Nuestro compañero Manuel Menor nos envía el artículo de esta semana
Empezar el otoño con sosiego es tedioso estos días: Volkswagen,
Cataluña y los libros de texto para niños bilingües de Primaria aleccionan,
hartan e intranquilizan.
Lo de la marca alemana es para echarse a temblar sobre la fiabilidad de los más fiables
y, de paso, para aumentar la desconfianza hacia los menos vampiros de nuestros
gloriosos emprendedores. Das auto me ha
estafado -.así parecen reconocerlo- igual que a otros más de 700.000
pardillos españoles. No es “el” coche, sino tan sólo “un” coche más del montón,
trufado de triquiñuelas para llevarse una pasta adicional. En fin, una
demostración objetiva –desprejuiciada- de que la iniciativa privada es más
eficiente… para alguien con nombre y
apellidos concretos. Es posible que estemos ante una de esas razones que
acabarán sirviendo para sacar delante de tapadillo y relativamente rápido, el
TTIPS, ese tratado de libre comercio con EEUU que tantas rémoras encuentra para
salir adelante sin tener en cuenta a cuantos le ven pegas sobradas, como ha
denunciado Susan George. Al tiempo.
Lo de Cataluña y su posible declaración de independencia el 27 por la noche o el
28 a primerísima hora de Greenvich no es menos educativo para quien quiera
dejarse educar. De las muchas lecciones que encierra –y de las que todavía nos
quedan por aprender-, me interesa especialmente la del arte de marear la perdiz
como fórmula de entretenimiento. A estas alturas de la historia de esta
península –no diré de España, por no complicar-, cuando los problemas son de
cuidado y la crisis
se ha cebado
abundantemente con recortes
de todo tipo
-también en Cataluña-, la rentabilidad del sentimiento bien manipulado
puede dar, a unos, frutos tan interesantes como los del olvido de la mala
gestión y, a otros, en lo fructífero que es saber decir constantemente que no a
cuanto se mueva: la esclerosis también es rentable. Esperemos que nadie se
lastime tras tanta lección acumulada, especialmente intensa en esta pasada
semana.
Lo del libro de texto que tanto revuelo ha causado, especialmente en Madrid, tampoco
debiera sorprendernos demasiado. Como las otras dos noticias de la semana, con
que nos han tapado muchas otras, se veía venir. Quienes conocen la historia de
las editoriales y especialmente las de los libros de texto, saben cómo se montó
este nicho de negocio en los tiempos primeros del franquismo, quiénes fueron
sus beneficiarios principales y cómo, de algunas de estas empresas nacidas bajo
una determinada protección muy ideologizada y al lado del poder, nacieron
algunos de los grupos de comunicación que tanto renombre han tenido en los
últimos tiempos. A todo esto puede seguírsele la pista con relativa facilidad
en dos libros ya comentados en esta columna: el último de Gregorio Morán en
Akal –que a muchos incomoda tanto-, y el publicado por Marcial Pons
recientemente sobre la historia de la edición en España, con un un capítulo
particular de Antonio Viñao Frago muy recomendable
.
Esto de los libros de
texto tiene un segundo capítulo de enorme interés
porque nada en Educación es aséptico ni
sucede por azar. Como en los demás auntos de la vida colectiva, siempre
arrastra consigo intereses y conflictos, que no siempre son del interés general
aunque se revistan de tal. Fue al compás de la legislación educativa muy
cambiante desde 1970 -con la Ley general de Educación y las que siguieron hasta
ahora mismo-, cuando se fueron constituyendo estos grupos editoriales y mediáticos.
El cambio constante de programas y formas de organizarlos arruinó los libros
enciclopédicos anteriores y generó un
movedizo mercado que cambiaba cada poco tiempo, como si las materias de estudio
dependieran de un incontinente gusto cambiante… Por aquí llegamos a la razón de
que estas editoriales sean un gran grupo de presión ante el Ministerio de
Educación. Si recuerdan algunos de las noticias que empezaron a proliferar
desde un poco antes del verano, justo cuando Wert se estaba yendo a París,
podrán observar las réplicas de ANELE
–la asociación gremial de los editores de libros de texto- frente a cuantos
hablaban de parar la LOMCE: la inversión para el recambio de textos que
conllevaba la nueva ley orgánica ya estaba en marcha. Nunca se le oirá a esta
gente una queja frente a un panorama legislativo tan cambiante como el que ha
tenido el sistema educativo español en estos 45 años últimos.
En cuanto a la Historia
en los libros de texto, la tradición establecida es que todavía la
suelen escribir los vencedores. Tiene pocas posibilidades de ser historia
oficial la que ayude a entender con alguna fiabilidad qué haya pasado. Únasele
el afán de todo preboste poderoso por dejar huella imperecedera y tenemos el cocktail apropiado para entender mejor los
percances de estos libros, a veces tan burdos. Si quieren leer documentación
fehaciente al respecto relean aquella Enciclopedia
Álvarez que probablemente hayan tenido que estudiar cuando eran niños o que
tal vez hayan comprado en alguna reedición última en un arrebato melancólico.
La inspiración –obligatoria- de lo que contaba en el capítulo de Historia de
España, sobre todo al final, era un librito que había escrito José
María Pemán en 1938, que, si entran en el BOE primerizo de esos años –es muy fácil desde Internet-, podrán
ver que es la base de lo que como canon único impuso el Instituto de
España ese mismo año. A los antiguos
les fue difícil encontrar versiones de “los hechos importantes” en que no se
ensalzara al poderoso. La gente común sólo después de la Revolución Francesa
empezó a ser considerada sujeto de la Historia. En España este territorio de la
Historia siempre ha sido complicado. Como ciencia –o intento de explicación
seria y con metodología científica, contrastable y nunca dogmática- es
especialidad académica relativamente reciente y con sus propios avatares
sobrevenidos de ventajistas, pseudohistoriadores, revisionistas,
noveladores y cuentistas de diversa especie disputándole la coherencia de la
veracidad –y el espacio de las librerías- a los buenos y muy honestos, que los
hay.
Un ejemplo no muy
antiguo, pero relevante en lo que sugiere la
textualidad de este libro de texto –y sus connotaciones- es el del Diccionario Biográfico Español cuyos 50 tomos ha
venido editando La Real Academia de la Historia –teóricamente el no va más en
estos asuntos-, increíble en muchos aspectos. Busquen en esta monumental obra
pagada con dinero de todos y verán el sesgo que tienen muchas de las entradas,
empezando por las de Mariano Rajoy y la propia Esperanza Aguirre, objeto de al
menos tres presencias privilegiadas en el librito que deberán estudiar algunos
infantes madrileños. Ahí está un ejemplo gozoso para los amantes de “la verdad
histórica”. Añádase que la homenajeada por el susodicho libro para Primaria fue
aventajada defensora de “Las Humanidades”, cruzada que publicitó ampliamente su
imagen, por más huera que fuera. Fruto de aquel afán desmedido fue un
demediado programa de Historia de España en 2º de Bachillerato. Por la infinidad
de asuntos que, para selectividad y en tan corto tiempo pretendió abarcar -desde
antes de Atapuerca hasta la última noticia de hoy-, quedó muy bien como
marketing político, pero ha sido muy poco eficiente educativamente.
Y otro capítulo
ineludible –de esta historia que da para una serie-
es el que toma en cuenta qué pinta un profesor en clase con un libro de estas
características. No digo un padre, que al menos alguno ha reaccionado con responsable
dignidad ante lo que debiera haber saltado antes. La dignidad profesional
del docente, su libertad de cátedra, su preparación cognitiva y su capacidad
crítica, ¿dónde estaban? ¿De qué lado debe ponerse ahora, cuál tiene que ser su
actitud? Antes de contar nada a sus alumnos –a quienes se ha obligado a comprar
ese determinado libro, con una interpretación tan sesgada de “la modernidad”-,
¿ha de pedir permiso a la dirección de su centro para aprovechar ese material
documental y debatirlo en clase? ¿Debería complementar esa información con otras
que la contrastaran y corrigieran? ¿Ha de darlo por bueno sin más y hacérselo
memorizar a sus alumnos, por pequeños que sean?
Y si hubiera entendido que el libro manipulaba y adoctrinaba
indecentemente, ¿debería haberse opuesto antes de comienzo de curso a que se
pusiera ese libro de texto como obligatorio?
Si tuviera estas dudas, probablemente entenderá pronto que cuanto haya
estudiado de Historia Contemporánea –y de la muy fragmentaria historia actual-
probablemente no le sirva de nada. Si, además, es timorato porque puedan
dejarle sin trabajo o que sus propios compañeros se mofen de que tenga tales
escrúpulos, no se extrañe si enseguida
llega a la amargura de darle vueltas a por qué su oficio -“paidagogos”- originariamente era cosa de siervos.
Evidentemente, esta no es la buena lección que le enseñaron sobre lo bonita que
es “la vocación” de enseñar. Lo siento: entre el otoño, Volkswagen y Cataluña…,
la saga de los libros de texto de historia ya es un aburrimiento
Manuel Menor Currás
Madrid, 25/09/2015
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