Manuel Menor nos envía su último artículo
El trabajo por una buena educación para todos no ha terminado: no tiene fin
Tampoco terminará en noviembre,
en caso de que caiga el partido que ha impuesto la LOMCE. Siempre habrá mucho
qué hacer y hay que hacerlo.
Las elecciones del 24 de
mayo han traído consigo la imprescindible
necesidad de dialogar y entenderse entre varios grupos o plataformas políticas,
hastiados como estaban muchos electores del monólogo exclusivo de quienes
legislaron y decidieron usando el BOE y los Boletines de las Comunidades
autónomas como si fuesen de su propiedad. Y con ellos, los recursos
presupuestarios, como si de su patrimonio particular se tratara. La crisis
económica –al margen de quienes la provocaron- les había facilitado unas formas
de gobierno que, en muchas ocasiones, hicieron revivir tiempos muy pasados, por
la forma de recortar prestaciones del Estado, reducir libertades públicas y
decidir respecto al mundo laboral como si los más necesitados y los de mediano
pasar les importaran un bledo, y sólo merecieran su atención los estratos con
mayor disponibilidad de recursos. Merece la pena, al respecto, leer despacio un
reciente informe de CCOO, Los efectos de la crisis en los salarios,
en que la desigualdad no mencionada en el presunto “crecimiento” que tanto se
publicita es el centro de atención. Además de que siga habiendo 5.450.000
parados, pobreza y trabajo han dejado de ser antitéticos en España: ya hay 2,1
millones de trabajadores –un 11,7% del
total- que viven por debajo del umbral de la pobreza, una tasa que entre los
autónomos y falsos autónomos asciende al 21,7%. Es decir, que pese a la propaganda
de Rajoy y sus colegas doctrinarios, ahora se trabaja más que antes por
bastante menos de lo que se cobraba por hacerlo, todo un ideal de vida para quienes
lo ven de lejos.
Los dispares resultados
de estas elecciones, con actores nuevos en la
escena política, nos brindan la oportunidad de dar nueva vida a los
Ayuntamientos y Comunidades a base de pactos y consensos en que el centro de
atención sean las necesidades de todos los ciudadanos y cómo encontrarles algún
remedio. Para lo cual será imprescindible que abandonen la corrupción
interesada, que renueven la atención al bien común y fortalezcan las
imprescindibles ganas de sentirse en igualdad con la ciudadanía. La inercia de
la soberbia y el creerse en posesión de la verdad, inspirada
por la divinidad, ha desarrollado ampliamente en los votantes síntomas de
alergia en esta legislatura pasada. Bueno será, por tanto, que de cara al
futuro que ahora empieza, los nuevos políticos se acostumbren, ante todo, a
sumar sensibilidades y a escuchar, también a los que piensen diferente. Sería
un desatino grave que, después de lo sucedido en las urnas el pasado domingo,
los más débiles siguieran sintiéndose fuera de juego, cada vez más indefensos y
débiles frente a la crueldad de ser humillados por amos insensibles y cínicos.
Como lo sería igualmente que los medios se portaran con similar actitud,
jaleando servilmente a cuantos hacen gala de actitudes de dominio, tramposas e
irritantes como las que exhibe el protagonista principal de Número cero, la última novela de Umberto
Eco.
Que a efectos del escrutinio de las elecciones no suela tenerse en cuenta el número de
abstenciones, votos en blanco y votos nulos, no debiera hacerles olvidar, de
entrada, que hay un amplio conjunto de ciudadanos en esa tesitura: sumados,
representarían una relevante plataforma política, más amplia que la de muchos elegidos.
Vean, por ejemplo, lo sucedido en las municipales valencianas, donde las
abstenciones han supuesto un 29,89%, los votos en blanco un 1,34% y los nulos
un 1,53%; es decir, que sólo ha votado un 70,11%. En Galicia, otro ejemplo, los
datos son peores, pues, con una participación válida de tan sólo un 66,02%, las
abstenciones han alcanzado un 33,98%, los votos en blanco un 1,79 y los nulos
un 1,87%. Y en Madrid, en cambio, los
votos válidos escrutados han sido del
68,39% del censo electoral. Estos datos, genéricamente admisibles para
otros territorios y demarcaciones, indican que existe un conjunto poblacional
al que la participación electoral, incluso ahora, le ha resultado costosa o,
cuando menos, indiferente y tal vez inútil, lo que debiera llevarnos a no incidir
tanto en que el 24 de mayo haya sido una “fiesta de la democracia”, pues hay
una extensa zona oscura de nuestra convivencia en que no se ha notado
demasiado. ¿Le importa a alguien que en muchos ayuntamientos, sobre todo,
rurales, las predilecciones del voto sigan idénticas al las del inicio de la
Transición? ¿Nos dice algo que extensas zonas urbanas y siempre las mismas, de
barrios marginales, marginados y pobres, sean desde siempre prácticamente
abstencionistas?
Para empezar bien la
andadura de cambios que los resultados
electorales últimos propician, tampoco estaría de más preguntarnos por los
elementos carenciales que subyacen a
tales comportamientos. Hasta qué punto tengan relación, por ejemplo, con
los indicadores de lectura, con los de disponibilidad y uso de las TIC o de los
canales de TV para informarse, con los de consumo cultural y niveles educativos
y, por supuesto, con los modelos de “crecimiento” y niveles de renta disponible…
Todos éstos son vasos comunicantes, y no pocas de las denotaciones de calidad
democrática que tengamos a bien considerar son fruto de largos años de
simbiosis individual con las posibilidades de acceso a tales dotaciones en nuestro común espacio
de convivencia. Asunto éste del que son responsables en buena medida nuestros representantes
políticos según distintos niveles de competencias. De ellos dependen muchas de
las tramas con que se teje lo público. Y para esto les hemos elegido: para que
las construyan de modo socialmente equitativo en la redistribución social.
Mal síntoma es que el partido más votado pero que más votos ha perdido haya
reaccionado ante los resultados de estas elecciones diciendo que lo suyo había
sido un problema de comunicación. Es decir, que seguirán igual y no van a cambiar nada porque lo que manda es
la fidelidad a lo que su
líder les vaya diciendo. Un autismo que algunos ya empiezan a desechar practicando
la salida giratoria. Wert y Gomendio ya parecen haber encontrado acomodo en el
seno de la OCDE y puede que muy pronto
veamos otras desbandadas antes de que lleguen las elecciones generales. Pero
mientras atisbamos cómo los responsables máximos de la LOMCE siguen el incierto
periplo reformista de su ley desde Paris, quienes aquí hayan logrado constituir
mayorías estables para el gobierno de las Comunidades autónomas y los
Ayuntamientos deberán ir viendo cómo desmontar -lo antes posible si no quieren
perder pronto credibilidad- sus ingredientes más discriminatorios y creadores
de desigualdad. Si los recién electos no olvidan que han prometido estar cerca
de la gente común, es el momento de instaurar una metodología seriamente
dialogante sobre los problemas reales a resolver y de acordar lo que
corresponda para hacer más duradero un sistema educativo plenamente
democrático, no excluyente y atento a la diversidad real de la población,
particularmente a la de los más pauperizados por la crisis.
No debiera ser, en todo caso, un momento para cavar nuevas trincheras, sino para
seducirnos unos a otros, como ha recordado Manuela
Carmena. Porque queda por ver cuánto tiempo dura esta leve bonanza sin que vuelvan
a sonar urgentes y expeditivos los mismos argumentos que llevaron a la LOMCE.
Ese tipo de razonamientos excluyentes, contrarios a una educación de todos y
para todos, aunque no tengan valor científico alguno están incrustados en la
opinión de muchos votantes –incluidos no pocos profesores y maestros-,
contrarios a una sociedad más compasiva y humanitaria, especialmente cuando las
circunstancias económicas son más críticas. En situaciones de este carácter –y siempre
hay alguna a mano- suelen reaparecer siempre los misioneros de un competitivo aristocratismo
excluyente. Difícil de borrar, pues siempre hay ofendidos dispuestos a secundar
directrices discriminatorias con pretextos de cualquier tipo: en la campaña
electoral madrileña, que acaba de terminar, bien se
pudo oír alguna voz de estas en nombre del turismo.
Esta línea expansiva de
la atención social debería impregnar especialmente
la formación de profesores y maestros, de que serán responsables en buena
medida los nuevos Consejeros de Educación que surjan de los gobiernos autonómicos
en período de constitución. De entrada,
muy buena medida provisional sería que paralizaran la serie de pruebas externas
que en este momento acaban de hacerse (a los alumnos y alumnas de 3º y 6º de
Primaria), incluida también la que ya se acaba de hacer para el Informe PISA
correspondiente a este año. Como ha reiterado Julio Carabaña, son inútiles para
la mejora de la educación escolar. Sólo están sirviendo como pretexto para
empeorarla, especialmente en su versión de escuela pública. Primero, porque se
usan para clasificar centros, alumnos y profesores con mal estilo y peores
consecuencias prácticas para todos en el sistema. Y segundo -pero muy principal-,
porque esta idea de clasificar a la gente linealmente, por una supuesta
capacidad diferencial de la inteligencia, innata e inalterable en el transcurso
del desarrollo fisiológico y de la interactividad con el medio cultural, además
de basarse en una falsedad científica, es xenófoba de raíz e interesada en la
defensa de los privilegiados. Lo demostró Stephen Jay Gould ya en los ochenta,
en un muy documentado libro que todavía debiera ser de obligada lectura para
quienes se dedican a la educación de algún modo: La falsa medida del hombre (Crítica, 2011).
Buena parte de las necesidades
de todo tipo que percibimos socialmente son
advertibles desde la educación infantil. Si los nuevos gestores de las
políticas educativas quieren una sociedad más armónica y menos desigual, van a
tener ocasión sobrada de pelear por una escuela más justa e integradora, menos homogeneizadora
en el trato y más atenta a las múltiples
diversidades del alumnado que las frecuenta. Empiecen por observar con otros
ojos la realidad escolar y qué se hace en los centros educativos con quienes
asisten a ellos. No sea que, en aras de una eficiencia economicista, reclamada
desde no se sabe qué instancias, vayan a seguir fomentando diagnósticos
gravemente reduccionistas como el de uno de los padres de los test de
Coeficiente Intelectual, H. Goddard, quien, ante un selecto auditorio de la
Universidad de Princeton en 1919, sostuvo: “El hecho es que los obreros tienen
probablemente una inteligencia de 10 años mientras que vosotros tenéis una de
20. Pedir para ellos un hogar como el que poseéis vosotros es tan absurdo como
lo sería exigir una beca de posgrado para cada obrero. ¿Cómo pensar en la
igualdad social si la capacidad mental presenta una variación tan amplia?” (Gould,
pg. 244). Y Goddard -con una terminología de resonancias muy cercanas- añadió
impertérrito: “La democracia significa que el pueblo gobierna seleccionando a
los más sabios, los más inteligentes y los más humanos, para que éstos les
digan qué deben hacer para ser felices. La democracia es, pues, un método para
llegar a una aristocracia realmente benévola”.
Son muchos los
ciudadanos expectantes ante los cuidados que los
recién electos vayan a dispensar a los servicios sociales y, en particular, a
un sistema educativo sensiblemente mejor que el que se ha querido imponer con
la LOMCE. No cae duda de que la defensa
de una escuela pública de calidad para todos -un buen sistema educativo,
equitativo y accesible a todos los ciudadanos-, es un trabajo que no tiene fin.
Pero también han de contar con que la paciencia de quienes lamentan el tiempo
perdido es limitada: ¡manos, pues, a la obra cuanto antes!
Manuel Menor Currás
Madrid, 26/05/2015
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