Manuel Menor nos envía su último artículo:
En Educación -pero
también en otros ámbitos- hay cambios que van para largo:
las limitaciones vienen de lejos
En vez de clericalismo o
anticlericalismo, en asuntos educativos lo democrático es hablar de laicidad: hablar
menos de superioridad moral e invocar más la igualdad de derechos de todos.
Todo va tan aprisa que no solemos pensar las cosas en el orden en
que han ocurrido. Somos el futuro de un ayer que nos constituye y tanto nos
fiamos de lo que nos han dicho, que ni reconocemos lo que hemos vivido. Aunque
haya “errores de explicación” flagrantes, nuestra comodidad nos induce a creer
sólo en las opiniones que, entretanto, se han mimetizado con nuestro yo. Las
notas del eje cronológico que sigue, incómodas si se empeña uno en mirar el
pasado en complicidad con el Dr. Alzheimer, sólo pretenden clarificar algo el
aspecto de clericalismo/anticlericalismo que suele alegarse ante la mención de una posible revisión delos
conciertos educativos.
En 1517
Las formas de laicidad se diversificaron al ritmo del profundo
corte en la cultura de cristiandad existente. La Iglesia llamaba laicos a los
del “laos”, el pueblo sin categorías diferenciales, los no religiosos sensu strictoo no consagrados al
servicio cultual y pastoral de la
propagación de la fe. Desde 1517, en que Lutero plantó sus 95 tesis en
Wittenberg, este contraste tendió a acentuarse dentro del mundo católico. El
gran conflicto que planteó fue de conciencia, al negar la necesidad de
intermediarios en la relación religiosa del creyente. Hasta los años sesenta
del pasado siglo, en que el Concilio Vaticano II le prestó bastante atención a
esta parte cuantitativamente amplia de su Iglesia, la cualidad de laico era
poco significativa por sí misma y siempre hacía referencia subordinada al mayor
conocimiento, orientación y dictámenes de los sacerdotes o pastores. En una de
las síntesis catequéticas más difundidas, la del P. Astete (1537-1601), la
cuestión neurálgica del conocimiento -previo a todo asentimiento de fe- quedaba
encomendada a la Iglesia docente, a la que habían de ser “fieles”. A la
pregunta de qué cosas eran las que debían creerse cuando se exigía creer -el
Credo, “todo lo que está en la Sagrada Escritura y cuanto Dios tiene revelado a
su Iglesia”-, su respuesta correcta era: “Eso no me lo preguntéis a mí que soy
ignorante; doctores tiene la santa Madre Iglesia que os sabrán responder”.
Todavía enCamino (Escrivá, 1934), uno de los vademécums más difundidos en
la España de postguerra, se pudieron ver
muchas de esas distinciones. Por ejemplo, en la máxima 28: “El
matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo”; o en
la 61: “Los seglares sólo pueden ser discípulos”.
En 1789
No obstante, el laico, perteneciente al ámbito de la gente “común”
del Tercer Estado dentro del orden feudal clásico, protagonizó profundos cambios
políticos a finales del XVIII: después de la Revolución Francesa, la gente empezó
a ser considerada en la Historia escrita como sujeto de lo que sucedía. En el
foro interno de la Iglesia, este “signo de los tiempos” tardó bastante más en
ser reconocido y los laicos tuvieron que esperar a los años sesenta del siglo
XX. Los procesos de aprecio y
consideración hacia la igualdad de trato –también de parte de quienes rezan el “Padre
nuestro”- siempre han sido lentos, mientras la perspectiva patriarcal yetnocéntrica
–de la que el trato y reconocimiento a las mujeres sigue siendo víctima- ha
tendido a ser predominante, como si de algo “natural” y bendecido por Dios se
tratara. Pasar del privilegio a la normalidad del derecho común –podemos
comprobarlo- sigue siendo costoso si nos han educado en la diferencia o la
selección. Y a la Iglesia institucional
también le costó aceptarlo. Pudo verse sobradamente con la caída del Antiguo Régimen, del que formaba parte principal. Arrastró de inmediato
cambios en cuanto a las políticas y actuaciones de “cristiandad” a que estaba
acostumbrada. El término “Caridad”, por ejemplo, muy preciado hasta la primera
modernidad del siglo XV, había crecido en desprestigio y fue sustituido oficialmente
por “Beneficencia”, con otra legislación y administración “secularizada”para
atender los problemas más urgentes de la pobreza. El profundo cambio afectaría
igualmente a las relaciones entre el moderno Estado naciente y la Iglesia, y lo
sucedido en Francia constituye una relevante referencia pese a sus
fluctuaciones. En la Declaración de los
Derechos del Hombre(26/08/1789), la religión católica perdió su estatus
privilegiado y la sociedad se abrióa una mayor tolerancia. Las alternancias
dubitativas entre ambas instituciones, en cuanto a intereses temporales,
continuaron hasta el 09/12/1905 en que, por ley, “la República asumió la
libertad de conciencia. Garantizaba el libre ejercicio de los diferentes cultos
sin más restricciones que las que pudieran afectar al orden público”(art. 1). Y
al mismo tiempo, “no reconocía ni salario ni subvención alguna al culto”, debido
a lo cual fueron “suprimidos de los
presupuestos del Estado, de las provincias y de los Ayuntamientos” (art. 2). Se
establecía así la separación de las Iglesias y el Estado a efectos de
financiación y así lo hizo saber de inmediato el Gabinete del ministro de
Instrucción Pública, Bellas Artes y Cultos.
En Italia, este trato con la temporalidad se
complicó en torno a 1848. Pio IX estuvo
en riesgo de perder los Estados Pontificios, lo que acabó sucediendo en 1870, y
se recluyó en el Vaticano. Ese Papa, en vista de lo que él mismo estaba viviendo,
dio cancha a la “Acción Católica” propiamente tal, asociacionismo de los laicos
para hacer presentes en la calle “los derechos públicos de la Iglesia” y sus
intereses. Los siguientes Papas, León XIII, Pio X, Benedicto XV, Pío XI y Pío
XII, encontraron en este instrumento –ramificado y especializado incluso por
sectores- un medio de amplificar su presencia social, retraída con tan rápidos acontecimientos.
Pero en la organización interna de este activismo casi siempre tendió a
prevalecer la preeminencia del consiliario, sacerdote o religioso que
transmitía las consignas de la jerarquía. Pese a sus heterodoxias internas,
siempre una gran distancia conceptual
respecto a lo que el Vaticano II plantearía en la Lumen Gentium, en que los laicos pasaron a ser “parte
constitucional de la Iglesia”. Venía a ser como si se les reconociese la
mayoría de edad. Qué haya pasado desde 1964, en qué haya venido a parar hasta
hoy y si los laicos –y laicas- tienen igualdad entre sí y cuál sea su papel,
dentro de la Iglesia católica, respecto a “los ordenados” y a cuantos ejercen
puestos jerárquicos, es asunto en que los teólogos y teólogas de asociaciones como la “Juan XXIII” todavía tienen
mucho que decir.
En 1851
En España, en líneas generales,
a todo lo anterior se añaden algunas peculiaridades que permiten entender mejor la incesante pelea por el
espacio simbólico –aunque no sólo- de la educación. Que iban a producirse
graves divergencias en este profundo tránsito histórico desde el siglo XVIII,
pudo verse ya en las Cortes de Cádiz.
Blanco White, a quien se hizo referencia hace unos días en esta columna,
fue testigo, lo vivió y sufrió con el exilio. Ya fue tardanza tener que esperar
a la muerte de Fernando VII (1833) para que, por ejemplo, desapareciera la
Santa Inquisición, se introdujera algo de representación –censitaria- en el aparato
del Estado o se modernizara levemente su Administración.Pero, pese a ello, no
nos privamos de varias guerras civiles –las carlistas lo fueron y muy dramáticas a cuenta de “la tradición”-
ni de abundantes golpes de Estado. Toda “innovación” democratizadora fue
pretexto de bronca: Larra, desesperado, lo dejó bien contado. Y para que tanta
sinrazón se amortiguara un poco e Isabel II tuviera algún respaldo, firmamos en
1851 el Concordato con el Vaticano. Sus artículos 1 y 2 no sólo iban a tenerpeso
permanente en el juego político –y en la legislación educativa- del siglo XIX.
Desde entonces a hoy, el Concordato de 1953 vino a confirmar aquellos privilegios
–supuestamente rotos en la II República-, que habían empezado a formalizarse
con decisiones de la Junta de Burgos antes de la Carta episcopal colectiva
(01/07/1937). Y los Acuerdos de 1979 siguen pesando fuertemente en los
conciertos educativos, en la presencia de la Religión en el currículum y en otras
determinaciones de la vida colectiva. Son perceptibles en los presupuestos del
Estado o de otras instituciones públicas con distintos convenios y exenciones, y
otras confesiones religiosas demandan similar trato.
En 1857
Si se tiene en cuenta lo que
pesa el pasado histórico, se hace rara la excusa de quienes, cuando de revisar
la cuestión de los convenios o “conciertos” educativos se trata, alegan que “de
nuevo estamos con los prejuicios del viejo clericalismo y anticlericalismo”. Si
éste fuera un sólido argumento –tan
prejuiciado como inexplicado para hoy-, sobradamente incoherente sería el
sistema educativo que se ha logrado construir desde 1857. Desde el punto de
vista estrictamente histórico, sonaría a excusatio
non petita o -como están diciendo del
exministro Soria- un grave “error de explicación”. No estamos en el año cero y
no se puede obviar cómo en el hacerse de la educación española desde la Ley
Moyano, nunca han perdido comba y, menos desde 1936, en que cogieronla
exclusiva, inspirados en la encíclica DiviniilliusMagistri
(Pio XI, 31/12/1929). Los debates parlamentarios del siglo XIX, especialmente
desde 1868 y su correlato político en las decisiones ejecutivas y en cuanto
dejaron escrito, tienen inmenso interés para ver qué acabaría sucediendo desde
el finaldel primer tercio del siglo XX. El BOE
completo –y, antes, la Gaceta de Madrid- dan cuenta de este trampantojo argumental. Fácilmente
consultables desde Internet, permiten ver cómo sólo en los brevísimos momentos
en que ha habido verdadera preocupación, y no simple invocación vacía a la
libertad democrática, ha habido afán por una educación digna y accesible a
todos. Y no aparece, sin embargo, que en
el largo dominio que han ejercido sobre el Boletín
Oficial,los sindicados en la onda de lo privado-concertado –“clericales”,
¿no?-se hubieran interesado mucho por tal formulación de la educación.
Tendentes siempre a dar cobijo a los que podían “estudiar” –y muy poco a los
que apenas podían ir a la “escuela”, porque no había-, hasta 1979 ni siquiera
pudieron certificar la simple escolarización de todos los niños y niñas españoles
menores de 14 años. Y fue entonces, de añadido, cuando volvieron a insistir con
la LOECE (BOE, 27/06/1980), para asegurar lo llevado a cabo en tantos años. Y
por entonces fue también -antes de la LODE (1985) y de la LOGSE (1990), en que
tanto les garantizaron los legisladores socialdemócratas- cuando empezaron a montar las campañas en
torno a la “masificación”, “egebeización” y demás pretextos contrarios a una
elevación de la dignidad de todas las escuelas e institutos. En la última
Legislatura acabamos de ver reverdecer el espectáculo de ese estilo de
preocupación por los asuntos de la educación, sin que podamos olvidar qué
educación han querido y contra qué. La lista de lo que escribieron es muy larga,
pues sólo ellos pudieron hablar y escribir sin generar desafecto o
contradicción contra lo que imperaba. Con editoriales como FAX, Véritas, Escuela
Española, Editorial Española, Gustavo Gili y similares, poblaron ampliamente
las bibliotecas expurgadas en aquellos momentos de maniqueísmo feroz. Hoy, afortunadamente, ha cambiado mucho esa
forma de ver y, en muchos ambientes, ni siquiera es ya arqueología. Argumentar,
por tanto, desde la mera repetición de lo que se puede encontrar en aquella
profusa literatura doctrinaria, sólo suena a insidia continuadapara que la
privatización siga creciendo imperturbablemente y en detrimento de la enseñanza
pública.
Y en 2016
A quienes pagan religiosamente sus impuestos, les vale poco,
incluso, la presunta superioridad moral que quieran expresar de continuo los
administradores de los asuntos confesionales en España para sostener muy
particulares maneras de entender “la libertad de enseñanza” a cuenta de un
presunto bien que hicieran al Estado. A
pesar de tantos años de catecismo obligatorio –y cuando ya apenas queda un 2%
de ciudadanos que hayavivido la última guerra incivil- se les antoja mera
cuestión de prolongación extemporánea del dominio y poder de otra época. A
contracorriente de cuantos ven en este asunto un modo de distinción social
reconocido, en torno a un 65% de ciudadanos entienden que una de las reformas
eclesiásticas nada cosméticas que daría mucho crédito –evangélico- a quienes la defendieran sin restricción
mental, sería renunciara los privilegios educativos que confieren a la
jerarquía católica los Acuerdos del 79. Podría precederle –para mayor rigor
moral y político- una evaluación seria de cómo cada uno de los colegios que se
acogen a tal convenio contribuya ontológicamente a un “servicio social” de
todos los españoles y no a su segregación. También en España –dicen-podría ser
doctrina oficial lo que en Francia hace tiempo reclama el CEDEC (Cristianos por
una Iglesia separada de la escuela confesional) y que, ya en la sesión parlamentaria del 11 /12/1921, planteaba el Abate Lemire:
“cuando se quiere ser libre, hay que ser pobre… Yo digo que, precisamente
porque es una inversión del Estado en la escuela, los padres deben saber que
las convicciones de su hijo serán respetadas en esta escuela. Lo propio de la
escuela pública es que, puesto que se financia con el dinero de todos, debe
respetar las convicciones de todos… Si queremos una enseñanza especial,
distinta, aparte, somos libres” (Henri Peña, 2009: Antología laica).
Tal como va todo, el pasado
sigue pesando. A la luz de lo que dicen los medios y Webs de
organizaciones vinculadas tanto a la enseñanza privada, como a la Conferencia
Episcopal, a la CONCAPA y demás organizaciones de la órbita de ruidosos
beneficiados por los conciertos educativos o por descuentos fiscales que pueda
tener en algunas Comunidades la más propiamente llamada enseñanza privada, esta
historia parece que vaya para largo. Veremos.
Manuel Menor
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