La defensa de
las tesis oficiales sobre bilingüismo/trilingüismo en Baleares, o sobre la
LOMCE, ha vuelto a invocar el respaldo
de las mayorías electorales y el de una supuesta “mayoría silenciosa”.
Como
estratagema argumental no es nuevo este
recurso dialéctico: todavía hay muchos
ciudadanos con vivos recuerdos anteriores a la Transición que pueden dar fe, y
siempre está abierta la historia como magistra
vitae, donde abundan los exempla. Como el de la Puerta de Toledo,
de Madrid, erigida en 1827 como “monumento de fidelidad, de triunfo y de
alegría”, que pretende ser un homenaje colectivo al absolutismo de Fernando
VII, “el Deseado y Padre de la Patria”. Similar cariz quiso revestir, durante
casi 400 años, la extensa nómina de persecuciones de la Santa Inquisición,
mientras acallaban la heterogeneidad y las heterodoxias bajo el signo del Salmo
73: Exurge Domine et judica causam
tuam...; un largo precedente de
silencios mayoritarios impuestos, que no queridos, invocando, además, la ayuda
de Dios en el empeño.
Arthur
Schopenhauer, en todo caso, nos previno hacia 1860 de que “la verdad objetiva
de una proposición y su validez en el plano de la aprobación de los oponentes y
oyentes de la misma son dos cosas muy distintas”. El filósofo alemán añadía bastante escéptico que, si la naturaleza
humana no fuese mediocre y todos fuéramos profundamente honrados, no
buscaríamos en nuestros debates otra cosa que la verdad. Pero no siendo este el
caso –y sí muy abundante la vanidad-,
frecuente es que la verdad “deba parecer falsa y lo falso
verdadero”. De modo que ese argumento de
razón centrado en la mayoría absoluta lograda en unas elecciones o, si viene al
caso, en que en una huelga o manifestación concretas son más los que se han
quedado en casa que los que asisten a la protesta, viene a ser una de las
muchas estrategias –y no de las más afortunadas- destinadas más a ningunear al
oponente que a demostrar verdad alguna. En realidad, sólo muestra quién tiene,
en un momento concreto, la sartén por el mango.
En democracia,
además, esta argucia argumental es, pese
a la apariencia que comporta de juego libre de las mayorías/minorías, especialmente frágil y peligrosa, sobre todo
si es reiterativa. Se suma a los
silencios impuestos en el Parlamento en nombre del reglamento, las
incomparecencias debidas, los diálogos de sordos, los recursos sistemáticos al
decreto-ley, junto a muchas otras triquiñuelas de “politiqueo” hueco. Añadido
todo ello al amedrentamiento y recortes sistemáticos que, con pretexto de la crisis, se imponen a
la población -igual que el control cerrado de los principales medios de
comunicación-, no hace sino desvirtuar el sentido mismo de las libertades y
derechos que, en principio, la Constitución dice reconocer a todos. En tales
circunstancias, sacar a relucir “las mayorías” para dirimir el debate educativo, aparte de aludir a políticas sectarias que
poco tienen que ver con el interés general y el bien común, hace pensar más en
un ordenancismo populista que en una
democracia de verdad. A este paso, la
calidad de ésta parece que vaya a depender, como en los programas
televisivos, del “share”. Pero
incluso así habría que ser más ponderado, ya que sabido es que ninguna mayoría
electoral permanece inmutable toda una
legislatura. Y, por otro lado, la mayoría social –en España, y en EEUU- es la de quienes no
votan ni votarán nunca. Si se tiene en cuenta que muchos de esta mayoría –como
ya estudió J. K. Galbraith en La cultura
de la satisfacción- cada vez “quedan más fuera de la conciencia de los que
viven con desahogo, fuera del sistema impositivo y del presupuesto estatal” y,
por tanto, que cada vez están más lejos de una redistribución justa de los
recursos a través de unos servicios sociales de calidad y de una educación
digna para sus hijos, el argumento de las mayorías no pasa de sarcasmo
instrumental. La comunidad electoral favorecida no es la de estas mayorías
sociales, las más pobres y con necesidades educativas mayores.
No estaría
mal, pues, que nuestros políticos –especialmente cuando de educación tratan,
porque de su autenticidad depende mucho nuestra convivencia- releyeran a
Aristóteles. Hacia el 330 a.C -cuando la democracia ateniense era ya una
cáscara vacía-, nos dejó advertidos de
que “la ciudad –la polis- es una de las cosas naturales y que el hombre es,
por naturaleza un animal cívico –zoon politikon”.
Para él, la razón de que fuera un “animal político” era clara: “la
naturaleza –decía- no hace nada en vano. Sólo el hombre, entre los animales,
posee la palabra [...], igual que el sentido de lo bueno y de lo malo, lo justo
y lo injusto, de modo que la participación comunitaria es el fundamento de la
casa familiar y la ciudad” ( La Política,
I, 2).
Madrid, 07/10/2013
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