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miércoles, 16 de marzo de 2016

"Crecen las desigualdades y nos entretenemos en qué sea una educación más barata" (Manuel Menor)

Manuel Menor comparte con todos su último artículo:



Hablar de baratura en asuntos educativos puede ser manera de dejar todo igual o peor. Eso sí, preservando maneras aseñoradas de diferencia.

El panorama político sigue enquistado en formalidades de procedimiento que nos acabarán llevando de nuevo a las urnas. Abril está cerca y hace improbable que tengamos un gobierno estable para ocuparse de los problemas urgentes ante el examen de deuda que reclama Bruselas y, por tanto, la recuperación de una política educativa de carácter expansivo está en el aire. En Comunidades como Madrid, se acaba de anunciar una convocatoria de oposiciones sensiblemente distinta de la de años pasados, pero a todas luces insuficiente para revertir los recortes pasados. El apoyo del BCE a las vacilantes economías europeas no anima a las Bolsas y, entretanto, Oxfam nos ha advertido de nuevo que 62 familias concentran la misma riqueza que 3.600 millones de personas, la mitad más pobre de la humanidad. Con una economía al servicio del 1%, siguen aumentando las distancias del resto de la población. Desde el inicio del siglo, la mitad más pobre de la población mundial sólo ha recibido el 1% del incremento total de riqueza, mientras que el 50% de esa nueva riqueza ha ido a parar al 1% más rico.

Sospechas de lo barato
La baratura suele valer en situaciones como esta para indicar que todo ha de seguir más o menos igual que siempre. La esgrimen más habitualmente los partidarios de los conciertos educativos, como razón preventiva casi siempre, cuando no como mérito o favor primordial que este sector del sistema educativo habría hecho al Estado  propiciando una menor inversión de recursos y, por ende, un ahorro económico considerable. Antes de asentir a esta muy interesada tesis, es recomendable a todo lector bien intencionado que trate de aclarar algunas sospechas. Principalmente, las que muestran los paralelismos de esta estrategia argumental con los marcos conceptuales a que suelen recurrir los modelos económicos de moda, para los que el interés contable no tiene cortapisas. Lo que importa –dicen- es el creciente nivel de rentabilidad, por más que sus cargas hayan de soportarlas los grupos de siempre, o que el producto final tenga carencias de valor añadido que le hacen precario. Es decir, que el valor económico reside en que el selecto accionariado se sienta satisfecho porque le vaya mejor, aunque sea a cuenta de un público cautivo y de que los otros participantes necesarios para la producción del bien o servicio estén cada vez más más en el aire o resulten crecientemente invisibles. Si las políticas que aprecian de este modo la producción, se desinteresan del aumento de la brecha social –recuérdese, en este sentido, que no es gratuito  que España haya conseguido el segundo puesto de la lista europea en desigualdad-, es irrelevante. Aunque se desprecie así a gran parte de la sociedad, al 50% de la gente joven, los parados –las mujeres paradas o mal remuneradas de que tanto se ha hablado el pasado día ocho, día de la mujer trabajadora-, y a un creciente ejército de reserva con salarios de miseria.

Será muy oportuno, por ello, tratar de acordar si no hay otros modelos más atractivos en cuanto a la promoción humana que siempre se ha de conjugar en el quehacer económico. Estos días ha vuelto a ser noticia la “prosperidad compartida” de Mercadona -esto no es publicidad, pero viene al caso- porque ganan dinero, extienden el negocio y lo están haciendo con un 95% de trabajadores fijos que tienen un promedio salarial de 1.400 euros. Es decir, que otro modelo es posible sin que la baratura –tal como la desarrolla el ultraliberalismo- sea un criterio absoluto de actuación contra los trabajadores. Esta cuestión, por otro lado, es principal en actividades educativas, siempre muy sensibles a carencias que puedan escamotearse bajo la baratura como pretexto.

La educación como coste
 De este modo, en los prolegómenos de un posible debate sobre la lógica argumental de la baratura en educación, deberá ser presupuesto indispensable dirimir cómo haya de entenderse ésta, si como “inversión” o como “coste”. Todo supone dinero pero no es igual ni todo es justificable en su nombre.

Si se defiende que es un “coste”, se estará primando que cada cual se pague lo suyo. La educación no será un bien común al que todos tengan derecho, sino un campo de actividad -o un servicio, si se quiere- generador de un tipo determinado de bien que, por tanto, dependerá de la capacidad económica y del valor que el mercado quiera darle. Para nada tendrá atractivo que el colectivo social tenga un nivel medio de capacidades cognitivas y actitudinales propias de un país moderno: la libre concurrencia irá diciendo. No merecerá la pena, por tanto, que el Estado presupueste alguna partida específica para este fin colectivo -a decir verdad, en su versión generalizada, tampoco se preocupó de ello durante la mayor parte de nuestro pasado- y, en consecuencia, no será uno de los rubros a sostener con los impuestos. Sin esta carga estructural, estos podrán sostenerse en niveles bajos, lo que, adicionalmente, puede venderse a los ciudadanos como muy ventajoso.

 La línea del “coste” –al menos a corto plazo y si no se advierten los inconvenientes-  es la del Estado mínimo no sólo para educación, sino también en sanidad y otras prestaciones. De modo similar a lo que era en el siglo XIX, con competencias casi únicas en el mantenimiento del orden establecido, al servicio de una estricta minoría, la que legislaba, gobernaba y establecía los principios del bien y del mal, del buen o mal gusto y, por supuesto, de la “buena educación”, urbanidad y “buenas costumbres”. Sostener hoy esa posición nos retrotrae, por tanto, cada vez un poco más a situaciones previas al taylorismo industrial o, más atrás todavía, hacia lo que Umberto Eco llamaba la “medievalización de la historia”.

Pero si la educación ha de entenderse como actividad de concurrencia en el libre mercado, como otras muchas, no se entiende, en modo alguno, cómo ni por qué determinadas empresas de educación –en definitiva, privadas-  hayan de necesitar el proteccionismo explícito del Estado para llevar a cabo su actividad, ni menos por qué hayan de estar en disputa más o menos constante con lo que el propio Estado se ha obligado actualmente a realizar para garantizar el cumplimiento de un derecho reconocido a todos sus ciudadanos. Por tal motivo, en una época de especial crisis como la actual y más menguada de recursos, la concepción de la educación como “coste” exige que se explique, ante todo,  que en un sistema educativo como el español, la mera libre existencia de tres vías de ejercicio de ese derecho no resulta excesivamente cara para la Hacienda pública si todas han de estar, de uno u otro modo, sostenidas o subvencionadas por ella, y si los estrictos beneficiario de cada una no comparten idénticas posibilidades de elegir entre las tres y, de añadido, es altamente probable que discrepen en planteamiento cívico –eje central de un currículum educativo democrático- y que no compartan los medios y métodos concretos de enseñanza.

La educación como inversión
El entendimiento de la educación como “inversión” es meridianamente distinto y, dada la predominancia de quienes la han administrado en los últimos tiempos como “coste”, tiene todavía un atractivo especialmente romántico. Parte de la decisión de construir un Estado amplio y democrático, como una gran “Polis” aristotélica en que quepan todos los ciudadanos y con derecho a la palabra. Pone en primer plano, por esta razón, la subida generalizada del saber que puede proporcionar la escuela y, consiguientemente, tendrá preocupación por datarla como mejor le permitan las circunstancias económicas, pues ese bien deberá estar al alcance de todos como riqueza compartida.

Los partidarios de esta línea política son los primeros en saber que nada es gratis y que menos lo es una buena organización del sistema educativo en que, ante todo, quepan todos, incluidos los más diversos. Por ello mismo tratarán de mejorar en lo posible la buena gestión y  administración de los siempre limitados recursos y, en la medida de sus posibilidades para dar valor real a lo que estiman valioso, se ocuparán de  habilitar al efecto una proporción adecuada a lo que de la educación dicen esperar. No suelen jugar, por ejemplo, con la pantomima de que se puede tener una buena educación con escasos recursos, principio cuyo fallo principal  es que ninguna prestación de la amplitud de esta, y requerida de holgados y constantes recursos, se puede sostener por mero voluntarismo y vocación. Nunca la extensión de un bien público de similar dimensión ha funcionado bajo el supuesto exclusivo de tales intencionalidades y propósitos: ni siquiera en la Edad Media, cuando la idea motriz de la caridad podía mover a los creyentes de manera masiva, pudo evitarse la extensión grave de la pobreza y el hambre. La generalización de los derechos sociales -primero en el Estado Social y más tarde en el Estado de Bienestar Social- sólo fue posible en virtud del intervencionismo del Estado, con leyes e instituciones que recortasen la omnímoda intangibilidad que habían adquirido los derechos de la propiedad privada.

También esto último es relevante, porque la virtud de hablar de supuestas baraturas es que  hurta otro imprescindible debate que debe preceder a todo lo dicho: las diferencias entre “servicio público” y “escuela pública”, en amalgama con diversos solapamientos que las ingenierías administrativas han ido fortaleciendo entre público y privado. Estas suplantaciones han propiciado la ampliación de un capitalismo especialmente atractivo por su rentabilidad asegurada pero no por su productividad social. Con el público como rehén y el Estado como garante permanente, unos pocos beneficiarios detraen bienes de que disfrutan con desfachatez. Es una manera de proseguir uno de los fórmulas primordiales de la desamortización decimonónica, que tanto aprovechó a un selecto grupo de adinerados –dejando a los demás con similares o mayores carencias que las que tenían-  y cuya metodología tanto denostó uno de nuestros primeros economistas prestigiosos: Álvaro Flórez Estrada.

Las tres Bes
Al argumentar con supuestas baraturas, en educación ha de aclararse, pues, si de coste o inversión se está hablando. Se ahorrarán malentendidos que a nada conducen. Hace ya tiempo, había una céntrica sastrería conocida como “Las tres Bes”: Bueno, Bonito y Barato. Su propaganda resultaba cada vez menos convincente a los habitantes de la ciudad donde estaba ubicada. Cada día era más raro ver que hubiera alguien comprando que no fuera un desprevenido vecino de alguna remota aldea, más o menos incauto. En su lugar han proliferado otras maneras de marketing –no solo en lo textil- que siguen jugando con similares tres Bes. (Continuará).


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