Aquí tenemos el nuevo artículo de nuestro compañero Manuel Menor Currás
Vuelve
en su crudeza “la cuestión social”
La última semana ha
estado llena de incidentes en que se ha podido ver con inquietante realismo la enfermiza
existencia de una lucha social inacabada.
A finales del siglo XIX, para evitar el sonrojo que
daba el hacerse cargo de los grandes problemas que planteaba la miseria rampante
a los bien pensantes, se dio en llamar “la
cuestión social” a lo que era producto de condiciones preexistentes antes
de nacer. No se ponía esfuerzo en remediarlas, los males se atribuían a comportamientos
morales de los que las sufrían y todo transcurría como algo “natural”, consustancial a la vida económica. Hasta en la cultura a la
madrileña de la zarzuela hay alguna irónica referencia a tan enconada situación.
Estado Social
De lo mucho que ha llovido desde entonces, cabe destacar que,
hacia 1882, en la Alemania de Bismarck se inició lo que se llamaría el “Estado Social”: un conjunto de instituciones
y leyes que dispusieron detraer de los beneficios que generaba el trabajo, una parte
para resolver los problemas de los salarios de hambre, infraviviendas, enfermedades
y, en particular, la carencia de subsidios de los trabajadores al final de sus
vidas para la vejez; con las primeras leyes disposiciones muchos de los problemas
acuciantes empezaron a solventarse, en beneficio de la paz social. En España, a
los prohombres de la Real Academia de Ciencias Políticas y Morales les pilló
por sorpresa, pero también aquí, se inició –aunque lento- el cambio de la Economía
política hacia una Política económica
con intervencionismo del Estado, como propuso el propio Cánovas del Castillo en
1890. Se trataron de corregir, de ese modo, los excesos de la “libertad” económica pura y dura y, de paso,
la creencia de que con caridad y beneficencia bastaba para atajar la pandemia
de pobreza que su hegemonía generaba, no solo en las áreas urbanas que
dependían de un salario miserable, sino también en las de la España rural –todavía
mayoritarias- por las tan desequilibradas
relaciones que producía entre quienes tenían mucho y los que tan poco tenían
que los pagos por los trabajos eran tan míseros que, en demasiadas ocasiones,
no alcanzaban para subsistir. Lo supieron muy bien los que emigraron a América,
y lo sufrieron todavía mejor los que del Norte bajaban a segar a Castilla todos
los veranos: volvían como negros, que dijo Rosalía.
Durante prácticamente todo el siglo XX, prosigue más de lo mismo;
entre los cambios que en la superficie van trayendo los años, persiste el
problema de fondo, mientras la “libertad democrática” se alimenta de que a
todos les sean accesibles más bienes y servicios. Esta es la idea que fortalece
lo que, desde 1945, se llamó en Europa –no en España, claro- el “Estado de Bienestar”: durante más de
treinta años “gloriosos”, la gente del trabajo tuvo mejores salarios que nunca,
mejores viviendas y sanidad, y sus hijos pudieron acceder a niveles universitarios.
En España, por su particular falta de “libertad”,
estas mejoras llegaron con retraso y a cuentagotas; hubo que esperar a que
entrados los ochenta se notara algo parecido a lo que vivían en Francia, Alemania
o Bélgica, y que nuestros emigrantes por Europa contaban como milagroso cuando
volvían de vacaciones.
Y llegaron los neoliberalismos de Reagan y la Thatcher, la caída
del Muro de Berlín y la descomposición de la antigua Unión Soviética, junto a
historias paralelas como la protagonizada desde 1891 por el papel “caritativo”
de la Iglesia de León XIII, los Papas tradicionalistas, su apoyo a gobiernos
ajenos a una justicia distributiva y, para remate, sus peleas con quienes,
desde dentro de la Iglesia, trataban de vivir la “Teología de la liberación” que predicaban. El caso salvadoreño de
Ellacuría, del obispo Romero, Nacho Martín-Baró y sus compañeros, muertos a
causa de esta “libertad”, es de gran relevancia evangélica, como lo fue el de
cuantos fueron a parar a la cárcel de Zamora desde 1968. E irrenunciable es el
testimonio de cuantos, sindicalistas o ciudadanos honrados, fueron a parar a
Carabanchel y a la cárcel de Burgos produciendo un sonoro clamor de personas
comprometidas con la “libertad de todos”:
como los abogados laboralistas de CCOO muertos en la calle Atocha al inicio de
1977. La CE78, con todos sus defectos, existe gracias a esta gente que arriesgó
todo por que la “libertad” democrática fuese posible.
Libertad “a la madrileña”
Y en esta senda, se nos cruzan ahora quienes invocan la “libertad”
para suprimir cuanto se haya avanzado en la corrección del problema de fondo -la
pobreza y la miseria- desde hace más de 150 años; se nos cuela gente guapa a la
que no se le conoce más gracia que la de cierto descaro populista, típico de
barra de bar y cultura “a la madrileña”.
La ignorancia de que alardean es grave para que alcancen capacidad de decisión
política; su clasismo encubierto reniega de la “libertad democrática” que tanto
ha costado, y en la que sesgadamente predican las clases existen: son los
palanganeros de su parte más excelsa y quieren hacer crecer la distancia entre
unas y otras desde los presupuestos que algunas de estas gentes ya administran;
pretenden, incluso, que se monte una
pelea a muerte entre los más pobres por ver quién se lleva un cacho de pan a la
boca. Subidas al púlpito de la predicación que facilita la democracia, prosiguen
la genealogía del más fuerte sobre el más débil: son una copia, “a la madrileña”, del darwinismo social.
En el espectáculo anarcofascista de esta semana, al no-debate
público para las elecciones madrileñas siguieron: los sobres cifrados de odio en
los buzones de tres políticos de la izquierda, el mal rollo transmitido en un programa de la
Cadena Ser y, como adorno, el prepotente pasodoble neoclasista de dirigentes
del Real Madrid tratando de reducir el fútbol a un asunto de negocio. Más que
signo de madrileñismo progresivo, este conjunto parece el síntoma de una grave
enfermedad; en esta parte del mundo, observada tan solo desde lo sufrido en
este siglo, lo que esté generando la Covid-19, con sus cansancios, es colateral.
A los madrileños y madrileñas toca descifrar, el cuatro de mayo,
las capacidades del capitalismo
neoliberal, y de su lenguaje “a la madrileña”, para hacer olvidar si han
merecido la pena los esfuerzos de quienes vivieron de lleno la pelea por que la
“libertad” fuera beneficiosa para todos; en este momento, lo que se juega es si
ha perdido sentido, si es un atraso su memoria o una pérdida el tiempo cómo se
hayan expuesto. En Madrid, hay tradiciones múltiples; el dilema que sirve de
eslogan a alguna formación política tiene viejo cuño, y en la Puerta de Toledo
luce una lápida que recuerda a quienes, entre el absolutismo fernandino y el
constitucionalismo gaditano, prefirieron gritar: “Vivan las caenas”.
Manuel Menor Currás
Madrid,
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