Comisiones sobre pederastia e hipocresía
Entre tantas formas como surgen ahora para saber la verdad, poco variará el problema sin la renuncia a los privilegios que ceden los Acuerdos.
Hay días en que parece que lo que oímos viene cargado de sentido y nos quiere decir algo serio; es como una revelación. Otras veces, la misma monserga, refrán o tópico no nos dice nada y, de repente, una palabra o un tono de voz dotan de sentido lo que tantas y tantas veces pasó inadvertido. Sucedió ayer, al oír a un burócrata de una curia diocesana que, preguntado sobre una posible comisión que investigara los ilícitos de pederastia cometidos en entornos religiosos, respondió que vale, pero que habría que extenderla fuera de ese ámbito: “Sería hipócrita –dijo- si se centra en los abusos de la iglesia católica”; “es un escándalo y nos duele mucho”. Y añadió que podría “haber otras motivaciones políticas detrás”, que han hecho lo que han podido, y que a ver “ahora el resto qué hace”. Según este glosador de este tipo percances, el derecho canónico, tras la reforma última del Vaticano en estos asuntos, es más duro que el derecho penal español. Oírlo y ver que el Antiguo Régimen, el de antes de 1789, seguía vivo fue todo uno, con un estamento luciendo sus privilegios de hace más de doscientos años.
Queriendo o sin querer, la disculpa de este curial deja demasiados cabos sin atar. El primero es que, si se trata de un asunto tan generalizado en la sociedad, y al mismo tiempo tan problemático para el desarrollo personal de las víctimas, en democracia no se entiende por qué haya de medirse y juzgarse con arreglo a dos códigos de conducta diferentes, el eclesiástico y el civil. En la sintaxis constitucional normal no encaja que estos asuntos no hayan de ser vistos directamente ante jueces civiles. Tampoco se entiende qué pinta el sostenimiento de un “aconfesionalismo” fundado en unos Acuerdos que privilegian actitudes y recursos económicos a una institución –dependiente del Vaticano- que solo responde ante sí misma, sin ganas de someterse a la ética común de todos los ciudadanos. Y, entretanto, después de años de oscuridad, que sigan sin pasar a primer plano los derechos de las víctimas a la verdad y a la reparación de presuntos delitos, como si la excusa de que “les duele mucho”, saldara la cuenta de responsabilidades y de restitución correspondiente. Incluso desde el punto de vista de la moral que debe saber cualquier confesor católico, esta disposición no alcanza a reunir el grado básico de “atrición” o dolor mínimo para el perdón.
En segundo lugar, es que resulta obsceno que, invoque en este litigio un mal de todos como artilugio para evadir la responsabilidad institucional y la de personas concretas que, mientras no han sido pilladas en renuncio, han estado invocando la ejemplaridad moral como razón de su presencia activa en asuntos sociales, educativos y de otros servicios. Cierto que es un problema que existe también fuera de los círculos eclesiásticos, como ha puesto de manifiesto los informes de la Fundación Anar desde 1970, o, más recientemente, el Dictamen 1/1919 CES (Consejo Económico y Social) sobre el Anteproyecto de Ley Orgánica de Protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia (del 20.02.2019). Cierto. Pero también lo es que los delitos de esta índole cometidos por personas supuestamente consagradas a la educación bajo un ideario se dicente religioso, tienen especiales connotaciones. Por un lado, el aprovechamiento de esa circunstancia tan especial para la comisión del delito y, por otro, el abuso de la confianza depositada por padres, madres y niños en que esa connotación del culto religioso ofrece condiciones de seguridad excepcional. Y, por otro lado, se añade que, en muchos casos, los niños o adolescentes violentados proceden de ambientes sociales que, por carencias de capital cultural o económico, han entendido que el espacio religioso les ofrece más garantías que ningún otro; y este amplio grupo de afectados especialmente vulnerables, ha sido doblemente burlado, entre otras cosas, porque nadie de ese entorno familiar habrá estado dispuesto a admitir que, en caso de queja o advertencia, sus hijos o hijas pudieran tener razón.
En tercer lugar, esta disculpa deja fuera de juego –como si no fuera con la institución y sus trabajadores- la responsabilidad de todos los ilícitos anteriores a esta reforma última instigada por el Papa Francisco en el Libro VI del Código de Derecho Canónico, en junio de 2021 . Para saber qué pasó antes de esa fecha tan cercana, no hace falta remitirse a los abusos de tiempos de Maricastaña (insinuados repetidas veces en sucesivos cánones conciliares, sinodales diocesanas y recomendaciones en las visitas de los obispos ad limina) , sino a los ocurridos desde el Concordato de 1953, en que era habitual lo que en estos últimas fechas ha sido descubierto de Ratzinger en su época de Munich, igual a lo que hacían muchos obispos trasladando al abusador a otros destinos del tablero diocesano, como si estuvieran jugando a la oca, para ocultar el problema sin remediarlo. Es esta una más de las contradicciones que desbordan cuando de sexualidad y afectividad humana se trata, un tabú con el que no se atreven. Trátese de curas, monjas, seminaristas o laicos, cada cual que se apañe con doctrina basada en glosas de otras glosas de tradiciones inamovibles, pero con las que no tienen engorro mental en plantear la restricción mental y otros inventos de la dialéctica sofista como subterfugio para salvar a sus canonistas de incurrir en informalidad técnica con su Código particular.
Lucas 17, 2 y el silencio
De esta historia larga, en que lo principal siempre es la “imagen institucional”, por encima de las quejas de las personas –adolescentes, niños, mujeres, curas o monjas-, es de la que pretenden huir cuantos se sienten implicados en esta zafiedad. No entienden que hay daños a reparar, tal vez por creerse distintos y superiores al resto del género humano, privilegiados por tener la Verdad a su disposición. No va con ellos que, entre los cientos de miles de niños y niñas que han pasado por sus instituciones confesionales –particularmente por sus seminarios, conventos y colegios-, pueda haber muchos o pocos dañados en lo más íntimo de su personalidad, a los que se les haya podido estropear la vida. Como la institución a la que dicen servir es sagrada, inviolable y “sociedad perfecta”, no es responsable, y ellos tampoco por estar a su servicio. Ni parece importarles que, con actitudes como la que ha dado a entender este experto en Derecho Canónico, condenen a las víctimas a prolongar su silencio.
En una historia de tantos juguetes rotos –con el pretexto de Dios-, si no por coherencia con lo que el Evangelio de Lucas 17, 2 dice respecto al escándalo de los más inocentes, al menos debieran estar advertidos de lo que quienes, como Alice Miller, estudian la violencia en la infancia, dicen: “El cuadro de los malos tratos sufridos en la infancia no aparece todo de un golpe, sino como un largo proceso en el curso del cual nuevos aspectos emergen poco a poco con la conciencia. Solamente llega a ser perceptible cuando se es adulto, ya que el niño no tuvo otra elección que la de sufrir durante años en silencio”. Es decir, si no adoptan otra actitud más democrática, las tropelías hechas en el pasado no han hecho sino empezar a llamar a su puerta, porque, igual que le sucedió a Marlow, el horrorizado protagonista de El corazón de las tinieblas de Conrad, han dejado detrás mucho que contar, y tendrán que afrontarlo en las comisiones que, de uno u otro modo, sacarán al aire, no solo las miserias, sino los fariseísmos con que tratan de tapar la hipocresía que esconden tras fórmulas privilegiadas de trato legal.
MMC (Madrid, 02.02.2022)
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