La “buena educación” no
depende solo de las escuelas y colegios. Pero la mala educación es síntoma de serios
problemas de convivencia.
Baldoví, en su intervención en el Congreso el pasado día
siete, mereció un nutrido aplauso –de un sector del hemiciclo- porque
echaba en falta algo que, en principio, dan las escuelas: educación. A su
parecer, a muchos de los que allí estaban les había faltado “buena educación”.
Sin duda, se refería a las pautas de comportamiento, respeto y modales mostrados
por muchos parlamentarios, más bien de “mala educación”. Y en sus palabras no había
ninguna ironía al estilo de las de Mark
Twain, cuando puso en solfa las
historietas sobre El niño malo y el niño bueno, sino enfado.
Actores de buena
educación
Todos estamos de continuo sometidos a la variable vara de medir
con que quienes nos ven y nos oyen consideran buena o mala nuestra conducta. Con
más razón quienes hablan y se expresan públicamente en la Cámara de los
Diputados. Quieran o no, transmiten su buena o mala educación, esa cobertura
que hace que gestos, palabras y discurso refuercen ineludiblemente mensajes de empatía,
proximidad, serenidad, razonamiento, inteligencia, comprensión o, por el
contrario, indiferencia, agresividad, intransigencia, egoísmo, cerrazón,
falsedad, rencor y hasta odio. Ese plus de la “buena educación” amortigua,
incluso, lo que la rudeza de maneras suele mostrar más a menudo: ignorancia y prejuicio,
más manifiestos cuando el que se expresa lo hace de oídas, mecánicamente, como
una marioneta sin pensamiento propio.
Como en la vida misma, en esta sociedad del espectáculo los
variados especímenes existentes en los parlamentos confieren a algunos
personajes mayor teatralidad para atraer a la prensa de diverso modo. Independientemente
del mucho o nulo conocimiento que muestren sobre los asuntos, muchos no se
sienten obligados por las normas de los buenos modales con sus adversarios.
Sorprende lo fácilmente que olvidan lo que, en sus selectos colegios les hayan
hecho leer de lo escrito al respecto –entre otros- por Erasmo, Parravicini, Saturnino
Calleja, D´Amicis, Pilar Sinués, Fernando Beltrán de Lis, Pilar Pascual… o
Alfonso Ussía.
Retórico parece, pues, que, al tratar problemas serios, encomienden
su arreglo a la educación y lo reafirmen en decisiones legislativas del
Parlamento. No sólo en las concernientes a los distintos niveles educativos -como
cuando suprimieron la Educación para la Convivencia o para la Ciudadanía- sino,
también, respecto a otros campos de la vida pública. El BOE educa, y educa bien, mal o regular, según lo que regula o desregula,
y según a quiénes coarte o favorezca. No es etéreo su carácter educador. Si se
analiza la publicación oficial en una secuencia de varios años, permite
observar la proximidad o lejanía, interés o desinterés, aversión y hasta
repudio que unos u otros asuntos le hayan suscitado; cómo se hayan mimado u
olvidado, cómo se hayan preferido unas u otras pautas a desarrollar. En el BOE quedan expresadas las conductas
cotidianas que nuestros representantes han querido y podido exigir a sus
conciudadanos, conscientes de una
capacidad que la escuela no suele tener para educar.
Detrás, se puede ver cómo en lo que se propone y decide pesa, con
más frecuencia de lo deseable, el dar por supuesto que es “natural” lo que
solamente es la inercia de lo aprendido. Montaigne -uno de los clásicos
recordados por N.
Ordine en su último libro- decía que “las leyes de la conciencia, que
decimos nacer de la naturaleza, nacen de la costumbre. Dado que cada cual
venera en su interior las opiniones y las conductas que se aprueban y admiten a
su alrededor, no puede desprenderse de ellas sin remordimiento…”. Al pretender diluir
las contradicciones de creencia o de clase social ofendida, el BOE continuamente pone de manifiesto cómo
mucho de lo que dicen sus páginas está lastrado de inautenticidad, a la espera
de que la historia lo supere. No es difícil, además, ver en sus páginas a los encantados y
encantadas de reconocerse a sí mismos como si vieran a Dios cuando se miran al
espejo. Pero ese cinismo burocrático, propicio a los monólogos, ha dejado
plasmadas ahí siete leyes educativas alternantes y tal vez muestre pronto la octava.
¿Legisladores de buena
educación?
Cuando Baldoví mencionó que era maestro y profesor de Educación
física, quienes se sonrieron
evidenciaron, además, la poca estima que un sistema educativo de calidad les
merecía. Ante tal confesión, hicieron gala de una castiza cursilería, tan falta
de respeto y de ética como las hirientes palabras recordadas hace
poco por J.M. Bausset, o como cuando otro profesor, Labordeta, brindó un exabrupto
sonado en marzo de 2003 a unos hooligans de idéntica vanidad farisaica. Lo nuevo parece ser el hipócrita entusiasmo
por machacar al contrario y no dejarle espacio alguno para que muestre su parte
de razón.
No es fácil -dentro de la cultura política exigible a
parlamentarios de 2020, después de los cincuenta años últimos- dar respuesta a
por qué siguen cultivando falsos mitos para acallar personas que han dado
sobradas muestras de contribución cordial a lo mejor de la sociedad actual. No
podrán explicar el atractivo de la cerrada vida del pasado que proponen a
los españoles que ven el mundo de modo plural e integrador. Tal vez por eso lo
repiten por activa, por pasiva y hasta por perifrástica desde no pocos
púlpitos, por ver si la pedagogía de sus solipsistas principios convence a
algún emprendedor de que son los más fervientes demócratas.
La educación, en todo caso, no parece que vaya a ser objetivo
prioritario en los planes de este Gobierno de Coalición. En la pedagogía de
comunicación que ha aflorado, lo económico irá delante. Como siempre, querrán
convencernos, sin embargo, de que también en lo educativo van a ser “progresistas”.
Lo reiterarán cuando erradiquen algunas marcas sembradas por Wert y Méndez de
Vigo en el BOE. Ya veremos en qué
queda a continuación, su capacidad y voluntad de modernidad. Cuánto tiempo
tengan para mostrarla y hasta dónde es la incógnita que pronto empezará a
despejarse. De momento, Educación no tiene “vicepresidencia” en esta inflado
organigrama ministerial, indicativo para muchos de las preferencias en ciernes,
teniendo en cuenta, además, que Isabel Celáa
pasa a segundo plano y que, en el programa o proyecto que han dado a conocer
hace unos días, pocas concreciones se hacen en problemas significativos del
sistema educativo; queda claro que algunos se soslayan.
Entretanto, la “buena educación” que la sociedad esté aprendiendo de
sus representantes políticos debiera revisarse. No debiera impedir, por
ejemplo, que un Informe del tipo PISA acerca de la pedagogía social que
ejercitan a diario, con los rankings de calidad que cumplen cuantos no alcanzan
los estándares básicos de convivencia y de libertad democráticas. La Legislatura
apenas está empezando y estas demostraciones pueden ser agobiantes para el sano
equilibrio social si crece mucho el número de escépticos.
Manuel Menor Currás
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