jueves, 3 de enero de 2019

Lucro cesante (Manuel Menor)


¿Es el “lucro cesante“ el organizador de la educación?

Nos adentramos en 2019 con múltiples maneras de ver la vida colectiva, en las que las demandas de la propiedad privada siguen siendo privilegiadas.

Termina 2018, con discursos de fin de año en las autonomías que más parecen ansiedad de un microestatal simbolismo diferencial que verdadera sintonía con una compartida pertenencia unitaria. Políticamente, el comienzo de 2019 se aventura así mitinesco, con todos los anhelos puestos en lo equívocamente válido para desenmarañar las mentes de cuantos inclinarán con su voto las inminentes elecciones hacia unos u otros prejuicios. Continuarán vigentes, así, la mayoría de los supuestos que determinan que la intemperie condicione la vida de millones de españoles. Más allá de lo que los cambios climáticos determinen, entiéndase “intemperie” como metáfora de  la  pobreza, necesidad y exclusión, incluidos problemas diversos que, cuando se hacen notar, inciden especialmente en quienes detentan estas carencias.

Del CETA al TTIP
Nos han inculcado que antes que el ocio es el negocio y, como fondo, la privacidad de la propiedad en sus diversas formas; entre ellas el “lucro cesante” como una de sus figuras centrales. Cuando entre 2016 y 2017, antes de que la Unión Europea lo aprobara, hubo una fuerte oposición a que se firmara con Canadá el Acuerdo Económico y Comercio Global (CETA). La razón fundamental de cuantos lo siguen viendo controvertido –igual que al TTIP y otros acuerdos similares de libre comercio- es el “lucro cesante”, que las empresas multinacionales suelen reclamar ante árbitros internacionales privados, dejando al aire la poca garantía que puedan tener las reclamaciones de los más débiles. Las relaciones entre países, por razón sobre todo de sus materias primas o de su comercio –del que  no son ajenas las políticas educativas-, está llena de casos particulares en que solo excepcionalmente han sido atendidas.

El “lucro cesante”, muy estimado por el neoliberalismo y presente en nuestro Código Civil (arts. 1101 y 1106), remonta su origen al derecho romano. Es una extensión del res clamat domino (las cosas reclaman a su dueño) en la medida en que se considera un daño la pérdida de una ganancia que no se hubiera producido si no se hubieran alterado las circunstancias de una determinada situación. Tan elástica es que de lo justo puede pasar con facilidad a lo prepotente. Si un país, por ejemplo, decide mejorar su legislación salarial o ecológica, las empresas –multinacionales, muchas veces- pueden reclamar un arbitraje por “lucro cesante”, supuestamente perjudicadas al complicárseles las ganancias de un negocio fácil, exigiendo una compensación equivalente a los supuestos daños. El quantum de la prestación indemnizatoria ha variado en la propia época romana hasta la regulación actual, pero esta figura jurídica suele resultar muy favorable a quienes ya arrastran una tradición colonizadora o de dominio de posición hegemónica en determinadas áreas de investigación y producción.

Capitalismo extractivo
Esto que sucede entre países acontece a diario en la gestión de los asuntos públicos, un espacio en que la pugna privada por encontrar beneficio empresarial es constante y, a ser posible, en exclusiva, monopolio o formato similar. Ahí anida el “capitalismo extractivo”, en que supuestos “emprendedores” se apañan para encontrar apoyos oficiales a diversas actuaciones que, por distintos medios, logran vender como “demanda social” lo que es un procedimiento para hacer cautivos de una actividad empresarial a amplios colectivos de ciudadanos. La historia de los monopolios españoles, de la que Ramón Tamames había hecho un buen recordatorio en 1968 (Madrid, Zyx), ha tenido jugosas ampliaciones posteriores a cuenta de las sucesivas nacionalizaciones y privatizaciones que se han ido sucediendo. Ambas han sido casi siempre en beneficio privado: el precedente de las desamortizaciones en los años más liberalizadores del siglo XIX no debiera olvidarse. Álvaro Flórez Estrada (1766-1853) ya dejó ver en 1836 sus desavenencias con Mendizábal mostrando cómo, estando de acuerdo en que debían realizarse, los procedimientos para llevarlas a cabo las harían perjudiciales para el Estado y para la inmensa mayoría de los campesinos, por la acaparación de tierra en pocas manos y el aumento de cargas a quienes la trabajaban, el gran favor que se hacía a la especulación y cómo persistiría el atraso  general y la propia deuda del Estado  (Sobre la enajenación de los bienes nacionales, Madrid, B.A.E., 1958).

De este capitalismo sin riesgo, siempre con red protectora, hay ejemplos recientes. Ahí está, derivada de esta ampliación interesada del derecho de propiedad –por encima de lo que la doctrina escolástica de Tomás de Aquino, entre otros, respecto al bien común prevalente- la obligación contraída con Acciona por parte del Estado -una factura que pagaremos todos durante tres décadas- a causa de Cástor, el fallido depósito de gas en aguas mediterráneas. Y ahí está, igualmente, la práctica de lo acontecido con la vivienda a partir de la liberación del uso del suelo –otra desamortización a la inversa de un “bien nacional” a favor de unos pocos- que Aznar legalizó en 1998 y que ahora vuelve a demandar la extrema derecha, como si no hubiera causado suficientes problemas al resto de españoles con la burbuja del ladrillo y la crisis financiera.

Libre elección de centro
Este clima del “lucro cesante” -principalmente como expectativa de seguridad- también afecta profundamente al sistema educativo. De hecho, la perspectiva de que intereses privados se sientan afectados por decisiones de la legislación estatal y autonómica es contemplada con recelo por múltiples instancias, empezando por las oficiales.  Pero es sobre todo en las asociaciones corporativas de la enseñanza privada –en buena medida de la órbita eclesiástica- donde temen perder terreno en los conciertos educativos existentes y en no poder ampliarlos tan fácilmente como hasta ahora. Un presunta “libertad de elección de centro” y una supuesta fuente de derecho como “la demanda social” –que protege la LOMCE- sirven de enganche conceptual al predominio de estas políticas privatizadoras. Basta repasar las que en estos quince años últimos se han llevado a cabo sistemáticamente en Comunidades como la de Madrid, para ver los protocolos que, para desarrollar esas premisas –de modo casi siempre contrario al interés de todos los ciudadanos-, se han ejercitado. El escenario resultante  muestra situaciones como la de un colegio público de Aravaca, con un grado elevado de racismo encubierto, además de otros perjuicios clasistas para la convivencia honrada que debiera transmitir la organización de todo centro escolar.

Si la propiedad privada y sus aledaños jurídicos no tienen coto, el empobrecimiento general del sistema educativo irá en aumento. La escuela pública es la gran perjudicada  por los demandantes de más privatizaciones, subvenciones o lucros cesantes. A la difusión educativa del conocimiento –y a la convivencia cívica-  le pasará lo que hace apenas 118 años acontecía en lo social, cuando no había legislación alguna, en que el supuesto estorbo de regulación sostenía la riqueza de un selecto grupo privilegiado.  Por algo Robert Castel sostenía, en 1995, que las metamorfosis de la cuestión social –y en definitiva, el modo en que se afronte la pobreza- son las que mejor expresan la consistencia democrática de un país. ¿Qué nos traerá en este aspecto 2019?

Manuel Menor Currás
Madrid, 01.01.2019

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