¿Los
papeles universitarios son lo que aparentan?
Dado
la dificultad para dilucidar autenticidades, más difícil será averiguar sus calidades o el mérito que pueda
representar ostentar la mayoría.
Qué vaya a dar de sí en el plano político la casuística enrevesada
de un certificado de la URJC está por ver en las próximas horas. Después de
medio mes en “el candelabro”, puede suceder cualquier cosa según los
oportunismos de los candidatos al sillón presidencial de la Comunidad de
Madrid. Daños hay, de todos modos, que serán difíciles de subsanar en este
territorio de las titulaciones universitarias, amén de agravios comparativos y
suspicacias respecto a qué sean esos intangibles tan preciados como “La
calidad”, “la igualdad de mérito” y, de paso, “la mejora del sistema educativo”.
Confirmado parece, eso sí, el alto valor que tiene la lingüística para
determinar el verdadero significado de las palabras, si es que les queda alguno
después de lo que día a día se ha ido estableciendo entre Cataluña y el resto
de España.
De antiguo fueron dudosos los certificados de virginidad –como
atestigua Fernando de Rojas en 1499 cuando escribe La Celestina-, las demostraciones e cristiano viejo que exigía la
Inquisición y, cómo no, las certificaciones de bachilleres que sabían más de
tabernas y juerga que de lo que sus dómines enseñaban en el aula. Y por completar
el baremo de la hipocresía social, tampoco puede decirse que muchos clérigos
–si hacemos caso a lo que prescriben las Sinodales de muchos concilios
provinciales- fuesen personas de virtud acrisolada, o que quienes pasaban por
hidalgos prestigiados, no fueran sino pobres menesterosos: hasta las ventas de
títulos nobiliarios fueron moneda corriente. Por algo nuestra mejor invención
literaria, la del pícaro, tuvo abundante humus nutriente.
Sucede que habíamos creído que, con la Constitución de 1978 en
marcha, todo sería puro, limpio, transparente y leal. Como si por arte de
birlibirloque se volviera todo a su más prístina limpieza original entre
iguales. Pero también acontece que hay tiempos largos en el devenir humano, con
características que se traspasan de generación en generación sin apenas cambio
alguno, lo que, por supuesto, es observable en bacterias incrustadas en el
existir de universidades e instituciones de supuesto saber, especializadas en
que lo que dé tono a sus departamentos o institutos asociados sea
exclusivamente transmitir sensaciones de poder, dominio y capacidad de manipular sin que en
nada avance el conocimiento sino todo lo contrario, pese a tanto máster y
postgrado como certifican.
Las miríadas de
titulaciones
Alguien, en no muy remoto tiempo, reclamaba su ansiedad por
asistir al Juicio Final pronto, porque quería observar el desespero de muchos
hijos por conocer al fin quién era su padre, y la tendencia de cada euro por
regresar al bolsillo de su verdadero dueño. Imagínense que cada español
quisiera saber cuántos de los títulos que exhiben supuestos profesionales de la
política y otros trabajos obedecen a verdad y, sobre todo, si les han valido
para aumentar su conocimiento. Imagínense, además, que cada universidad tuviera
que certificar que sus alumnos han captado las competencias que, según muestran
sus titulaciones, se supone que procuran las que imparten. Y supongan que, para
concluir este circuito, tuvieran que dejar sus puestos cuantos profesores de
gran capacidad de mandarinato y demás rutinas de influencia de su jerarquía
docente si fueran responsables de la transmisión de la nada. ¿Con cuántas
personas de bien se quedaría el sistema educativo español? ¿A quién aprovechan
las miríadas de titulaciones de postgrado que, en apenas nueve años se han
generado? Esta difícil evaluación no la tendremos, como tampoco la de los
múltiples zancadillas existentes en las Alma
mater para que los repartos de poder no se alteren en modo alguno.
Pues aquí estamos, viendo tan ricamente qué pasa. Cuando se
derrita este azucarillo noticioso del máster de la URJC, volverán a masajearnos
con otros papeles. Por ejemplo, los del pacto educativo. Y, mientras sostienen
la LOMCE, tratarán de convencernos de que lo más conveniente es mantener un
sistema anclado en los albores del siglo XIX –antes de que en las Cortes de Cádiz
se tratara de que fuera algo modernizador y de derecho público-, o si queremos
que nuestra educación tenga –después de más de 200 años- los rasgos que
corresponden a la modernidad de una sociedad del siglo XXI. Repasen, también, los papeles de presupuestos del Estado (PGE) de este año y verán, en un anexo, los 1.400 millones en desgravaciones a familias que no lo necesitan y por asuntos tan interesantes como los uniformes de sus colegios privados. Es casi un tercio de lo que se va a invertir: ¿presupuestos sociales?
Manuel Menor
Madrid, 15.04.2018
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