Estos días son propicios, de todos modos, para observar el alcance pedagógico de la
actividad deportiva y de la mecánica de unas elecciones. Tan denso es el
espacio y los tiempos de información que ocupan, que pareciera que son lo
fundamental ahora mismo. No es preciso repensar qué hacen o han hecho los
futbolistas estos días, para comprender el valor que damos a su actividad
omnipresente en los medios y en las preocupaciones de las más variadas
empresas, cuyos intereses se cruzan con nuestras modalidades inducidas de
divertimento pasivo: la sensación que el fútbol nos deja estos días es la de su
inevitable trascendencia para nuestras vidas, por muy resistentes que queramos
ser a su omnímoda ubicuidad. Tampoco es muy obligado repensar la valía de lo
que cuantos partidos concurren a estas elecciones europeas hayan podido decir o
no decir: de manera más o menos inteligente o de modo más o menos zafio y
trasnochado, han tratado de ocuparnos el restante tiempo de atención
disponible. Vayamos a votar o no y hayamos estado o no pendientes de lo
sucedido en Barcelona, Madrid o Lisboa con la actividad balompédica, no puede
decirse que, de la invasión alternante de ambos planos de atracción mediática,
no hayamos asistido a una intensa actividad de educación social. Aparentemente
inocua -pero refrendada además por el buen lugar en que nos dejan las
calificaciones de uno de nuestros evaluadores externos, como S&P, que sube
nuestra nota de deuda al alza-, ha estado adoctrinando y conduciendo nuestras
vidas por “la buena senda”. Y sin que
nos hayan dicho propiamente nada sustantivamente nuevo de educación
estrictamente tal, sirve de cobertura sobrada para que determinadas reformas se
vayan asentando, sigilosa e imperturbablemente, un poco más.
Todo apunta hacia la
selección. La orgullosa metáfora del fútbol
español caminando hacia Brasil irá
acompañando la maduración de medidas que se avecinan para los candidatos a
estudiar en las universidades españolas a partir del curso 2017-18. En caso de
que la LOMCE siga adelante, el nuevo modelo que esta propugna, además de exigir
una especie de reválida previa de lo estudiado en los dos cursos de
Bachillerato –un título de alcance tan impreciso como variable desde la reforma
de Ruíz Jiménez en 1953-, exigirá para cursar estudios universitarios una
segunda prueba que cada universidad podrá establecer para distribuir al
alumnado. Si Alejandro Tiana dudaba el mes pasado en Escuela (http://www.blogcanaleducacion.es/sobre-el-cambio-del-modelo-de-acceso-a-la-universidad/)
de que este nuevo modelo no fuera a dejar espacios de oscuridad, poco propicios
para que el mérito y la igualdad de los alumnos concurrentes pudiera brillar
decididamente, lo cierto es que, en conjunto, este procedimiento incentivará
muy claramente la selecta poquedad de quienes puedan acceder a los estudios
superiores de nuestro sistema educativo.
Verdad es que, con
responsabilidad de los implicados –universidades
y Gobierno-, pueden soslayarse los temores que a Tiana inspira la nueva
fórmula. Pero también lo es que algunas actitudes que no cejan en estos días de
fútbol y propaganda política, no propician esa confianza. A propósito de los modos de hacer de muchas
universidades -y sin demérito para eximias y muy loables maneras de proceder-,
basten tan sólo dos o tres observaciones poco halagüeñas. Una, por ejemplo,
consistente en la poquísima relación simbiótica que nuestras Facultades
universitarias mantienen con el profesorado de los niveles de enseñanzas
escolares; viven y actúan como si nada tuvieran que ver con ellas o muy poco
cuando, en realidad, la formación inicial de todo el profesorado –con excepción
del universitario- depende desde 2009 de la universidad. En los grados y
másteres que ofrecen -y que, al menos como requisito han de alegar quienes
quieran optar a la profesión docente-, ni siquiera los “prácticum”, tan
determinantes de la calidad de las competencias didácticas que pretenden, son
homologables de unas a otras universidades: la relación indispensable con los
profesores y maestros de los centros educativos en que han de desarrollarse
esos créditos o ECTS primordiales deja mucho que desear. Continúa existiendo en
demasía un estancamiento del pasado tal que la universidad se considera a sí
misma perteneciente a otra órbita distinta e independiente de la del sistema
educativo general. Es más, sigue siendo excesivamente habitual que las
Facultades de Ciencias de la Educación –centro neurálgico de otro concepto
