Las playas turcas, los
refugiados, el guiño social de Rajoy, los libros de texto… Buen comienzo de
curso para todas las dualizaciones que aceptamos para vivir.
Ha tenido que morir Aylan Kurdi, el niño
sirio varado en las playas turcas, para que los ciudadanos europeos nos
conmoviéramos. Durante un tiempo fugaz, el lado sentimental de la miseria nos
hará olvidar el montón de muertos diarios por hambre, guerra y atropello de sus
derechos fundamentales para vivir. Sólo en Siria, han muerto ya más de 120.000
personas y 14.000 niños. Y nos hará sentir más a gusto con nosotros mismos,
porque nos vemos mejor que nuestro desdichado
prójimo. Nuestras conciencias tendrán, además, un motivo extra para la compasión solidaria y sentirse en paz consigo
mismas.
Contextos de comienzo de
curso
Aquí, tan rácanos como casi siempre, se han apiadado un poco y van
a buscar acomodo a algunos
refugiados más. No muchos, no sea que se espante el patriotismo
austero. Pero han tenido que estar
próximas las elecciones generales para que Rajoy saliera de su plasma, aflojara
un poco y se pusiera caritativo: él y su
Gobierno dan o retiran migajas del presupuesto como si fueran recursos suyos,
propios para el limosneo. La labor de convencimiento sentimental al personal ha
empezado en medio de este trance sentimental y, desde el manoseo del bolsillo
de funcionarios, pensionistas y demás dependientes de los gobernantes, se irá
creando una plataforma de convencidos del buen corazón -y cabeza, claro-, de los
gestores políticos actuales. A ver si, como es obligación en toda relación
asimétrica, somos agradecidos. Bolsillo y corazón -la gran dualización de
nuestras vidas aburguesadas de esta esquina del mundo- bailarán a menudo hasta
diciembre con nosotros.
La conmoción también prepara -¿y distrae?- los inicios del curso
académico de nuestros escolares. Los libros de texto han sido noticia especial
este año desde antes del fin de curso pasado, a causa de las consabidas razones
denunciadas por algunas Asociaciones
de Padres y por algunos colectivos de profesores cuando la implantación de la LOMCE empezó a parecer más provisional que nunca y ya Wert
andaba por París. En el verano, alguna que otra noticia hubo de los escarceos
del lobby de editores de libros de texto
frente a los denostadores de prácticas que consideraban abusivas. La LOMCE
sigue ahí, pero en estos días previos al inicio de curso, algunas comunidades
autónomas, de perfil más sensible en este momento, ya se han adelantado a dar
una solución a lo otro, al menos por este curso. Pondrán una
ayuda básica para la compra, condicionada en algunos casos a que los
alumnos devuelvan los libros en buen estado a fin de curso.
A vueltas con los libros
de texto
Dudoso es, de todos modos, que este asunto en que el bolsillo y el
sentimiento se reparten la conversación de unas clases sociales estrujadas de
continuo en tiempo de crecimiento crítico del empleo, no siga coleando más
tiempo. Si bien es razonable que los editores quieran hacer negocio y que
crezca de continuo, no lo es tanto que no vean que lo están haciendo a cuenta
de una concurrencia de empresas cada vez menor y contando con una cadena de
silentes contempladores de un público cautivo desde hace muchos años. Los
archivos del Instituto Nacional del Libro (INLE),
creado por Orden del Ministerio de Gobernación el 23 de mayo de 1939, saben muy
bien cómo se ha ido cambiando este negocio y las condiciones del mismo. La
censura y el control de las “buenas conductas” e información adecuada que
llegaba a la gente estuvieron en su origen, y poco cambió su función originaria
si se estudia desde 1951, cuando pasó a
depender de Información y Turismo. La vigencia para vigilar y autorizar los que
iban a ser libros de texto principalmente en escuelas e institutos, ha sido
constante hasta muy pasada la Transición: no fuera que se contaminaran sus
lectores con el estudio de lo que decían.
Fue en este estrecho
espacio expresivo donde los privilegios aleatorios de gentes próximas a
sectores eclesiásticos y al poder político –no era pequeño el de quienes
diseñaron currículos o programas cambiantes de las asignaturas- originaron las principales editoriales
actuales. Lo cuenta un poco Antonio Viñao en un estudio colectivo, publicado
hace seis meses por Marcial Pons, acerca de la edición en España entre 1939 y
1975. A partir de la LGE de 1970, varias de ellas, con la pluralidad de
asignaturas, se convirtieron en grandes empresas; algunas, para abarcar mucho
más que libros de texto. Todo sucedió mientras nos hacíamos muy devotos de
reformas conducentes a seguir hablando eternamente de “calidad”, sin la lealtad
imprescindible para acordar qué debamos hacer para lograrla.
Con este panorama, una
nueva ley educativa como la que está dudosamente en marcha es una clarísima
oportunidad de negocio a no descuidar. En términos de rentabilidad, es una gran
oportunidad para que la crisis no afecte
al sector. Entre este año y los inmediatos, de seguir adelante esta tan
discutida ley se renovará buena parte de la biblioteca de las familias. Habrá nuevos
clientes, obligados por el colegio y sus profesores correspondientes a comprar determinados
libros y no otros, por más que la regla fundamental, la de la libertad de
mercado, quede tan mediatizada. Y aunque
la otra libertad de que tanto se habla cuando de educación igualitaria viene al
caso -la libertad de educación-, no sólo se someta a lo que diga cada escuela o
colegio -con o sin “ideario” como quiso la LOECE desde 1980-, sino que haga ver
una vez más que no es libertad para todos. Los recortes de estos años pasados
en becas para menesteres como los libros
escolares dejaron a muchas familias con un buen agujero en la libertad que el art. 27 de la Constitución dice que
tienen. Sin que conste que el Tribunal Constitucional –que ahora tendrá
crecidas competencias- se haya interesado por el desaguisado.
Desde el sentimiento solidariamente comprensivo de los nuevos
gestores de las Comunidades con esta discriminación, puede que se fortalezca la
simpatía de sus votantes. Pero independientemente de que su gesto sugiera algo
más de justicia distributiva, no dejará de ser aleatoriamente caritativo, y más
bien hacia las empresas. Si los responsables de educación no entran en el
meollo del asunto, todos los años volverá el mismo lío al final del verano.
Bien merece, pues, que sea tratado desde las necesidades reales de la escuela y
con la consistencia que deba tener la profesionalidad docente. Mírese como se mire, y con las posibilidades actuales
de almacenamiento, gestión y transmisión de información, es una gran anomalía
que, prácticamente hasta los 18 años, todos nuestros chicos y chicas tengan
cada curso un determinado canon específico y sacral para marcar la verdad
cognitiva por igual. Cuando no estamos hablando de la Biblia ni de lo que se
quería que fuera la Enciclopedia de 2º grado..., lo que debiera vigorizarse es
la dotación de las
bibliotecas escolares y su buen uso, con materiales diversos y no sólo
soporte en papel, por supuesto. No implicaría tantas ventas en las estadísticas
de ANELE, pero sería más racional. En ese espacio -que debiera ser el principal
de todo centro educativo- es donde debe haber abundancia de libros y, claro que
sí, plurales libros de texto, incluidos cuantos en cada centro hayan sido obligatorios,
desde 1970 cuando menos. Cuanto más antiguos, mejor ilustran y documentan a la
perfección la pasiva bobería de este dogma de la obligatoriedad de un texto
determinado.
Y con la Escolástica…
Lo que estamos haciendo en pleno siglo XXI es como si quisiéramos
que nuestros escolares siguieran funcionando -pese a los muy bien editados
libros de texto-, como en la Edad Media. La Escolástica era rigurosamente fiel
a la reproducción anquilosada de lo que había que saber, o al menos recitar,
que eso y no otra cosa era lo que estaba bien saber hacer: repetir, mientras el
dómine seguía con el dedo en la línea qué decía el alumno. Una metodología
utilitaria que, además, favorecía la disciplina, el silencio y la estabilidad:
no cabían muchas discusiones más allá del nominalismo. La labor inquisitorial
sobre la información y el conocimiento tuvieron de este modo mucho camino
andado con los nihil obstat, prolongado
con intermitentes regresos al pasado. ¿No fue a esto a lo que principalmente
sirvieron nuestras escuelas desde que en 1825
Calomarde impuso un Plan y Reglamento de Primeras Letras del Reino para toda España? ¿No es esta misma la función que
desempeñó la enseñanza primaria de todos -no la otra, la de los que irían a colegios
de pago- antes de 1970? ¿En qué consistió aquella EGB mayoritaria en que no
llegaba a titular el 31,99% del alumnado? ¿No sigue teniendo mucho de lo mismo
la ESO actual –al menos para uno de cada cinco adolescentes-, aunque imponga
obligatoriedad hasta los 16 años?
Y por otro lado, está lo que deba saber y saber hacer un profesor
o maestro hoy en el aula: en qué consista su competencia, cuál deba ser su
capacidad de control epistemológico del conocimiento y sus canales de acceso,
qué deba comunicar con autoridad y consistencia –auctoritas y no imperium- a sus alumnos para que puedan seguir
aprendiendo. Esa es la gran cuestión de la educación española en este momento:
como lo ha sido siempre. No es serio ni razonable que un profesor o maestro de
ahora mismo deba depender de un determinado texto para su trabajo cotidiano de
mediación en la transmisión del saber. Ni su autonomía como profesor, ni su
competencia como educador, pueden tener como misión imprescindible que sus
alumnos sean especialistas en reproducir las buenas contestaciones que prescribe
una partitura previa y reglada en un libro, acompañado aparte -para colmo- de
un solucionario de cuestiones “para el profesor” por si acaso. ¿Se cumple alguna utopía educativa con ello?
¿Qué textos?
Cabe aventurar, por demás, que, con este planteamiento pautado
desde fuera del aula y sus necesidades, pronto ni el profesor ni el libro harán
falta. Es más, no tardarán en desaparecer unos y otros si se impone
definitivamente el tipo de evaluaciones estandarizadas que la LOMCE ha puesto
en marcha, especialmente para el logro de los títulos académicos básicos que faculten
para continuar estudiando. Quienes elaboran el Informe PISA y similares no
tardarán en vender las contestaciones a sus
cuestionarios de bolígrafo y papel, para que cuantas personas quieran titular
en algo aprendan a rellenarlos adecuadamente. ¿Va por aquí la “mejora de
calidad” de la “nueva” educación? Quien logre el
monopolio dentro de la libre concurrencia en este campo de batalla, ¿dejará
que mande la racionalidad próxima al sentimiento de lo justo o, más bien, la
más favorable a su bolsillo?
Manuel Menor Currás
Madrid, 06/09/2015
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