¿Es
el “lucro cesante“ el organizador de la educación?
Nos
adentramos en 2019 con múltiples maneras de ver la vida colectiva, en las que
las demandas de la propiedad privada siguen siendo privilegiadas.
Termina 2018, con discursos de fin de año en las autonomías que
más parecen ansiedad de un microestatal simbolismo diferencial que verdadera sintonía con una compartida pertenencia
unitaria. Políticamente, el comienzo de 2019 se aventura así mitinesco, con
todos los anhelos puestos en lo equívocamente válido para desenmarañar las
mentes de cuantos inclinarán con su voto las inminentes elecciones hacia unos u
otros prejuicios. Continuarán vigentes, así, la mayoría de los supuestos que
determinan que la intemperie condicione la vida de millones de españoles. Más
allá de lo que los cambios climáticos determinen, entiéndase “intemperie” como
metáfora de la pobreza, necesidad y exclusión, incluidos
problemas diversos que, cuando se hacen notar, inciden especialmente en quienes
detentan estas carencias.
Del CETA al TTIP
Nos han inculcado que antes que el ocio es el negocio y, como
fondo, la privacidad de la propiedad en sus diversas formas; entre ellas el
“lucro cesante” como una de sus figuras centrales. Cuando entre 2016 y 2017,
antes de que la Unión Europea lo aprobara, hubo una fuerte oposición a que se
firmara con Canadá el Acuerdo Económico y Comercio Global (CETA). La razón fundamental de cuantos lo siguen viendo
controvertido –igual que al TTIP y otros acuerdos similares de libre comercio-
es el “lucro cesante”, que las empresas multinacionales suelen reclamar ante
árbitros internacionales privados, dejando al aire la poca garantía que puedan
tener las reclamaciones de los más débiles. Las relaciones entre países, por
razón sobre todo de sus materias primas o de su comercio –del que no son ajenas las políticas educativas-, está
llena de casos particulares en que solo excepcionalmente han sido atendidas.
El “lucro cesante”, muy estimado por el neoliberalismo y presente en nuestro Código Civil (arts. 1101 y 1106), remonta su origen al derecho
romano. Es una extensión del res clamat
domino (las cosas reclaman a su dueño) en la medida en que se considera un
daño la pérdida de una ganancia que no se hubiera producido si no se hubieran
alterado las circunstancias de una determinada situación. Tan elástica es que de
lo justo puede pasar con facilidad a lo prepotente. Si un país, por ejemplo,
decide mejorar su legislación salarial o ecológica, las empresas –multinacionales,
muchas veces- pueden reclamar un arbitraje por “lucro cesante”, supuestamente
perjudicadas al complicárseles las ganancias de un negocio fácil, exigiendo una
compensación equivalente a los supuestos daños. El quantum de la prestación indemnizatoria ha variado en la propia época romana hasta la regulación actual, pero esta figura jurídica
suele resultar muy favorable a quienes ya arrastran una tradición colonizadora
o de dominio de posición hegemónica en determinadas áreas de investigación y
producción.
Capitalismo extractivo
Esto que sucede entre países acontece a diario en la gestión de
los asuntos públicos, un espacio en que la pugna privada por encontrar
beneficio empresarial es constante y, a ser posible, en exclusiva, monopolio o
formato similar. Ahí anida el “capitalismo extractivo”, en que supuestos
“emprendedores” se apañan para encontrar apoyos oficiales a diversas
actuaciones que, por distintos medios, logran vender como “demanda social” lo
que es un procedimiento para hacer cautivos de una actividad empresarial a
amplios colectivos de ciudadanos. La historia de los monopolios españoles, de
la que Ramón Tamames había hecho un buen recordatorio en 1968 (Madrid, Zyx), ha
tenido jugosas ampliaciones posteriores a cuenta de las sucesivas nacionalizaciones
y privatizaciones que se han ido sucediendo. Ambas han sido casi siempre en
beneficio privado: el precedente de las desamortizaciones en los años más
liberalizadores del siglo XIX no debiera olvidarse. Álvaro Flórez Estrada
(1766-1853) ya dejó ver en 1836 sus desavenencias con Mendizábal mostrando cómo,
estando de acuerdo en que debían realizarse, los procedimientos para llevarlas
a cabo las harían perjudiciales para el Estado y para la inmensa mayoría de los
campesinos, por la acaparación de tierra en pocas manos y el aumento de cargas
a quienes la trabajaban, el gran favor que se hacía a la especulación y cómo
persistiría el atraso general y la
propia deuda del Estado (Sobre la enajenación de los bienes nacionales, Madrid, B.A.E.,
1958).
De este capitalismo sin riesgo, siempre con red protectora, hay
ejemplos recientes. Ahí está, derivada de esta ampliación interesada del
derecho de propiedad –por encima de lo que la doctrina escolástica de Tomás de
Aquino, entre otros, respecto al bien común prevalente- la obligación contraída
con Acciona por parte del Estado -una factura que pagaremos todos durante tres
décadas- a causa de Cástor, el fallido depósito de gas en aguas mediterráneas. Y ahí está,
igualmente, la práctica de lo acontecido con la vivienda a partir de la
liberación del uso del suelo –otra desamortización a la inversa de un “bien
nacional” a favor de unos pocos- que Aznar legalizó en 1998 y que ahora vuelve a demandar la extrema derecha, como si
no hubiera causado suficientes problemas al resto de españoles con la burbuja
del ladrillo y la crisis financiera.
Libre elección de centro
Este clima del “lucro cesante” -principalmente como expectativa de
seguridad- también afecta profundamente al sistema educativo. De hecho, la
perspectiva de que intereses privados se sientan afectados por decisiones de la
legislación estatal y autonómica es contemplada con recelo por múltiples
instancias, empezando por las oficiales. Pero es sobre todo en las asociaciones
corporativas de la enseñanza privada –en buena medida de la órbita
eclesiástica- donde temen perder terreno en los conciertos educativos
existentes y en no poder ampliarlos tan fácilmente como hasta ahora. Un
presunta “libertad de elección de centro” y una supuesta fuente de derecho como
“la demanda social” –que protege la LOMCE- sirven de enganche conceptual al
predominio de estas políticas privatizadoras. Basta repasar las que en estos
quince años últimos se han llevado a cabo sistemáticamente en Comunidades como la de Madrid, para
ver los protocolos que, para desarrollar esas premisas –de modo casi siempre
contrario al interés de todos los ciudadanos-, se han ejercitado. El escenario
resultante muestra situaciones como la
de un colegio público de Aravaca, con un grado elevado de racismo encubierto, además
de otros perjuicios clasistas para la convivencia honrada que debiera
transmitir la organización de todo centro escolar.
Si la propiedad privada y sus aledaños jurídicos no tienen coto,
el empobrecimiento general del sistema educativo irá en aumento. La escuela
pública es la gran perjudicada por los
demandantes de más privatizaciones, subvenciones o lucros cesantes. A la
difusión educativa del conocimiento –y a la convivencia cívica- le pasará lo que hace apenas 118 años acontecía en lo social, cuando no había
legislación alguna, en que el supuesto estorbo de regulación sostenía la
riqueza de un selecto grupo privilegiado. Por algo Robert Castel sostenía, en 1995, que las metamorfosis de la cuestión social
–y en definitiva, el modo en que se afronte la pobreza- son las que mejor
expresan la consistencia democrática de un país. ¿Qué nos traerá en este
aspecto 2019?
Manuel Menor Currás
Madrid, 01.01.2019
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