La nostalgia de “poder fáctico” en democracia
se aviene mal con la ejemplaridad que los obispos han de desarrollar para ser
coherentes.
Poco se sabe de lo que hayan dialogado y
concluido la ministra Pilar Celáa y el obispo Argüello a propósito del
confesionalismo católico en diversos aspectos del sistema educativo. Al término
del encuentro, ha habido buenas palabras acerca de lo fluido y fructífero que pueda haber
sido, pero no faltó tiempo para que, desde La
Razón, un profesor de Teología Moral
esgrimiera el
pretexto de “la ideología” de los demás como impedimento de un “pacto educativo” por parte de la CEE.
Antimodernismo
Por la edad, es probable que haya obispos que se sientan obligados
por el Juramento antimodernista que,
para ser sacerdotes, debieron hacer antes de 1967, en que fue suprimido. Esa
generación tal vez no vea como “ideológicas” sus posturas sobre relaciones de
la Iglesia con su entorno, y es fácil que coincidan con ellos muchos de los
elevados al episcopado después de 1978. En general, desde Juan Pablo II la
selección y cooptación de candidatos siguió
baremos en los que el curriculum vitae
acreditaba seguridades apropiadas a lo que se quería promocionar; nada que ver
con las que habían prevalecido con Juan XXIII o Pablo VI. Esto facilita
entender que, incluso desde 2013 y del Papa Francisco, observadores atentos
puedan apreciar diversidad de juicios de valor que, cuando son doctrinales, han
de ser considerados al menos como corriente ideológica.
En todo sistema de conocimiento
son normales las variaciones interpretativas. El catolicismo también está
sometido a esa condición. No obstante, fue en tiempos de cristiandad dominante cuando el cuerpo
doctrinal que debía ser entendido por los fieles fue denominado “Doctrina
cristiana”. Reducida a breve sinopsis como “Catecismo” podía parecer más
unitaria, y su “vigilancia” fue constante durante casi toda la historia del
sistema educativo español, siempre más como obligado recitado memorístico que
como entendimiento. El propio Catecismo
de la Doctrina cristiana, del que el del P. Gaspar Astete (1537-1601) fue todavía preceptivo para muchos, imponía un
criterio cognitivo tan corto en torno a qué creer, que no se aventuraba más
allá de que se supiera mecánicamente el Credo. Acerca de “otras cosas”, debía
responderse: “Eso no me lo preguntéis a mi que soy ignorante. Doctores tiene la
santa madre Iglesia que lo sabrán responder”, y concluía: “Bien decís que a los
Doctores conviene, y no a vosotros, dar cuenta por extenso de las cosas de la
Fe; a vosotros bástaos darla de los Artículos como se contiene en el Credo” (Madrid:
Imprenta Real, 1832, pág. 18).
Doctrinarismo apologético
A los clérigos, por su parte,
la Filosofía y Teología que se les enseñaba siempre estuvo estructurada a la
defensiva, contra los adversarii. Era
el reflejo de una historia apologética con multitud de prácticas no menos ideologizadas.
Por ejemplo, el trato con “los paganos” desde Teodosio a finales del s.IV d.C.,
en que pronto se empezó a juzgar civilmente –y eliminar- a herejes y heterodoxos o a destruir su
patrimonio artístico y cultiral. Tampoco tienen desperdicio las largas guerras
de religión, y cómo desde finales del XVIII la Iglesia, a medida que perdió
poder temporal, se especializó en alianzas con que retenerlo en alguna medida.
Hitos de gran interés para ver cómo se decantó después la posición política de
la Iglesia son la reacción restauradora desde 1815 en Viena, la pérdida de los
Estados Pontificios en 1870, o que se erigiera desde 1891 en mediadora “caritativa”
de “la cuestión social” cuando los obreros urbanos ya llevaban décadas
exigiendo justicia. Más cerca, cuando el 09.12.1905 se independizaron el Estado
francés y el Vaticano, el ideologizado abanico de argumentos vaticanistas fue
bien explícito frente a los de quienes pugnaron en pro de los intereses de la
República francesa.
Con esta historia detrás –y sin
mentar las posturas inspiradas desde el Vaticano en la etapa de entreguerras-,
el pretexto de “la ideología” no es inocente. Entre las argucias reunidas en el Arte de tener siempre razón, de
Schopenhauer, figuran las que, para salir exitosos de cualquier debate tratan
de anular al otro con argumentos ad hominem. Al personalizar al adversario con “la
ideología”, fabrica un espantajo contra el que dirigir todos los ataques
mostrándole como “insultante, maligno, ofensivo y grosero. Es –dice el filósofo
alemán- una apelación de las facultades del intelecto a las del cuerpo, o a la
animalidad”.
¿Neutralidad desideologizada?
Debiera dar qué pensar que, sin
que nadie lo legislara, este país se ha secularizado, en un proceso que
prosigue a contrapelo de quienes atribuyen a “ideología” que se reclame una revisión
del art. 27CE y, también, de los Acuerdos. Pretender denigrar esto como
“ideología” –peligrosa y deleznable-, cuando el nacionalcatolicismo ha educado
de modo tan exclusivo como parcial a varias generaciones, es pereza burocrática.
La referencia del artículo 27CE a la libertad educadora de las familias, por
encima de los derechos del menor, solo es explicable desde la herencia de los
40 años anteriores. Y Marcelino Oreja podría explicar, mejor que nadie, si sus Acuerdos son fruto de neutralidad. El artificioso ardid de “lo ideológico” no
logra ocultar la aspiración eclesiástica de
retener la exclusividad doctrinal, lo que en democracia es retardataria
“ideología” contradictoria. Olvida, además, que, sin “diálogo” serio, añade razones para que les corten lo
productiva que esté siendo económicamente una supuesta asepsia ideológica que,
por diversos capítulos, percibe del Estado una cantidad anual que ronda los 11.000 millones de euros, que, además,
pretenden seguir administrando independientemente.
El unitarismo doctrinario
facilita la vida a las gerontocracias, a las que resulta tentador dejarse
encandilar por la gama más conservadora del espectro ideológico, y estigmatizar a las demás, pero acentúa
su desconexión social. Además, este itinerario, añorante de los tiempos de “poder fáctico” en cuestiones
tan temporales como la estructura que el Estado deba dar al sistema educativo
de sus ciudadanos, nunca ha sido el del Evangelio. A comienzos del siglo XII,
Pedro Abelardo, ya escribió que “el apego de cada uno a su propia secta hace a
los hombres presuntuosos y tan arrogantes que cualquiera de quien piensen que
se aleja de su fe les parecerá, por lo tanto, ajeno a la misericordia divina.
Mientras aplican a los demás la condena eterna, se prometen solo para sí mismos
la beatitud” (Diálogo entre un Filósofo, un Judío y un Cristiano).
Manuel Menor Currás
Madrid, 09.12.2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario