Manuel Menor comparte con todos su último artículo:
Hablar de baratura en
asuntos educativos puede ser manera de dejar todo igual o peor. Eso sí,
preservando maneras aseñoradas de diferencia.
El panorama político sigue enquistado en formalidades de
procedimiento que nos acabarán llevando de nuevo a las urnas. Abril está cerca
y hace improbable que tengamos un gobierno estable para ocuparse de los
problemas urgentes ante el examen de deuda que reclama Bruselas y, por tanto,
la recuperación de una política educativa de carácter expansivo está en el
aire. En Comunidades como Madrid, se acaba de anunciar una convocatoria
de oposiciones sensiblemente distinta de la de años pasados, pero a todas
luces insuficiente para revertir los recortes pasados. El apoyo del BCE a las
vacilantes economías europeas no anima a las Bolsas y, entretanto, Oxfam
nos ha advertido de nuevo que 62 familias concentran la misma riqueza que
3.600 millones de personas, la mitad más pobre de la humanidad. Con una
economía al servicio del 1%, siguen aumentando las distancias del resto de la
población. Desde el inicio del siglo, la mitad más pobre de la población
mundial sólo ha recibido el 1% del incremento total de riqueza, mientras que el
50% de esa nueva riqueza ha ido a parar al 1% más rico.
Sospechas de lo barato
La baratura suele valer en situaciones como esta para indicar que
todo ha de seguir más o menos igual que siempre. La esgrimen más habitualmente
los partidarios de los conciertos educativos, como razón preventiva casi
siempre, cuando no como mérito o favor primordial que este sector del sistema
educativo habría hecho al Estado
propiciando una menor inversión de recursos y, por ende, un ahorro
económico considerable. Antes de
asentir a esta muy interesada tesis, es recomendable a todo lector bien
intencionado que trate de aclarar algunas sospechas. Principalmente, las que
muestran los paralelismos de esta estrategia argumental con los marcos
conceptuales a que suelen recurrir los modelos económicos de moda, para los que
el interés contable no tiene cortapisas. Lo que importa –dicen- es el creciente
nivel de rentabilidad, por más que sus cargas hayan de soportarlas los grupos
de siempre, o que el producto final tenga carencias de valor añadido que le
hacen precario. Es decir, que el valor económico reside en que el selecto accionariado
se sienta satisfecho porque le vaya mejor, aunque sea a cuenta de un público
cautivo y de que los otros participantes necesarios para la producción del bien
o servicio estén cada vez más más en el aire o resulten crecientemente
invisibles. Si las políticas que aprecian de este modo la producción, se
desinteresan del aumento de la brecha social –recuérdese, en este sentido, que
no es gratuito que España haya
conseguido el segundo puesto de la lista europea en desigualdad-, es
irrelevante. Aunque se desprecie así a gran parte de la sociedad, al 50% de la
gente joven, los parados –las mujeres paradas o mal
remuneradas de que tanto se ha hablado el pasado día ocho, día de la mujer
trabajadora-, y a un creciente ejército de reserva con salarios de miseria.
Será muy oportuno, por ello, tratar de acordar si no hay otros
modelos más atractivos en cuanto a la promoción humana que siempre se ha de
conjugar en el quehacer económico. Estos días ha vuelto a ser noticia la “prosperidad
compartida” de Mercadona -esto no es publicidad, pero viene al caso- porque
ganan dinero, extienden el negocio y lo están haciendo con un 95% de
trabajadores fijos que tienen un promedio salarial de 1.400 euros. Es decir,
que otro modelo es posible sin que la baratura –tal como la desarrolla el
ultraliberalismo- sea un criterio absoluto de actuación contra los trabajadores.
Esta cuestión, por otro lado, es principal en actividades educativas, siempre
muy sensibles a carencias que puedan escamotearse bajo la baratura como
pretexto.
La educación como coste
De este modo, en los
prolegómenos de un posible debate sobre la lógica argumental de la baratura en
educación, deberá ser presupuesto indispensable dirimir cómo haya de entenderse
ésta, si como “inversión” o como “coste”. Todo supone dinero pero no es igual
ni todo es justificable en su nombre.
Si se defiende que es un “coste”, se estará primando que cada cual
se pague lo suyo. La educación no será un bien común al que todos tengan
derecho, sino un campo de actividad -o un servicio, si se quiere- generador de
un tipo determinado de bien que, por tanto, dependerá de la capacidad económica
y del valor que el mercado quiera darle. Para nada tendrá atractivo que el
colectivo social tenga un nivel medio de capacidades cognitivas y actitudinales
propias de un país moderno: la libre concurrencia irá diciendo. No merecerá la
pena, por tanto, que el Estado presupueste alguna partida específica para este
fin colectivo -a decir verdad, en su versión generalizada, tampoco se preocupó
de ello durante la mayor parte de nuestro pasado- y, en consecuencia, no será
uno de los rubros a sostener con los impuestos. Sin esta carga estructural,
estos podrán sostenerse en niveles bajos, lo que, adicionalmente, puede
venderse a los ciudadanos como muy ventajoso.
La línea del “coste” –al
menos a corto plazo y si no se advierten los inconvenientes- es la del Estado mínimo no sólo para
educación, sino también en sanidad y otras prestaciones. De modo similar a lo
que era en el siglo XIX, con competencias casi únicas en el mantenimiento del
orden establecido, al servicio de una estricta minoría, la que legislaba,
gobernaba y establecía los principios del bien y del mal, del buen o mal gusto
y, por supuesto, de la “buena educación”, urbanidad y “buenas costumbres”. Sostener
hoy esa posición nos retrotrae, por tanto, cada vez un poco más a situaciones
previas al taylorismo industrial o, más atrás todavía, hacia lo que Umberto Eco
llamaba la “medievalización
de la historia”.
Pero si la educación ha de entenderse como actividad de
concurrencia en el libre mercado, como otras muchas, no se entiende, en modo
alguno, cómo ni por qué determinadas empresas de educación –en definitiva,
privadas- hayan de necesitar el
proteccionismo explícito del Estado para llevar a cabo su actividad, ni menos
por qué hayan de estar en disputa más o menos constante con lo que el propio
Estado se ha obligado actualmente a realizar para garantizar el cumplimiento de
un derecho reconocido a todos sus ciudadanos. Por tal motivo, en una época de
especial crisis como la actual y más menguada de recursos, la concepción de la
educación como “coste” exige que se explique, ante todo, que en un sistema educativo como el español,
la mera libre existencia de tres vías de ejercicio de ese derecho no resulta
excesivamente cara para la Hacienda pública si todas han de estar, de uno u
otro modo, sostenidas o subvencionadas por ella, y si los estrictos
beneficiario de cada una no comparten idénticas posibilidades de elegir entre
las tres y, de añadido, es altamente probable que discrepen en planteamiento
cívico –eje central de un currículum educativo democrático- y que no compartan
los medios y métodos concretos de enseñanza.
La educación como
inversión
El entendimiento de la educación como “inversión” es
meridianamente distinto y, dada la predominancia de quienes la han administrado
en los últimos tiempos como “coste”, tiene todavía un atractivo especialmente
romántico. Parte de la decisión de construir un Estado amplio y democrático,
como una gran “Polis” aristotélica en que quepan todos los ciudadanos y con
derecho a la palabra. Pone en primer plano, por esta razón, la subida
generalizada del saber que puede proporcionar la escuela y, consiguientemente,
tendrá preocupación por datarla como mejor le permitan las circunstancias
económicas, pues ese bien deberá estar al alcance de todos como riqueza
compartida.
Los partidarios de esta línea política son los primeros en saber
que nada es gratis y que menos lo es una buena organización del sistema
educativo en que, ante todo, quepan todos, incluidos los más diversos. Por ello
mismo tratarán de mejorar en lo posible la buena gestión y administración de los siempre limitados
recursos y, en la medida de sus posibilidades para dar valor real a lo que
estiman valioso, se ocuparán de
habilitar al efecto una proporción adecuada a lo que de la educación
dicen esperar. No suelen jugar, por ejemplo, con la pantomima de que se puede
tener una buena educación con escasos recursos, principio cuyo fallo
principal es que ninguna prestación de
la amplitud de esta, y requerida de holgados y constantes recursos, se puede
sostener por mero voluntarismo y vocación. Nunca la extensión de un bien
público de similar dimensión ha funcionado bajo el supuesto exclusivo de tales
intencionalidades y propósitos: ni siquiera en la Edad Media, cuando la idea
motriz de la caridad podía mover a los creyentes de manera masiva, pudo
evitarse la extensión grave de la pobreza y el hambre. La generalización de los
derechos sociales -primero en el Estado Social y más tarde en el Estado de
Bienestar Social- sólo fue posible en virtud del intervencionismo del Estado,
con leyes e instituciones que recortasen la omnímoda intangibilidad que habían
adquirido los derechos de la propiedad privada.
También esto último es relevante, porque la virtud de hablar de
supuestas baraturas es que hurta otro
imprescindible debate que debe preceder a todo lo dicho: las diferencias entre “servicio
público” y “escuela pública”, en amalgama con diversos solapamientos que las
ingenierías administrativas han ido fortaleciendo entre público y privado.
Estas suplantaciones han propiciado la ampliación de un capitalismo
especialmente atractivo por su rentabilidad asegurada pero no por su
productividad social. Con el público como rehén y el Estado como garante
permanente, unos pocos beneficiarios detraen bienes de que disfrutan con
desfachatez. Es una manera de proseguir uno de los fórmulas primordiales de la
desamortización decimonónica, que tanto aprovechó a un selecto grupo de
adinerados –dejando a los demás con similares o mayores carencias que las que
tenían- y cuya metodología tanto denostó
uno de nuestros primeros economistas prestigiosos: Álvaro Flórez Estrada.
Las tres Bes
Al argumentar con supuestas baraturas, en educación ha de
aclararse, pues, si de coste o inversión se está hablando. Se ahorrarán
malentendidos que a nada conducen. Hace ya tiempo, había una céntrica sastrería
conocida como “Las tres Bes”: Bueno, Bonito y Barato. Su propaganda resultaba
cada vez menos convincente a los habitantes de la ciudad donde estaba ubicada.
Cada día era más raro ver que hubiera alguien comprando que no fuera un
desprevenido vecino de alguna remota aldea, más o menos incauto. En su lugar
han proliferado otras maneras de marketing –no solo en lo textil- que siguen
jugando con similares tres Bes. (Continuará).
No hay comentarios:
Publicar un comentario