Manuel Menor Currás nos envía su nuevo artículo
No todo depende de la
escuela. Hay circunstancias colaterales pero fundamentales, para que escuelas y
colegios cumplan sus cometidos primordiales: las familias no siempre acompañan
bien a sus hijos.
Dos noticias recientes
ponen sobre el tablero otras carencias en la atención a los menores que
contribuyen a las posibles razones de suicidios de adolescentes y niños, no infrecuentes
en España. Por un lado, el grave atropello en Vitoria de una niña de 17 meses a la que un
presunto violador –profesor de conservatorio- tiró por la ventana de un piso en
Vitoria el pasado día 25. Por otro, una información paralela de Alejandra Agudo
sobre niñas de Bangladesh que “dan el no quiero”. En ese país, un
65% de las menores de 18 años ya están casadas y la educación es fundamental
para combatir “esta tradición asociada a la pobreza”.
Los
riesgos de la pobreza
Según Educo. org, la población
española de menos de 16 años en riesgo de pobreza o exclusión social es del
35.4%, y la tasa de abandono escolar temprano alcanza al 21.90% , según los datos que manejan del Informe PNUD 2013 / Unicef / INE / Eurostat 2014. Entienden como población en riesgo de pobreza
o exclusión social la que está en alguna de estas situaciones: con un 60% de
mediana de los ingresos por unidad de consumo; en privación material severa
(con carencia en al menos 4 conceptos de una lista de 9); en hogares sin empleo
o con baja intensidad ocupacional. Dos millones y medio de niños y niñas españoles
se encontrarían en riesgo de pobreza. Con la malnutrición como una de sus
características principales, es decir, que uno de cada cuatro de nuestros
pequeños –los datos de Save the Children son más duros- no ingiere una
alimentación adecuada, de modo que 200.000 no pueden permitirse comer alimentos
proteínicos adecuados cada dos días.
Los
tratos vejatorios a la infancia
Los datos de Unicef a propósito de las
expectativas de cambios en el matrimonio de adolescentes en el mundo –y a los riesgos que
implican- prestan especial atención a lo que sigue sucediendo en Asia, África y
una parte relevante del Caribe. Nada dicen, sin embargo, acerca de lo que siga
aconteciendo en España en cuanto a persistencia de tradiciones de tratos vejatorios,
más o menos sórdidos, de violencia sexual familiar con menores. Hay constancia de costumbres nada
infrecuentes en zonas rurales más deprimidas, en épocas de pobreza grave y
tasas de nacimiento elevadas. Constan, igualmente, tabúes que se han ido
pasando en el transcurso del tiempo para mentar a presuntos “padrinos” que
“ayudaban” durante algún tiempo a familias muy necesitadas. Muchos conocen historias
dramáticas de personas atrapadas en algunas de estas historias de vida atroces.
Y, por otro lado, nuestra literatura, a diferencia de la de los países nórdicos,
es propicia al ocultamiento y a la vergüenza en estos asuntos. Los cuentos,
siempre tan ejemplarizantes, dicen subliminalmente mucho más. Criados en el
espíritu de la Contrarreforma, siempre fueron cuestiones más de confesionario
que de investigación judicial, y siempre
muy huidizas del sistema educativo aun cuando fueran flagrantes los abusos
pederastas.
Nunca han sido asuntos para hablar y tener en
cuenta con la atención debida. Los menores siempre fueron más menores en las
áreas donde, además, la escuela fue hasta muy mediado el siglo xx un espacio
exótico. Todavía en 1953, cuando Ruiz Jiménez propuso la reforma de las
Enseñanzas Medias (LOEM), decía que harían falta unas 20.000 escuelas
unitarias, a razón de 60 niños por aula, y que habría que echar mano a otras
15.000 que estaban en estado muy deficitario. Cuando se había empezado a
abordar la primera legislación protectora de los niños en 1873, 1904 y 1908,
tratando de mantenerlos alejados de actividades laborales especialmente
difíciles, el ideal higienista de seguridad en un buen hogar apenas se podía
lograr en el ambiente urbano y que, en las discusiones parlamentarias, todavía
se sostenía que los daños familiares que se podrían seguir, sin la aportación
del salario infantil, serían mayores. Véase si no, qué decía Sallarés i Pla,
defendiendo una especie de derecho de propiedad, superior y sagrado, del
capitalista a tener sus ganancias a cuenta de la explotación. Y peor es si se
consideramos qué pasaba con “la infancia abandonada” o maltratada –que tanta
atención suscitó por las mismas fechas a los reformadores sociales-, en que el
alcoholismo, la miseria y la ignorancia aparecían como constantes de que la
infancia podía ser para muchos niños y niñas un tiempo muy poco feliz, y los
hogares eran un espacio nada educador.
La
convivencia escolar
De todos modos,
cuando tardíamente ha habido que establecer planes estratégicos de convivencia escolar –como el que el 22
de enero anunciaba el MECD- , no debieran obviarse las políticas familiares
pertinentes. Que en la Constitución se
dé preferencia a “los derechos de los padres” a la hora de la educación, no
garantiza el crecimiento de los niños en un ambiente familiar sano. No estaría
mal, por ello, que la Carta magna garantizara más explícitamente esos derechos
en el sentido estricto que recoge el famoso documento de la ONU y que, de
manera indirecta, nos atañe por ser firmantes comprometidos con él. Y en la
formación del profesorado de los primeros niveles educativos debiera ser
explícita igualmente la atención a estas cuestiones que siempre son más bien de
otra burocracia y que, por tanto, suelen mostrarse como no pertinentes
profesionalmente. Cuando el bien superior de los derechos del niño está por
medio, no se trata de intromisión en terreno vedado. Existen abusos de carácter
sexual en ámbitos familiares y son advertibles en las aulas a poca atención que
se preste a las condiciones básicas de aprendizaje. Profesores y maestros deberían,
por tanto, disponer de protocolos de atención obligatorios para la detección de
los síntomas y la consiguiente actuación que proceda. El problema existe, y no
exclusivamente en situaciones económicamente desfavorables, en un grado que algunas fuentes informantes
elevan hasta un 30%. Puede ser discutible la proporción concreta y, también, si
es o no mayor o menor que en tiempos pretéritos, pero existe. Los primeros que dan fe de él son los abogados
especializados en violencia contra las mujeres; en sus demandas no son infrecuentes estos otros
abusos colaterales profundamente dañinos. Lo constatan, además, las
estadísticas del Consejo General del Poder Judicial a la hora de cuantificar
los asuntos que pasan por los diversos juzgados. Lo saben, y muy bien, tutores
de centros educativos que han logrado empatizar con sus tutorandos y tutorandas.
Y lo conocen, probablemente con menor fiabilidad –porque no disponen de los
recursos presupuestarios que debieran en las Autonomías- las unidades de
atención social y familiar, algunas de las cuales tienen encomendado este
trabajo específico a entidades externas como CIASI, por ejemplo.
Y
“la calidad” educativa
Sólo resta que, a la
hora de hablar tanto de “mejora” de la educación, seamos menos hipócritas. Alguien
con sensata paciencia en cuanto al valor de las políticas educativas
que nos venimos tirando a la cabeza desde hace mucho más de 30 años como un mal
que nos hubieran impuesto, debería correlacionar los datos existentes en cuanto
a pobreza infantil, fracaso escolar y abusos a la infancia, para contrastarlos con
la ausencia real –denunciada reiteradamente por las ONGs arriba mencionadas- de
políticas protectoras de los niños y niñas que vayan más allá de la retórica. Da
risa que, sin ponerle rigor al trato con estos problemas, nos llenemos la boca
de “excelencia” y “calidad” educativa, y hasta de formación del profesorado y otras
maravillas que debieran ayudar a dar sentido a la escolarización obligatoria
hasta los 16 años… o, como algunos han propuesto, hasta los 18. ¡Como si los
cimientos de este frágil sistema educativo no tuvieran importancia! En fin, ya
sabemos que para el mesiánico pacto de la XI Legislatura será un milagro que se
hable de estas cosas tan poco atractivas, pero algún día lamentaremos que, una
vez más, lo urgente impida tratar lo necesario e imprescindible.
Manuel Menor Currás
Madrid, 27/01/2016
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