relacional-, sean consideradas como Facultades “otras”, de un tipo de saberes
cuya clasificación les es difícil de establecer a las autoridades de cada
universidad más allá de lo que digan los papeles burocráticos preceptivos. Y en
la misma línea están –por poner otro ejemplo más- los modos de desarrollar o
impartir tales enseñanzas –de nomenclaturas importadas con la implantación del
EEES o “Plan Bolonia”, pero con una infraestructura de subcontratación
consolidada-. Sabido es que no es difícil encontrar, en bastantes de ellas, una
amplia mayoría de profesores constituida con diversas figuras de contratos
temporales de bajo coste, cuyos candidatos principales son profesores de
Instituto a tiempo parcial, a quienes no tienen que pagar seguros ni otras
remuneraciones salariales. Con la consecuencia de que pasan los años, sin que
mejore la consideración de los meritorios trabajos de estos profesores, su posición
relacional respecto a los pocos profesores titulares, y sin que tampoco puedan establecerse en
estos departamentos serios proyectos de investigación y de docencia claramente
innovadores. Puede alegarse que estamos en una situación de crisis, pero no
vale sino como pretexto: es un proceder que viene de lejos y que, en muchos
casos, se prolonga –irresponsablemente- desde antes de la LRU (Ley Orgánica
11/1983, de 25 de agosto, vigente hasta el 13/01/2002), de cuando los PNNS eran
los encargados de gran parte de la docencia a un alumnado en crecimiento
continuado; de cuando en 20 años -entre 1960 y 1980-, se había pasado de
170.000 a 650.000 alumnos, y que serían millón y medio cuando el PSOE dejó el
poder en 1996 (Ver: PUELLES. M. de, Política,
legislación y educación, UNED, 2012, pág. 186).
Y, además, todo apunta a que los designios del actual Gobierno pretenden explotar a
fondo esta inestable situación para un mayor deterioro de la universidad
pública. Apuntarse a impartir grados o másteres ya está siendo un buen negocio
para algunas empresas privadas, que pueden hacerlo bajo “su responsabilidad”
inscribiendo títulos aparentemente innovadores, demandados en algunos nichos
sociales, a impartir con profesorado cazado al vuelo de diversas y muy
mejorables calidades científico-pedagógicas –algunos, los de más renombre, sólo
son mencionados en los papeles acreditativos para figurar o dar, muy
concentrados, unos pocos créditos-, pero con con jugosas conexiones rentables
para algunas entidades o fundaciones colaboradoras. Y, por otro lado, en este
momento ya corre el rumor de que este leal Gobierno pretende hacer en ANECA
algunas modificaciones más propicias a estos desarrollos. A esta entidad,
instituida por Pilar del Castillo en 2001 (L. O. 6/2001, de 21 de diciembre),
supuestamente para acreditar imparcialmente la “calidad” meritoria de quienes aspiraran
al desempeño de determinadas modalidades de docencia universitaria y la
garantía de su “calidad” investigadora, se le encargó posteriormente la
evaluación de los propios títulos universitarios oficiales y sus planes de
estudio, como quedó establecido por la L.O. 4/2007, de 12 de abril y
concretaron todavía más los Reales Decretos de 2 de julio de 2010 y 28 de enero
de 2011. Ahora parece que en su metodología de trabajo se evitarán
cuantificaciones puntuales de cada uno de los ítems alegados para ser
evaluados. Si llega a buen puerto este globo sonda de unos nuevos protocolos
decisorios, más aleatorios y fiados al buen criterio de los tribunales
designados para juzgar, en vez de acrecentarse sus garantías de responsabilidad
seguramente disminuirán y, con ellas, una muy deseable transparencia mayor.
Y de fondo -mientras repasamos la porra acerca de las elecciones y sobre lo
que vaya a pasar en Lisboa, o al revés-, nadie nos aminora la duda de si cuanto
ahora quiere reafirmar esta nueva ley es o no lo más responsable que hacerse
pueda con el sistema educativo español. Han pasado 112 años desde que que D.
Miguel de Unamuno ya escribiera que “hay que predicar de continuo contra esa
barbarie de la supremacía de los conocimientos de aplicación y contra esa otra
barbarie del especialismo a toda costa y sin base de universalidad. Así
llegaríamos a manejar máquinas, pero no a saber hacerlas, y sobre todo a perder
el apetito de vida y a no tener motivo de vivir” (Ver: “La Educación” [febrero
de 1902], en: Ensayos, I, Madrid, M.
Aguilar, 1942, p. 326). Toda una premonición de un indignado.
Manuel Menor Currás
Madrid,
23/05/2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario