Es posible que el empeño del ministro Ruiz Gallardón por conectar con el sector más duro del PP, mediante la nueva regulación del aborto o el intenso deseo de controlar el funcionamiento del aparato judicial, tenga que ver con sus ambiciones políticas y su deseo de adquirir peso dentro de su organización, aunque sea imitando al Tea Party. Resulta más difícil explicar por qué recorre el mismo camino el ministro de Educación, José Ignacio Wert, del que resulta difícil creer que piense desarrollar una gran carrera política.
Y, sin embargo, Wert es el ministro que se ha embarcado en dos de los mayores enfrentamientos ideológicos posibles en este país: el acatamiento de la voluntad de la Conferencia Episcopal en lo relacionado con la educación, y la exigencia de regular desde el Estado el uso de las lenguas oficiales en las comunidades con idioma propio. La ley Wert puede pasar a la historia como la primera que se aprueba en el Parlamento con el compromiso expreso del resto de los grupos de derogarla en el minuto en que sea posible.
Mirando con calma el problema de las leyes de educación en España, su rápida fecha de caducidad, quizá se podría llegar a la conclusión de que no habrá calma ni sosiego, no se podrá avanzar en el necesario consenso, hasta que no se denuncie antes el mal llamado Concordato, es decir, el acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre asuntos de educación y cultura, firmado en 1979.
El ministro socialista Ángel Gabilondo demostró en su día, en unas tercas negociaciones, que el PSOE y el PP podían llegar a un pacto social y político por la educación que incluyera más de ciento cincuenta objetivos consensuados. Todo este trabajo, que habría que agradecer a la porfiada voluntad del ministro, pero también a la profesionalidad de sus interlocutores del PP, quedó en nada por culpa de la presión de la Conferencia Episcopal y del dañino acuerdo con la Santa Sede.
Hasta que no se rompa ese acuerdo no será posible que la sociedad española mantenga unas relaciones amistosas y normales con la jerarquía de la Iglesia, como sería lo apropiado. Conviene saber que para denunciar ese acuerdo basta con que así lo vote la mayoría simple del Congreso. Obviamente, eso no es posible en la actual legislatura, pero debería ser alcanzable en alguna de las próximas. La ley Wert es la mejor ocasión para que el PSOE formalice esa voluntad, presentando una proposición de ley que, aunque no sea aprobada, deje marcada su promesa de acometer la normalización de unas relaciones que en todo el periodo democrático no han conseguido alcanzar un equilibrio respetable por todos.
Es importante aclarar que no hay nada en la Constitución que justifique que la nueva ley obligue a que haya una asignatura de religión, a que sea evaluable, a que exista una materia alternativa obligatoria igualmente evaluable y a que su nota media compute a la hora de pedir una beca. La Constitución se limita a garantizar “el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Se trata del reconocimiento de una libertad, pero no implica la obligación del Estado a dar una prestación.
La falta de costumbre de la jerarquía católica española a debatir en el terreno de los argumentos, en contra de lo que ha sucedido con la Iglesia francesa o incluso italiana, habituadas a la discusión intelectual, hace que prefiera moverse en el campo de los mitos y las presiones. ¡Siempre se ha estudiado religión en las escuelas públicas españolas! Es posible, pero, desde luego, casi nunca ha sido una asignatura obligatoria. De hecho, desde la primera ley educativa, de 1857, hasta hoy solo figuró como enseñanza obligatoria de 1899 a 1901 y durante el franquismo. ¡En Alemania se considera una materia científica y evaluable! Cierto, pero precisamente por eso es el Estado el que decide su contenido y su evaluación, y no la jerarquía de la Iglesia. ¡En Italia se imparte la religión en las escuelas! Cierto, pero de manera voluntaria, no evaluable y sin que pueda haber una actividad alternativa obligatoria. Un poco de seriedad, señor Wert.
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