Manuel Menor nos envía este artículo:
La TRANSPARENCIA EDUCATIVA: un bien escaso que obliga a pensar a quién se vota
También la gestión del
presupuesto educativo -opaca en demasiados aspectos- es imprescindible que sea
transparente para que sea democrática.
Que las campañas
electorales sirvan para algo es dudoso, como se
preguntaba anteayer en este medio Fernando Ramos. Especialmente, si ese algo consiste en modificar comportamientos
electorales más allá de los convencidos y partidarios. Pero si los hábitos y
excrecencias que ese ritual genera periódicamente se toman como síntoma social,
sin duda tienen gran interés. El Forges,
siempre atento a lo más urgente, nos anunciaba ayer, a la vista de los
exabruptos que algunos de los protagonistas suscitan, que “La Real Academia
investiga si las campañas electorales crean lenguaje”. Detrás, están, además,
las pautas que los gurús de campaña tratan de seguir como estímulo para
posibles votantes: un conjunto documental de preciado valor para constatar la
evolución e involuciones que, en un determinado momento, tienen las
aspiraciones y comportamientos ciudadanos. Esta perspectiva de quienes de
manera más o menos “educadora” dirigen las campañas publicitarias y manipulan
el sentir colectivo pone de relieve lo que estiman que para los ciudadanos es
más valioso.
A estos estrategas no les es fácil gestionar estos días de pregón, desde luego,
cuando además la orquesta de medios disponible es crecientemente diversa. La
tentación de la indiferencia a que pueden inducir si los mensajes no son
apropiados o resultan excesivos, siempre está latente. Aunque a veces sea ésta
la finalidad manifiesta de algunos programas, tampoco existe un único método
para generar el clímax adecuado y que el
posible votante escoja determinada papeleta ante la urna o se abstenga. Ni
siquiera es absolutamente determinante una infinita disponibilidad de recursos
–incluidos los demoscópicos-. Cierto es sin embargo, que, sin un umbral básico,
cualquier operación electoralista está llamada al fracaso y, también, que en
algo coincide siempre toda la parafernalia preelectoral: concentración, simplicidad
y repetición de mensajes conscientes y subconscientes; asociación de los mismos
a determinados gestos, caras y formas estereotipadas de comportamiento, que
susciten simpatía en quien viere u oyere; y algún grado de inducción a que el
futuro más conveniente es el que con una bien dispuesta partitura del tempo se nos está simbolizando y
representado.
El objetivo de seducir al votante y lograr que se sienta feliz con una determinada
opción suele centrarse en la sobriedad de palabras, y que el día de las
elecciones llegue sin que hayan cambiado su significado para el más
amplio sector posible de receptores. Porque el riesgo es que de tanto
repetirlas, de manera alocada en ocasiones, descabellada en otras y jibarizada
casi siempre, se hayan erosionado semánticamente tanto que no signifiquen nada.
Como lo es asimismo que el ruido ambiental las convierta en desagradable
cacofonía: la crisis no ha afectado al afán de omnipresencia verbal de tanto
candidato y evidente es que pueden
inducir a la indiferencia de los posibles votantes. Un problema que de algún
modo es recogido por las últimas encuestas cuando muestran un 44,4% de
desconcertados que dicen no saber qué contestar. Tendencia que probablemente se acentuará un poco más
cuando, a donde quiera que el posible elector adulto quiera mirar se encuentre
como gran atractivo la irrupción de “gente joven” en lo más alto de la escena política, ese Gotha donde a alguno
se le ha subido a la cabeza que la renovación política sea exclusiva de quienes
rondan los 37 años. Lo que viene a inducir a
que esto de la ciudadanía “regenerada” deberá seguir teniendo exclusividades y
exclusiones, como en la antigua Atenas de Pericles.
Hablar cuesta poco y
puede convencer a los más incautos. Estos días, de
hecho, y mientras no digan lo contrario, proseguirá “el crecimiento”, palabra y
mensaje con artículo determinado. Ayuda a precisar mejor su excepcionalidad y
el reducido grupo de beneficiarios, a la espera de que sean muchos más quienes
lo crean, ya que ignora, tapa y oculta su calidad y amplitud. Este crecimiento
económico de los grandes números del PIB nunca va acompañado de dato alguno
referido a la distribución social del mismo ni, por supuesto, de los costes que
acarrea en cuanto a calidad de los empleos, empobrecida estos años, ni al paro
generalizado, imposible de justificar con el mal menor de los pocos y no muy
cualificados empleos que, en cada encuesta que viene, trata de fijarnos la
atención y que, si alguien se queja, no
le sigamos la corriente. Más bien deberemos estar dispuestos a propagar que,
aunque el gran objetivo a que han conducido a la Universidad española es que
sus graduados lleguen a servir copas en un bar, la trayectoria de estos años ha
sido impecable. No obstante, como ese “crecimiento” indiferente ya está
saturando en exceso los mensajes y empiezan a sonar distorsionados, los
mensajeros de tan buena nueva ya añaden que “es mucho lo que queda por hacer”,
para de inmediato proponer que aquí siguen ellos para culminar nuestra
redención si somos confiados. Y si esta coletilla no funcionara bien, pronto
empezarán a incrementar el acento con miedos subliminares de diverso alcance e
intención para que, a ser posible, concluyamos que la situación distributiva
del poder actualmente existente debe mudar lo menos posible este 24 de mayo.
Más difícil de taponar es la fuga de militantes del voto hacia la abstención a causa del
desconcierto que genera en los más puros el atisbo creciente de casos y cosas
relacionados con las diversas versiones de corruptores y corruptos. Especialmente
de estos últimos, pues tratan de reinventar las formas de proximidad a la distribución de los
presupuestos del Estado. Para contrarrestar la repulsión a las mil maneras de
robar y pervertir los intereses comunitarios, ya todos los programas recitan el
mantra de la “transparencia”. Pero quienes
la dicen con más ahínco son personas a las que –¡oh milagro!- parece rodearles
por todas partes la corrupción sin que aparezcan nunca salpicadas, lo que nos
va haciendo menos crédulos. Igual que cuando nos llevaban al circo de pequeños
y a la admiración siguió la incredulidad absoluta, cuando empezamos a adivinar
los trucos y, un buen día, se nos derrumbó la ingenuidad.
Laudable parece, por tanto, la desconfianza ciudadana hacia el hipócrita palabreo
del neolenguaje, especialmente si va acompañada de responsable reflexión frente
a las situaciones de mezquindad
que tanto menudean estos días con selecto afán
aristocratizante. Tertuliano ya advertía a los doctrinarios, hacia el
año 200 d.C., que convenía “que los que comienzan a enseñar y exhortar alguna
cosa tengan primero crédito de que han ejercitado lo que enseñan, procurando
enderezar la constancia que tienen en persuadir, autorizada con el ejercicio,
para que no queden las palabras a la vergüenza y faltas de obras” (Libro de la paciencia, 1). Y no debiera
flaquearnos la memoria tampoco, porque la fragilidad en el recuerdo nos llevará
primero a disculpar y, a continuación, a repetir la torpeza de tapar con el
voto las degradaciones que nos han endosado en el transcurso de estos años. Tomen
nota y no olviden -por ejemplo, en cuanto a las políticas educativas-, los usos
indebidos y mendaces que han hecho del InformePISA para que admitiéramos sin rechistar una reforma educativa que solo
perjudica a la mayoría de la gente, degrada la autonomía cualitativa de los
trabajadores de la enseñanza y olvida el futuro de muchos jóvenes, con grave
deterioro de la convivencia democrática.
Esa no es la transparencia que necesitamos. Y no lo es tampoco –idénticamente a
lo que pregonan con “el crecimiento económico”-, que la presunta “calidad del sistema
educativo” haya de ser exclusiva de unos pocos privilegiados a cuenta de
recortes a todos los demás.
Que no nos distraigan: las elecciones son de todos los ciudadanos y para gestionar bien
los intereses de todos. Y la buena educación sólo será tal si está al alcance
de todos en sus mejores posibilidades. Como ciudadanos, es el momento de hacer
la “revolución slow”, que tanto interés
empieza a suscitar en diversos ámbitos vitales, incluido el educativo: pautemos
un poco de “lentitud” estos días para pensar antes de votar. Es un asunto serio
el que se está jugando detrás de la banalización de las palabras más preciadas.
Manuel Menor Currás
Madrid, 16/05/2015
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