Que lo necesario sea posible depende en gran parte del voto, no de la
ficción.
En educación, se juega el afianzamiento y ampliación de logros
relevantes o que retrocedamos a pautas de otra época. Es momento crítico de
cambio, de redefinir posiciones de poder.
Desfachatez puede llamarse, según
el reciente análisis de Ignacio Sánchez-Cuenca, a buena parte de la opinión que
suelen verter en los medios bastantes firmas de renombre. Una parte importante de lo que escriben va cargado
de tan displicente rotundidad, mediocre esfuerzo analítico y vulgaridad
moralizadora, que en nada contribuye al mejor conocimiento de las complejidades de lo que sucede. Lo que
nos han tocado vivir genera de este modo un continuo movimiento hacia una
impune prolongación de la
desinformación.
Entre la ficción y la realidad
Por su parte, los presuntos
responsables de tomar decisiones no suelen ser finos en clarificar qué corresponda
tener en cuenta antes de decidir lo más conveniente. Contribuyen con gran
asiduidad a que se enturbie de ficción la comprensión de los asuntos y, por
tanto, a que se dé por óptima la solución decidida de antemano. No es
infrecuente, incluso, lo que en cualquier investigación acarrea rechazo, como es el
adaptar los datos de la realidad a las hipótesis, al revés de lo debido. O que
el recurso principal de que se haya echado mano haya sido el de la mera
anfibología de las palabras, de modo que el discurso pueda llevarse a gusto -ad libitum-, como si la lógica del
razonamiento hubiera dejado de ser indispensable. En este orden de cosas, la historia también suele ser un recurso
instrumental, cuyo sentido de puesta en guardia y conocimiento se tuerce en
aras de mantener la ceguera ficcional ante los problemas que el presente
político plantee. Es decir, que, en la práctica cotidiana, son muchos los
canales políticos disponibles para que
ficción y realidad nos sean indistinguibles.
Ficciones históricas
En educación, hay, en este
sentido, dos momentos históricos especialmente sensibles que han sido
instrumentados para esparcir altilocuentes
tópicos que hicieron difícil a la
mayoría de los ciudadanos el buen conocimiento de lo realmente acontecido. No
es que sea el ámbito educativo el que tenga peculiares razones para ser
emborronado, que algunas tiene. Mírese, más bien, como que cuanto acontece en
la construcción social de este campo es reflejo y reproducción de lo que sucede
en cuantos se dirime la distribución de poder; siempre está en juego a favor de
quién y contra quienes, pues siempre hay que elegir. También puede servir de
aviso para no perder de vista que, en un momento de tanta ambigüedad política como
estamos viviendo en los días previos al 26-J/2016, no cesará de fluir esa
manera que tienen los comunicados oficiales para dejarnos confusos o con
determinación sobrada para pasar olímpicamente, que viene a ser lo mismo para
muchas intencionalidades. No quepa duda de que merece la pena pensar bien qué hacer:
votar o no votar y, dentro de las variedades de voto, a quiénes y por qué. De
poco servirá pasarse la vida en plan quejica o como profetas de la nada.
Quiérase o no, la vida seguirá. Pues bien, en educación lo que nos fueron contando
ha entorpecido conocer lo realmente
sucedido: pautas inexplicadas muy vigentes no pueden ser algo “natural”, ajeno
a redefiniciones electivas.
El primero de esos relatos
relevantes del pasado queda bastante atrás, pero sigue pesando. Lo entenderán
mejor cuantos superen los sesenta años, quienes difícilmente habrán podido
entender aquel supuesto “aperturismo” formal de 1970 respecto al “asombroso
avance” de 30 años de postguerra. La presunta “modernidad” tecnocrática de la
LGE, de 1970, si no se retoma desde antes de l936 no es inteligible. El
providencialismo de los programas de “adhesión inquebrantable” dejaba
desmesuradas preguntas en el aire, y la victoriosa Cruzada, insólita en el
siglo XX, aparcaba víctimas y daños. No tapaba el largo atraso que había
ocasionado y, al culpar a la II República, ocultaba impunemente los afanes del
siglo XIX por la democracia educativa. Aquella ficción narrativa hacía
enigmática, entre otras cosas, la investigación de Yvonne Turin en 1959 sobre
la educación española en la Restauración. Editada en castellano en 1967, con
Laín Entralgo disculpándose en el prólogo de lo
sucedido en los años 30 -en particular, contra la ILE-, sembraba dudas
sobre cuanto nos habían inculcado. ¿Cómo entender que sólo en la segunda mitad
de los años cincuenta se recuperaran indicadores de nivel de vida anteriores a
la sublevación militar? ¿Cómo podía ser que en Europa creciera el Estado de
Bienestar, mientras las escuelas españolas a construir en el I Plan de
Desarrollo seguían en las cifras computadas por la República? ¿Y por qué Marta
Mata, la ilustres pedagoga catalana, todavía no había olvidado en 1976 -en Cuadernos de Pedagogía, Supl. Sept.- el
vívido contraste entre las “orientaciones” impuestas en 1938 y anticuadas
didácticas que, a finales de los sesenta, se vendían como modernas? En
definitiva, aquella historia que Pemán había inaugurado nunca contó el tiempo
perdido para la educación de todos, irremediable después de 1970 para muchos.
El segundo momento a tener muy en cuenta, y que pesa más todavía en el presente,
lo entenderán mejor cuantos decididamente
suoeren los sesenta y cinco años. Difícilmente pueden encajar el
edulcoramiento con que se ha solido tratar una Transición en que los asuntos
educativos –de rango aparentemente menor- acumularon tanta inanidad. En una
etapa tan inestable e incierta, la preocupación por que no se notasen las
codiciosas ambiciones de antaño favoreció que perduraran fuertes pervivencias,
no todas excusables en nombre de un hipotético final feliz. Quedaron reflejadas
en el ambiguo art. 27 de la Constitución, en la muy explícita LOECE (1980) y en
la nonnata reforma de EE.MM., cuyo proyecto hizo conocer Ortega y Díaz_Ambrona
(1981) sin tiempo para llegar a ley. El propio trato con el profesorado fue muy
expresivo del valor real de la función que se le fijaba: las peripecias con los
PNNs y las convocatorias de acceso a la docencia fueron más apropiadas para
sacarse de encima un engorroso problema que como signo de solícita
preocupación. Si no se tiene todo ello en cuenta, la LOMCE (2013) que ahora
pretende “mejorar” el sistema, parece que hubiera llegado de improviso como una revelación taumatúrgica.
Su ADN procede, sin embargo, de aquella historia, de la LOCE (2002) de Pilar
del Castillo y de decisiones que anularon las de los moderados gobiernos
socialdemócratas. Diversos colectivos tampoco percibieron en las alternancias
del PSOE una seria apuesta por la educación pública. La LODE (1985), la LOGSE
(1990) y la propia LOE (2006), teorizaron de modo más atractivamente
posibilista que el PP y poco más. Buena parte de aquellos intentos siguen en
juego en el presente, amén de lo mucho que quedó intocado.
Dicho
de otro modo, poco o nada nos siguen ayudando aquellos opacos constructos a
entender este dubitativo presente y, también, el problemático pasado. Continúan
en el presente, por ejemplo, misteriosas afinidades con el concepto nacionalcatólico. Intocables como
si de un pacto de imposible revisión se tratara, siguen colonizando
poderosamente el sistema educativo. Por esa razón, merece la pena seguirle la
pista a inequívocos camuflajes nada contingentes como “libertad de enseñanza”.
El neoliberalismo privatizador, ajeno a las necesidades de la mayoría social,
los ha tomado con entusiasmo desde los años 90. Pretenden asegurar sus privilegiadas
posiciones relacionales de partida en lo
que consideran preciado mercado de bienes simbólicos de poder, reiterando las
cantilenas anteriores a que se hubiera creado
el Ministerio de Instrucción (1900). Por eso es indispensable ante las elecciones
que se avecinan –por cansinas que puedan resultar- seguir los programas de los
distintos partidos, ver qué nos cuentan realmente y hasta dónde no están ligeros
para llegar.
Ficción continuista
La
historia se hace a diario, e inclinarse hacia propuestas capaces de llevar sin
discriminaciones la bondad educativa a todos los ciudadanos implica aceptar un
reto comprometido. La observación de un particular asunto del complejo sistema
educativo como puede ser la formación del profesorado, permite ejemplificar que
lograr un horizonte de mayor cualificación profesional exige determinación y
constancia para alcanzar más solidez. Si sólo se piensa en controlar el BOE, poco cabrá esperar. Más bien
seguiremos como siempre: en una mediocre complacencia. No ha habido ley
importante, desde el siglo XIX, que no haya reiterado que el profesorado era
imprescindible. Pronto se ha olvidado o falseado en burocrática mentalidad
desconfiada. El resultado ha sido que las distancias de intereses entre el
profesorado, y de este con los sectores sociales concernidos, es muy amplia. Lo
muestran las “culturas escolares” existentes, de rotundas convicciones
subjetivas y difícil conjunción entre sí. Y también es visible empíricamente que
los profesores que de verdad han dignificado el sistema educativo -por hacer
que sus alumnos aprendan a pensar y actuar, vivir y convivir-, además de ser
contados casi nunca provienen de una
Administración cuidadosa. Casi todos, se han hecho a sí mismos en procesos de
autonomía reflexiva y activo voluntarismo, a veces mal visto. La “vocación” con
que les han animado no pasa de inverosímil baremo de calidad, barato coste y resonancia religiosa, nada generalizable
como sistema para un factor tan determinante. Menos fiable es encomendar la
fiabilidad cualitativa de los profesionales de la educación a la pasividad de
los trienios. Y peor es tomar como
referente lo que está sucediendo con muchos puestos directivos intermedios. Los
otrora molestos profesores valiosos son ahora especialmente incómodos a liderazgos
directivos ocupados en agradar a la Consejería autonómica sin implicarse con su
comunidad educativa en proyectos
sostenibles. Pues bien, esa “carrera
docente” –muy acorde con excelencias de pura competitividad económica, pero
carente de otras dimensiones de gran importancia- es una de las cuestiones que
están en trance de ser dilucidadas en las elecciones del 26-J/2016. En esta legislatura
ha quedado muy clara en la LOMCE la direccionalidad preferida por una parte
importante de votantes y, a punto ha estado de pasar a ser norma más cerrada,
en un Estatuto docente con rango de ley. Gran parte de los mejores profesores
de que dispone actualmente el sistema educativo discrepan, y muchos ya ansían
que llegue el momento de su jubilación.
¿Celtiberia show?
Casi toda la literatura se mueve
entre la ficción y la realidad. Basta leer a Cervantes para advertir que, en El Quijote, el reflejo realista de la época
que le tocó vivir es difícil de separar de las utopías sociales y políticas que
pasaron por su cabeza. El incierto juego
es muy útil para contar y, si viene al
caso, evadirnos de lo que pasa. Ese es también gran parte del atractivo de las
redes sociales, en que se mueve a sus anchas sobre todo la población menor de 45 años. Celtiberia
show, de Luis Carandell (1970), o Despiste
nacional de Evaristo Acevedo (1970-1972),
fueron muy dignos representantes de cómo aquellos años de cambio
socioeconómico, propiciaban confusiones esperpénticas y desfases constantes entre lo que se podía decir y lo que sucedía,
entre lo que pasaba y lo que nos contaban. Ahí aprendimos a leer entre líneas y
que los mejores editoriales sobre lo que de verdad sucedía los escribían casi
siempre algunos viñetistas. Sus nada desdeñables ficcionarios nos estimulan a
que no veamos las elecciones como desencantada ficción. Las del 26-J son un
momento ideal para que nuestras mejores utopías alcancen algún grado de
realización.
Manuel Menor Currás
Madrid, 14/05/2016
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