse siguieron encendidas críticas de juristas y escritores que consideraban insoportables y costosos los
trastornos que acarrearían a los empleadores. Sellarés i Plá, representante de los
empresarios textiles de Sabadell, nos ha legado un opúsculo que probablemente
algún defensor de las variadas selectividades que nuestra sociedad tiene
todavía reglamentadas, habrá leído para inspirarse: El trabajo de las mujeres y los niños (1892). La lógica
individualista de la alegalidad dominante antes de que la Comisión de Reformas
Sociales promoviera alguna reforma respecto a “derechos en el trabajo”, siempre fue contraria a la salud e intereses de los
trabajadores. Los historiadores de la Restauración canovista suelen citar más a
otro eximio conservador del statu quo,
Alberto Bosch, que por entonces ya era un experto en anfibología: “Limitar el trabajo es la
más odiosa y la más extraña de las tiranías; limitar el trabajo del niño es
entorpecer la educación tecnológica y el aprendizaje; limitar el trabajo de las
mujeres… es hasta impedir que la madre realice el más hermoso de los
sacrificios… el sacrificio indispensable en algunas ocasiones para mantener el
hogar de la familia”.
Temprana inquietud
No debiera extrañarnos, por tanto, que, cuando el día 21/04 once Comunidades cuestionaron la decisión
normalizada en la LOMCE de una reválida en el mes de mayo entrante al
alumnado de sexto (de Primaria), se haya vuelto a ver la gran dificultad para
avanzar hacia un consenso educativo con la igualdad como centro inequívoco de
planteamiento. Méndez de Vigo, preservando el orden legislado por su partido,
se limitó, sin más, a proclamar: “si está
en la ley, todos harán la reválida”. Actitud que remarcó el “diálogo nacional” que propugna el continuador de la obra de Wert.
El día 22/04, el Colectivo de profesores Foro
de Sevilla cuestionó críticamente “para qué sirven las reválidas y otras
pruebas”, a la par que recordó que el pasado día cinco de abril este Congreso
surgido del 20-D había rechazado la aplicación de las reválidas. Ese miso día, a cambio, el
22/04, Europa Press repartió un texto en que reivindicaba las bondades de
la tradición selectiva de nuestro sistema educativo: para que “seleccione a los
que llegan a la Universidad”, al “más apto o preparado”. Porque “el descuido o
la desgana no contribuye a crear una sociedad mejor, e igualarla con los diligentes
tampoco”. El comentarista regañaba: “a algunos consejeros de Educación no les
gusta la reválida de sexto, y pretenden rebajar
su impacto”. Y, de entrada, ya se quejaba del desperdicio: “Es duro pagar
para mantener estudiantes que no estudian o no se preparan” (Sic).
Tan rotunda y tajante opinión de una agencia fundada en 1953,
supuestamente para propagar la
“objetividad” y “neutralidad” ante sus suscriptores, debería aplicarse –al
menos con similar entusiasmo- a los devotos del llamado “capitalismo de
amiguetes”, tan practicado por quienes ahora frecuentan los juzgados a causa de
su exceso de celo. También podría asignarse con gran propiedad a cuantos
practican ese estilo en negocios de educación subvencionados y, sobre todo,
vendiendo este crecepelo de pruebas
estandarizadas para descubrir a “los mejor preparados”. Pero aplicada de
manera tan alegre como poco analítica a
la prueba debatida estos días para Sexto de Primaria, es una extemporánea y nada ecuánime
extrapolación, por muy habitual que sea opinar impunemente sobre lo que
probablemente se quiera ignorar casi todo. En este nivel educativo, nuestros
estudiantes tienen doce años. Les faltan todavía otros seis como mínimo para
alcanzar la Universidad. Mientras prosiga el sistema LOMCE –cuando
menos hasta el 26-J-, en ese tránsito todavía habrán de afrontar otras dos
reválidas para poder lograrlo: una a los 16 años, al final de 4º de ESO, y otra
a los 18, después de 2º de Bachillerato. Conste, además, que llevan encima ya varios
saltos de obstáculos previos a sexto: los del curso a curso y, de entrada, el
no poco dramático de la elección que hayan debido hacer sus padres para optar
por uno u otro centro de la triple red existente en el sistema educativo
español. El riesgo de haber acertado no es baladí: el ejercicio de esta selectiva
“libertad” de elección viene determinado, principalmente, por cuestiones tan
“naturales” como la posición social y económica de la familia, condicionantes
de su ansiedad por acertar en el posicionamiento simbólico ante los demás.
Volver, volver…
Otrosí debieran no olvidar los mitólogos de las reválidas y sus
selectividades. Para convencernos de la bondad de que su creencia ocupe nuestras
neuronas, antes de que tengamos nuevo Gobierno hacia la segunda parte del
verano debieran explicar su empeño en volver a políticas que algunos de ellos
sufrieron antes de 1970. Desde la Ley
Moyano, en 1857, la selección venía dada de suyo. El sistema, corto en escuelas
de Primera enseñanza, era pródigo en analfabetos; muy restringido en la
Segunda, casi sólo alcanzaba a unas todavía muy débiles clases medias, razón
principal del nombre de ese nivel educativo. Aun así, todavía en la LOEM (1953),
y en sucesivas regulaciones de 1957, 1963, 1964 y 1967, establecieron formas de
limitación selectiva. Hasta que, a impulsos del desarrollismo y de lo que
preceptuaba la OCDE desde 1961, hubo que modificarlas. En el “libro blanco” que
precedió a la LGE como Bases para una
política educativa (MEC, 1969), Villar Palasí y Ángeles Galino procuraron
que quedara claro que muchas dualizaciones
segregadoras que tenía el sistema eran anómalas. Los ítems 4, 7, 10, 11
y 12, así como los 117 a 120 de este libro, confiesan su inadecuación a lo que
el sistema debía proporcionar a las nuevas demandas de una sociedad cambiante
y, por eso, las pruebas, controles y
exámenes que tenía el sistema (en el grado elemental, grado superior y Preu)
fueron tildadas ahí –oficialmente- como
“defectuosas”, reduccionistas, “insuficientes” y de poca fiabilidad. En
consecuencia, este renovado apasionamiento que muestran muchos de los otrora
críticos con ese sistema debería ser denominado, en expresión del citado Moisés
Naím, “necrofilia ideológica”, dado su empeño en “volver a ideas muertas que ya
han sido probadas y han fracasado, o defendiendo creencias cuya falsedad ha
quedado demostrada” (Repensar el mundo, 2016:
pg. 101).
Que tal necrofilia sea una patología no ha impedido su propagación
en el BOE ni que, a lo que parece, no
vaya a proseguir ahí para provecho de quienes, selectos de nacimiento, nunca
tuvieron ni tendrán problema. La legislación educativa ha sido reincidente en
propagar las certezas de este mal arreglo para la mayoría de estudiantes. Los
defensores de fiar la calidad educativa a la excluyente selección y al puro
esfuerzo personal –sin nada más que evaluar para que “el impacto” repercuta
donde debe- nunca estuvieron de acuerdo con las mínimas aperturas de la LGE. Alegaron,
entre otros pretextos, bajada “del nivel”, “masificación” y vulgarización de
las acreditaciones académicas. Andando el tiempo, incluso mentarían que la LGE
tenía un contagio decadente del 68 parisino (¿). Y no tardaron mucho en renovar y acrecentar el
“tamiz” regulador del flujo estudiantil hacia los niveles medios y altos de
estudios. En 1974, Martínez Esteruelas –responsable
del cierre de la Universidad de Valladolid a 8.000 estudiantes en 1975- ya
adelantó su predilección elitista con la
Ley 30/1974 (BOE del 26/06/1974): después
de tres años de BUP, el COU y su prueba de selectividad constituyeron el acceso
normal a la educación universitaria que ha estado vigente hasta ahora. Es
interesante anotar que, mientras tanto, en cuanto a formación del profesorado y
cualificación interna de los centros no ha habido preocupaciones oficiales
especialmente significativas, lo que indica por donde ha ido preferentemente las
preocupaciones del “impacto” evaluador.
El mantra de la selectividad y reválidas como símbolo de calidad y
excelencia, tendió a incrementarse hasta que llegó la LOMCE (2013). Con sus
tres reválidas y otras discriminaciones es la culminación de un persistente anhelo
nunca olvidado. Significó la superación de dos grandes frustraciones
anteriores. Pilar del Castillo lo había explicitado en su LOCE (2002). Y antes
de ella, había quedado nonnato un proyecto reformista de la UCD en 1981, en que
Ortega Díaz-Ambrona pretendía la cuadratura del círculo: un bachillerato que aparentara
igualdad de oportunidades pero que fuera muy selectivo e, incluso, adaptable a
la opcionalidad de las diversas clientelas sociales. Algo muy en consonancia
con la LOECE (1970) que había venido a confirmar y asegurar lo impuesto
respecto a la estructura dualizadora de los centros educativos con decisiones
tomadas desde los inicios de la etapa predemocrática. El Título 4 de esta ley
tenía algunas novedades en cuanto a derechos y deberes de los alumnos, pero los
Títulos dos y tres –su centro neurálgico- diferenciaban claramente titularidad,
derechos y gestión de centros públicos y privados. Sus intereses e idearios
particulares quedaban garantizados independientemente de los planes para la
escuela pública debiera haber.
Revalidando “la cuestión
social”
Si no se quiere enigmático este deambular por los tempranos
adelantos de la selectividad con equívocos tópicos repetitivos de un pasado
nada ejemplar, y de verdad se interesan por una enseñanza envidiablemente digna
para todos los ciudadanos, debieran explicar qué hacer con situaciones
problemáticas para la “armonía social”. Eso que en el siglo XIX la gente bien
pensante denominaba “la cuestión social”, sigue existiendo, y más en este momento
de crisis, cuando aumentan los sin recursos y con grandes dificultades. Según
datos de la Red Europea contra la Pobreza y la Exclusión (EAPN), ya son 13.657.232
españoles, de los cuales 3,2 millones viven en “extrema pobreza”. Es decir,
que el 29% de nuestra población o es pobre o pauperizable. No se ha de echar en
saco roto, además, lo que según explican instituciones activas en estos medios,
como Save the Children, está sucediendo con los hijos de estas familias. Casi
exclusivamente escolarizables en los centros públicos, son los mejores
candidatos a tener problemas de rendimiento y abandono escolar. Sus historias
nadie puede alegarlas como ignotas y, en un Estado democrático, no pueden
circular como meramente atendidas desde solidaridades más o menos voluntarias
de la caridad o la beneficencia. Tanto más cuanto que los sociólogos las han
investigado reiteradamente. Es clásico el estudio sobre la estructura escolar,
en EEUU, de Bowles y Gintis (1985), o lo
que habían publicado ya en 1971 Baudelot y Establet, a propósito de La escuela capitalista en Francia. Y en
España, es especialmente digno de recuerdo Carlos Lerena a causa de: Reprimir y liberar (1983) o su
coordinación de Educación y sociología en España (1987).
Las tranquilizadoras
selectividades y sus formulistas reválidas, reproductoras de lo que “la
naturaleza” da de sí, debieran obligar a
sus defensores a que, al hablar de exigencias de una buena educación
“para todos” se sinceren: ¿Qué es lo que hace, después de tantos años y
presuntos “esfuerzos”, que todavía no pasen del 8% los hijos de trabajadores que acceden a la
Universidad? ¿Qué trabajo espera, en esta situación de empobrecimiento
creciente, a los de este entorno social que hayan logrado acceder a ella? ¿Ser
inteligente, si son pobres, les conducirá a la riqueza? ¿A todos los inteligentes? ¿Y a los que
dictaminemos que no lo son, a dónde les predestinamos? Suponiendo que acceder a
la Universidad, fuera un buen itinerario para enriquecerse o simplemente vivir
decentemente, ¿después de los recortes de estos últimos años en más de un 30%,
puede decirse que toda persona inteligente, podrá hacer estudios superiores si se
“esfuerza”?
Incierto 26-J
Ha sido difícil –si no imposible- el rigor en cuestiones de
Educación después del 20-D y existe el riesgo añadido de que ese vacío siga
existiendo después del 26-J. Seguiremos cada cual con nuestro ensueño particular
mientras las reválidas LOMCE continúan ahí. No extenderán la equidad educativa,
pero amplificarán los pretextos en su contra, para preservar “la distinción”,
que diría Bourdieu. Justo ahora, cuando amenazan más recortes
a causa del déficit y debiéramos
estar hablando, más bien, de cuanto pueda hacer más accesible a todos los
ciudadanos el conocimiento y destrezas que exige el mundo actual, seguiremos
soportando lo que de esta última ley orgánica se dijo cuando fue aprobada por
solitaria mayoría en el Congreso: castizo manual de autoayuda selectiva para
favoritos satisfechos. Como mecanismo para “mejorar” el sistema, esta vuelta a
tanta reválida y examen externo acrecentará, bajo capa de “transparencia”, las
justificaciones burocráticas para proclamar –sin complejos- lo poco que nos
importan los objetivos europeos Horizonte 2020, ni los que previamente se
habían adoptado como Marco para la cooperación europea en
educación y formación (12/05/2009). Ahora que Jorge
Mario Berdoglio ha comunicado al lieber
Mitbruder Hans Küng que podían
debatir libremente la infalibilidad papal, nos quedará la LOMCE como refugio de
prejuicios dogmáticos. Y como reserva
exótica: nos sobran jóvenes desde mucho antes de que puedan emigrar a Alemania.
Manuel Menor Currás
Madrid, 27/04/2016.
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