Después de años y años de hacer funambulismo entre convicciones y prescripciones, de eludir aquellos cursos cuyo currículo es inasumible; de defender que, pese a todo, es posible ir más allá de los dictados de los libros de texto, siento que es hora de decir basta. Con los currículos LOMCE el malabarismo ya no es posible. No se trata de podar los currículos, de adelgazarlos. Se trata de transformarlos. Ahí van algunos ejemplos.
Me estreno este año con la Literatura Universal de 1º de bachillerato, liberada al fin de las servidumbres que la Prueba de Acceso a la Universidad le imponía cuando se cursaba en 2º de bachillerato. El currículo se organiza en dos bloques de contenidos de desarrollo muy desigual. El primero –Procesos y estrategias– propone la lectura, interpretación, análisis y valoración de fragmentos y obras. Pretende ser una suerte de introducción a la materia. El segundo, muchísimo más extenso, se detiene en el estudio cronológico de los grandes periodos y movimientos de la Literatura Universal (sic). Desde el origen de los tiempos hasta el teatro del absurdo.
Basta sin embargo una rápida ojeada al currículo de la asignatura para constatar que de él están ausentes las mujeres; que de él están ausentes los pueblos no occidentales. Ni la más leve alusión a la literatura africana o asiática. Ni mención siquiera a lo escrito después de los años 50 del siglo pasado, momento en que al fin la voz de las mujeres y las voces no occidentales empiezan a tener acceso a los circuitos de publicación. Seguimos hablando de literatura universal cuando se trata única y exclusivamente de literatura occidental masculina.
¿Cómo programar con marcos tan estrechos? Ya sabemos que hay manera de buscarle las vueltas a la legislación para llevar adelante aquello en que creemos; para procurarle una coherencia entre los contenidos prescritos y sus pretendidos objetivos (desde el desarrollo de competencias hasta el de los denominados ejes transversales, como la igualdad entre hombres y mujeres o la lucha contra todo tipo de discriminación: ¿también curricular?), pero nos puede ya el cansancio, el hartazgo y la rabia. No podemos plegarnos a este currículo. No podemos tampoco acatar la prohibición expresa de la inspección madrileña de incorporar contenidos nuevos. Nuestra programación, inevitablemente, romperá este marco. Nuestro emplazamiento cultural (y educativo) es otro.
Piso 2º ESO por vez primera tras la imposición de la Ley Wert. Lo que antaño -con la LOE sin ir más lejos- eran un puñado de epígrafes de contenidos y apenas una docena de criterios de evaluación es ahora una selva enmarañada de contenidos y estándares de aprendizaje evaluables (¡hasta 102 hemos contado!). Cuatro bloques de contenidos –Comunicación oral, Comunicación escrita, Conocimiento de la lengua, Educación literaria– constituyen en su formulación la única concesión del legislador a los denominados enfoques comunicativos. Basta echar un vistazo a su desarrollo para constatar hasta qué punto seguimos varados en el tradicional análisis morfológico y sintáctico -desvinculado de la reflexión sobre el uso- y en el repaso enciclopédico a la historiografía literaria nacional.
En el currículo de la Comunidad de Madrid, la Comunicación oral queda despachada en apenas cuatro líneas. En Comunicación escrita encontramos una suerte de totum revolutum que nos hace pensar incluso en algún error de redacción. Y, sin embargo, el bloque de Conocimiento de la lengua ocupa ochenta renglones que desgranan, con todo lujo de pormenores, los más intrincados rincones de la morfología y la sintaxis: precisamente aquello que el profesorado mejor conoce.
El currículo LOMCE, en lugar de favorecer el diseño de proyectos que requieran la concurrencia de las cuatro habilidades básicas -hablar, escuchar, leer y escribir-, de estimular también la reflexión metalingúística para afinar nuestra conciencia lingüística y mejorar nuestras destrezas comunicativas, parece empeñado en apuntalar la obsesión por el etiquetado morfosintáctico de palabras y frases descontextualizadas.
Por si ello fuera poco, el legislador madrileño tiene a bien anticipar, también para 2º de la ESO, el repaso de la literatura española de la Edad Media y los Siglos de Oro. Si disparatado era embutirlo a los 14 años (en 3º ESO), ahora nuestros escolares lo tendrán por partida doble justo en el momento en que empezamos a constatar en ellos una galopante desafección hacia los libros.
Podría seguir con el currículo de 4º de ESO, el tercer nivel con el que me las veré este año, pero de ello he escrito ya largo y tendido en otro lugar: Desatención a las prácticas discursivas, a la realidad plurilingüe de España, a las actitudes lingüísticas, a la alfabetización informacional y mediática. Redoblada obsesión por el análisis sintáctico, ahora ya de la oración compuesta.
Es verdad que la literatura que se ve en este curso es al fin la contemporánea, aunque sigo sin entender por qué Moratín y no Swift o Defoe; por qué Bécquer o Espronceda y no Frankenstein o Jane Austen; por qué Unamuno y no Ibsen o Virginia Woolf. No entiendo, en tiempos de globalización y mestizaje, por qué ese repaso exhaustivo (e inevitablemente excluyente) a la literatura española; por qué la insistencia en el enciclopedismo cronológico frente a otro tipo de aproximaciones -temáticas, por ejemplo- más respetuosas con el horizonte de expectativas de los lectores adolescentes.
Pero, ya puestos, ¿a qué ese silencio ominoso sobre la guerra civil española: sobre Sender, Barea, Chaves Nogales, Max Aub? ¿Y por qué pararnos justo en “la literatura de postguerra”? No es ya que no entienda ese contumaz miopía que se niega a mirar más allá de las bardas del corral patrio; es que, además, el canon escolar de la literatura española del siglo XX sigue siendo deudor del canon franquista.
Discutamos, por favor, los currículos. Y entre tanto, si es preciso, desobedezcámoslos.
Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria.