Los profesores de
Historia que vivieron la Transición, en trance de jubilarse
También han hecho
historia los profesores de Historia. La que vivieron desde los setenta les
convierte en testigos nada cómodos para lo que las élites anhelan ahora de la educación.
HACE 40 AÑOS que la promoción de licenciados de Geografía e Historia en la
Universidad de Valladolid emprendió el vuelo fuera del alma mater. Desde 1971, habían compartido aulas en la vieja
Universidad de comienzos del XVIII, en el centro de la ciudad. Este 28 de mayo, 56 de ellos se volvieron a reunir en el aula Alonso Berruguete,
ahora ocupada por alumnos de Derecho. Entre sorpresas por el tiempo
transcurrido, e inmediatas risas y afectos recobrados, recorrieron los
preciosistas pasillos con azulejería de
Talavera, se hicieron la foto conmemorativa en la escalera donde tantos mítines
de protesta habían vivido en los años setenta, recordaron amigos no localizados
y, sobre todo, a cinco ya fallecidos -Carlos, Pilar, Chema, Mamen, Emilio-, y
se arroparon junto a uno de los mejores profesores que habían tenido:
Teófanes Egido, cálido y atento como siempre. Vinieron luego más fotos, muy
animada conversación en torno a productos de la tierra, un vídeo de repaso del
pasado y promesas de no tardar tanto en volver a recordar juntos. Las memorias
múltiples tuvieron espacio para complementarse; quedaron animadas a seguir
dialogando sin esperar a que el tiempo diezmara más al grupo. ¡Gracias a los
cinco o seis compañeros que se empeñaron en hacer viable la socialización de lo
compartido en aquel tiempo! ¡Y enhorabuena a cuantos/as, dispersos por
Castilla-León y Cantabria principalmente -pero también en sitios tan lejanos
como Bogotá-, les ha tocado hacer este país un poco mejor, sobre todo con el
trabajo docente!
Transición incompleta en
Educación
No sólo estos 40 años últimos, también los cinco anteriores fueron
muy principales en nuestras vidas. Si de alguna promoción puede decirse que
vivió la Transición –transición incompleta en Educación-, ésta es una de ellas.
De 1971 a 1976, le tocó el final áspero y bronco de la etapa franquista y los
inicios de lo que alboreaba tras la muerte del dictador. Hito significativo:
les cerraron las Facultades en febrero de 1975, hasta el inicio del curso
siguiente. Al ministro Martínez Esteruelas y al rector José Ramón Del Sol les
iba la cruda cirujía –sobre todo después de “la huevada” y como harían ver las trágicas consecuencias que le acarrearía a este- y no les importó
dejar a 8.000 estudiantes en la calle. Era el final de un programa, en que
proseguían la “minuciosidad y entereza para no doblegarse con generosos
miramientos a consideraciones falsamente humanas”, que –al parecer de Ibáñez
Martín ejerciendo como ministro de Educación Nacional en el paraninfo de esa
misma Universidad, en la inauguración del curso 1940-41- “era vital para
nuestra cultura amputar con energía los miembros corrompidos e implacables de
guadaña la maleza, limpiar y purificar los elementos nocivos”. En nuestras
continuadas protestas estudiantiles de los setenta, a esta generación le pilló
de todo: carreras de obstáculos continuadas ante los grises y sus caballos,
huelgas intermitentes ante los desmanes autoritarios que se prodigaban, saltar
por las ventanas a la calle por pánico evidente, el TOP (Tribunal de Orden
Público)… Un ambiente duro y desquiciado donde, como milagro de solidaridad
inesperado, floreció una “universidad paralela”. De pronto, cafeterías, bares, algún salón
parroquial y su fotocopiadora, unos pocos profesores comprometidos con sus
alumnos y el ingenio de éstos, colaboraron lo indecible para que todos los
colgados de aquel decreto tan del Pleistoceno tuvieran a punto lo indispensable
para salir airosos en los exámenes de septiembre.
A aquellas autoridades y a muchos otros profesores, lo el cierre
les pareció normal y hasta deseable: las nuevas generaciones de chicos y chicas
–otra nada pequeña revolución, frente a lo que habían sido los estudios de
mujeres en la Universidad- eran de un melenudo salvajismo que había que atajar,
no fuéramos a volver a las andadas. Su aprecio por la democratización de la
enseñanza quedaba en evidencia. A Del Sol nadie le quería de rector, salvo los
incondicionales afectados por las Montañas
nevadas. A Martínez Esteruelas ya se le conocía su afición a la educación
de las élites, como había dejado de manifiesto en su ley de la selectividad
(30/1974, de 24 de julio: BOE del
26): no fuera a convertirse en un libertinaje la ligera apertura que había
preconizado la LGE de Villar Palasí en 1970.
Hacia una historia oral
Los recuerdos de los asistentes a la conmemoración de los 40 años
transcurridos fluían con viveza el otro día, como si se tratara de un proyecto
de “historia oral”. Se acordaban perfectamente de los pocos profesores que les
enseñaron algo de verdad, y de lo agradecidos que les estaban por haberles
enseñado a leer en el pasado. Pero también salió a relucir la rutinaria
ignorancia supina de muchos más; la agresividad estudiada de alguno para evitar
preguntas y dudas; cómo un incompetente
plagiador había suspendido a una compañera por ver que subrayaba en el libro
original lo que él aparentaba de sabiduría propia en unos papeles amarillentos;
o cómo Félix -que había trabajado en Japón-, se atrevió a corregir la
atrabiliaria pronunciación de un profesor que pretendía explicar –en versión
original- los nombres de los personajes de “la era Meiji”… Hasta salieron a
relucir tres casos de compañeros vetados para continuar su carrera docente en
la Universidad por motivos tan variopintos como, por ejemplo, que la hija de un
ininteligible catedrático –que luego documentaríamos como quemador fascista de
libros en la plaza del Ayuntamiento, en 1936- pudiera tener beca de
investigación quitándosela, con un vil pretexto pactado con el rectorado, a
otro estudiante, contento como estaba de que en el BOE había aparecido la concesión a su nombre. No era fácil, por
demás, licenciarse en esta área de conocimiento en Valladolid: había de
salvarse alguno de los personalísimos programas pedagógicos del dómine supremo
de Geografía, cambiantes todos los años y a expensas de un inexplicado examen
oral de tres minutos. Era un misterio saber por qué tuvo algunos fervorosos
devotos su Departamento. Y como signo de que aquel ambiente de rancios
abolengos tendría prolongadas
consecuencias, ahí estaba el caso de uno de los mejores alumnos de aquellos
años, al que seguimos apreciando como magnífico, Miguel Ángel Moreno. No se licenció a causa de dos o tres
asignaturas que le quedaron pendientes y ahí siguen, a causa del cabreo supremo
de haberle dicho en público a otro mandarín de entonces que lo que estaba
explicando era una antigualla y, más o menos, que no tenía ni idea. Era verdad: pasando del XVII y XVIII aquel
profesor –sin ser el único- continuaba hablando mientras se le oscurecía el
discurso cada vez más según hubiera que adentrarse en el siglo XX, pero nadie
se lo había dicho. Sin embargo, Miguel Ángel -“el Hitita” porque le gustaba la
Arqueología, pero también el Arte y la buena documentación de lo que se
afirmara-, no toleraba la tergiversación que generaba la ignorancia culpable y
le mostró para sorpresa de todos su desnudez. Hoy es un magnífico carpintero,
restaurador, artista conceptual, activista ecológico y, sobre todo, un
extraordinario degustador de espacios y ambientes, siempre a la busca de
“paisajes sonoros” que permitan experimentar el mejor conocimiento del presente
sin perder el hilo con el pasado. Tal vez sea uno de los compañeros que más ha
vuelto a aquel hermoso edificio barroco de la Universidad, mientras continuó
allí la Facultad de Historia, para averiguar el paradero de algún documento o
información tras la que anduviera.
En el verano de 1977, un pequeño grupo de esta promoción logró
sacar las oposiciones para la enseñanza pública en Secundaria, en un momento en
que los conflictos con los PNNs prolongaban el manifiesto aprecio oficial por
el trabajo docente; no fuera a contradecir la clásica penuria de los sueldos de
la educación: todo un presagio, por otra parte, de las precariedades salariales
de los jóvenes actuales. En convocatorias siguientes, la mayoría accedió a la
dura y gratificante tarea de contribuir a que la educación española alcanzara
la amplitud democrática que hoy tiene. En su haber tienen todos el ser testigos
privilegiados, como historiadores que son, de la dura transición entre lo que
había sido el sistema educativo español -escaso, vinculado a consignas de
difícil encaje democrático y con selecta segregación social para unos pocos-,
hasta una situación como la actual, necesitada de mayor igualdad en muchos
frentes e inestable. No es poco lo que todavía les queda por ver a los que
continúan en el tajo. A todos, como país, nos amenaza que vuelva todo el
sistema al ser que tuvo antes de los años setenta: aprovechamiento descarado de
los recursos públicos, espacio creciente de negocios privados, reproducción de
desigualdades y selecta preparación de algunos privilegiados para los puestos
funcionales de medio y alto nivel en la dirección de los asuntos de todos: la
vieja “reproducción” de que hablaba Bourdieu.
La reproducción actual
Como un presagio, ahí está el programa de Wert que prolonga Méndez
de Vigo en estos meses nada
provisionales. Y para confirmarlo, ahí
están las inequívocas declaraciones de Rajoy en pro de la enseñanza concertada y privada –apenas cuando el nuevo
gobierno valenciano ha tratado de poner orden en un desquiciado panorama de desmanes con la enseñanza pública y sus recursos- en un foro electoralista,
falsamente tenso por lo que consideran un ataque a la “libre elección de
centro”. El presidente en funciones, no en la labor de tal, sino en la de
concienzudo defensor de que la “envidia igualitaria” debe ser la causante de los desmadres democratizadores,
no ha tenido empacho en defender que “lo natural” es lo que hay. Por lo oído en
sus declaraciones, da a entender que el art. 27 de la Constitución no sólo es
un pacto inamovible sino, además, únicamente interpretable como si siempre tuviera
que tener razón tan sólo él y quienes le
inspiran y apoyan. Ignorante de la historia del país que pretende seguir
dirigiendo, parece tener la exclusiva hermenéutica también del relato genesíaco
de Caín y Abel, hijos de aquellos desgraciados padres primigenios que dejaron
el mundo dividido en dominadores y dominados para que los del común tuviéramos
que apechugar sin rechistar. Y, por si no nos hubiéramos enterado, su
cristalino dictamen arguye que cuanto publicita y pregona está
“desideologizado”. En el proceso social del momento actual, continuador según
parece de lo que pasaba antes de 1978, los que no piensan como él son, como
entonces, gente “ideologizada” de mal vivir, “extremistas” redomados, ansiosos de que todos los males caigan sobre España. Ya tuvimos
que leer entonces los discursos de “inquebrantable adhesión” que debió aprender
de pequeño, a la sombra de El crepúsculo
de las ideologías (1971). Pero sería
más recomendable que leyera a Karl Mannheim, quien explicaba en 1930 que no hay
discurso más ideologizado que el que se presenta como no ideológico; luego
podremos hablar de lo demás.
Como con estos mimbres hemos avanzado tanto y parece que nos vamos
a salir de madre sin que los millones de pobres que no cesan de crecer se enteren y el INE ya no va a saber hacer
las estadísticas de la imparable “recuperación” y “crecimiento”, en la misma
cantilena le ha acompañado Rosell. El eximio representante de cierto
empresariado está molesto porque algunos libros de texto de nuestros adolescentes no exaltan con flores suficientes
el emprendimiento avanzado en que están sumidos, incapaces de mejorar el
sistema productivo aprovechando el
conocimiento que tienen los jóvenes actuales. Tanto les sobran que les insultan
con su “sobrecualificación”, en vez de espabilar la modorra cuatrera y mejorar
su sistema productivo a donde debiera. Se conoce que lo de ser país periférico,
con mano intensiva precaria e investigación analítica extranjera, les mola más.
Debe ser más patriótico y no nos lo quieren revelar, pero no se cortan con
lindezas pseudohistóricas y nos
acomodemos a su nivel nivel moral. También Rosell nos acaba de descubrir que lo
de tener trabajo fijo y seguro del siglo XIX, se había acabado. En la Feria del Libro de
Madrid, en El Retiro, poco le podría costar hacerse con algo escrito por
verdaderos historiadores de los que se empeñan en documentarlo todo. Siendo
catalán no le sería difícil tampoco encontrar en Sabadell –porque allí se editó
y de allí era su autor- un alegato contra los primeros intentos de legislación
protectora de la situación laboral en que vivían niños y mujeres de su tierra.
Al parecer, según decía Sallarés i Plá en 1892, perjudicarían los dividendos
empresariales y, al tiempo, “el desenvolvimiento de la nación”. ¿Era este síndico de los fabricantes textiles
un preclaro antepasado del Sr. Rosell?
¿No somos las víctimas?
Es muy probable que muchos de los licenciados en las aulas
universitarias en ese entorno de 1976 hayan empezado a dudar hace tiempo acerca
de si tiene sentido
la Historia y, sin ir más lejos, la de lo vivido desde aquella fecha de
inquietante futuro. Algunas cosas no volvieron a pasar, otras muy importantes
continuaron tal cual y reverdecen de continuo. Tal vez se encuentre la
explicación en la narrativa del viaje de Obama estos días últimos para revisar en Vietnam las posibilidades del
negocio armamentístico de EEUU al Sur de China. Quienes pudimos vivir aquella
guerra, porque los enviados especiales no habían desaparecido ni se habían
ocultado tras las versiones oficiales, aquel apocalipsis de napalm y destrucción industrial de millones de vidas
sigue latiendo en nuestra memoria; no lo entendimos en nombre de “la paz de los
pueblos”, como para entender esta novedad. Así es la Historia, repetitiva y
cansina hasta para cumplir el papel condicionado de magistra vitae que le asigne la autoridad. Si parafraseamos al
recién fallecido Lars Gustafsson, sólo es un problema si nos convencemos de que
algo nos obliga a defender prefijadas convicciones o creencias. “Pero ¿por qué
habría de ser así?¿No somos nosotros las víctimas?” Lo que menos necesita
cualquier historia coherente es que sea justificativa y tranquilizante, y nuestro papel
no es el de defensores de una determinada historia, sino el de fiscales.
Y más ante unas elecciones dubitativas.
Manuel Menor Currás
Madrid, 29/05/2016
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