Publicamos este nuevo artículo de nuestro compañero Manuel Menor Currás:
Entre tradiciones obsoletas e intereses desmañados, lo que parece importar poco es el valor que los estudiantes den a la educación que reciben.
Será difícil no admitir que estamos en un momento inesperado pero crucial en que suceden acontecimientos muy relevantes por lo que suponen de cambio en las maneras habituales de ir tirando. Entre los efectos que ha traído consigo la pandemia de la COVID-19, más los que estamos percibiendo a causa de la guerra en Ucrania -granero de Europa, lugar de paso de las energías imprescindibles y proveedor de materias primas en la economía mundial-, vivimos en directo uno de esas coyunturas en que todo va a cambiar y no sabemos hacia dónde. Como miles de veces anteriores en la historia de la humanidad, se dilucidará más pronto que tarde una recomposición de fuerzas en la geoestrategia mundial, quiénes son los que de verdad manejan los hilos del panorama y el reparto de papeles que toca en la nueva partitura a quienes en este momento se agitan, conmueven y recitan su parte del guión ante los parlamentos nacionales y en sus reuniones de alto nivel.
Las conversaciones que acaban de empezar en Turquía entre Ucrania y Rusia son importantes; lo son también las decisiones que se están tomando sobre el norte de África y, en medio, el juego de España, que ya se atisba tras la posición ante Marruecos. Circula desde hace días por las Redes un mapa muy didáctico en que puede verse la variabilidad de las fronteras europeas desde 1141; tiene gran interés para advertir, de paso, cómo los esencialismos pintan poco ante la movilidad de los factores que determinan los acontecimientos y, de paso, cómo la forma de contarlo también es frágil, cambiante al compás en que suceden las cosas y según sean los vencedores en la inminente situación provisional.
La Historia en la ESO
Justo en este momento de extrema volatilidad de cuanto sucede, en la agenda del Ministerio de Educación para la puesta en marcha de la LOMLOE salta al debate público la propuesta del currículum de Historia en la ESO para los chicos y chicas de 12 a 16 años. Y vuelven a iniciarse debates agrios, repetitivos de los vividos ante reformas anteriores, especialmente la de la LGE de 1970 y la de la LOGSE en 1990; vuelve igualmente un debate largo y estéril en torno a la Historia de España, al que tanto provecho político sacó el mundo conservador con aquel falso debate de las “Humanidades”. Aquello se sustanció entre 2001 y 2003, con un currículo de Bachillerato más acorde con lo que había sido el diseño de José Mª Pemán o del Instituto de España como ideario único a sostener; la particularidad es que se volvía a ello 65 años más tarde, poco acorde con lo que necesitaba el alumnado para entender el mundo en que vivía.
En 2016, un profesor de la Autónoma de Madrid, Fernando Hernández, estudiando qué Historia de España estaba recibía la primera generación de españoles del siglo XXI, constataba una gran ignorancia. No obstante, este asunto del currículo dará mucho juego estos días y, de nuevo, producirá debates que olvidarán esa cuestión: ¿qué debe saber del pasado un españolito de a pie para entender algo de su presente en su adolescencia, que le ayude a mejorar su capacidad de mirar por cuenta propia, sin orejeras prefijadas por nadie? ¿Tan solo debe seguir sabiendo repetir lo que desde instancias que no conoce le dicen que debe aprender, si quiere pasar al curso o etapa siguiente de estudios? En 1965, los Beatles escribieron Yesterday y fueron profetas de lo que siguió existiendo en las aulas: “llegó el ayer”, “ahora anhelo el ayer”, “¡oh! Creo en el ayer”. El currículum de un tiempo cambiante como este pugnará –como otras veces- por la inamovilidad.
El debate que merece la pena
Este falso debate seguirá ocultando otros que sí debieran producirse si se quiere alcanzar una educación para todos con suficiente dignidad a la hora de interpretar el art. 27CE78. Quienes crean que el conocimiento histórico enseña algo y que, por tanto, debe tener presencia en el sistema escolar, debieran concordar en que lo que el conocimiento histórico enseña es que el tiempo no cura nada, pero que cerrar el paso a la desmemoria es el único modo de que exista un suelo en que tenga sentido otro futuro. Los herederos del prepotente relato del tiempo pasado pretenden acallar cualquier otro y sus marcos conexos; repiten el de quienes pretendieron vacunar “para siempre” a las generaciones de la posguerra. Si este presente ha de ser el anticipo de un futuro más justo, para “torcer la flecha del tiempo”, que dice Bruno Latour, se ha de partir de narrativas en que se cuenten las historias de este presente, qué pensamientos encierran y cuáles queremos que imperen en esa sociedad a construir entre todos.
No toda narrativa vale y subsisten presencias del pasado que distorsionan el presente, porque atañen a la estructura del sistema educativo. Pretender, por ejemplo, que a cuenta de los recursos de todos exista un estatus privilegiado en educación para unos pocos alimenta una bipolaridad anacrónica ante un mundo cada vez más plural. De añadido, rezagar por deficiente formación docente que las nuevas generaciones de estudiantes puedan preparar bien su futuro, es sostener un conflicto solo favorable a esos pocos. Es paradigmático lo que ha venido sucediendo en la Comunidad de Madrid –modelo para muchas otras-, que en la última década casi ha duplicado el dinero destinado a conciertos con centros que segregan por sexo; según Infolibre, de los 25 millones del curso 2010-11, hemos pasado a 46,2 en la actualidad. Si se les añade el incremento a la atención general a los colegios concertados -frente a la disminución de recursos y atención a la red pública-, se tiene una idea bastante exacta del interés de centrar la atención en las minucias del currículum, en vez de atender democráticamente a lo que más importa. Es como si dijeran: socialicemos lo problemático y privaticemos un poco más las ganancias.
Tantas veces ha sucedido esto desde hace más de ochenta años, que, como repetía Antonio Gamoneda, el Premio Cervantes e 2006, los adverbios de tiempo tienen el alma cansada. Ni siquiera en momentos cruciales como este cesará el ruido distorsionador de lo que merece la pena. Antes de que, entre la mayoría ciudadana, cunda el descontento de la sentencia de Erich María Remarque al final de la Primera Guerra Mundial: “estamos de más incluso para nosotros mismos”, construir con acierto un mundo que merezca la pena implica que la mirada no esté condicionada por la mercantilización de la edad escolar. El consumo educativo no mejora el valor convivencial de la escuela, aunque disfrace de “interés general” el uso de recursos públicos en contra de la enseñanza equitativa.
MMC. (Madrid, 30.03.2022)
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