domingo, 26 de enero de 2020

Cabreados y ofendidos (Manuel Menor)


Cabreados porque sí y ofendidos con razón

Queda por delante un enrevesado camino para la fraternidad y la igualdad en la vida pública. También en el sistema educativo, su mejor símbolo.

 En los años setenta, ya Pasolini alertaba en sus Escritos corsarios sobre cómo la sociedad de consumo escondía o solapaba los conflictos que generaba la producción económica, pero la “lucha de clases” solo se ha difuminado.

Reformismos
El miedo a que los proletarios pudieran revolucionar el conservador “orden social” de la burguesía enriquecida viene de 1848, no desapareció. El intento de reducir la visibilidad de las contradicciones entre el capital y el trabajo todavía generó, después de la IIGM,  el Estado de Bienestar, hasta que la crisis del 73 y la caída del muro de Berlín favorecieron las tesis neoliberales de Friedman. Cuando España entró en la UE en 1986, el disfrute de lo que para los trabajadores franceses habían sido “los treinta gloriosos” y sus prestaciones en educación, pensiones, sanidad, vacaciones o vivienda ya solo fue a medias. Y en 2008 se contrajeron más, mientras entre los beneficiados del sistema florecía La cultura de la satisfacción, de que habló Galbraith en 1992.

España, sobre todo desde 1953-1960  –con EEUU, Vaticano, OCDE y FMI por medio-, se había ido haciendo cada vez más consumista y más urbanita, Mientras las migraciones la vaciaban, más progresó la desmemoria y el abandono de  arraigos culturales. Después de ese tránsito,  en el 53% del territorio ya solo vive el 5% de la población. El consumismo urbano, con su supuesta modernidad, contribuyó lo suyo a esa supuesta modernidad, que -como estudió Francisco Jurdao- puso España en venta. Se está cumpliendo a la perfección, además, el decimonónico sueño burgués de disfrazar el conflicto tras los nuevos modos de recomposición del trabajo. Lo decía hace poco Ken Loach en su película última, Sorry We Missed You: “El sistema ha llegado a la perfección, con el obrero obligado a explotarse a sí mismo”. Con el prodigio  de Internet y de las redes sociales desde los noventa -ambiguo e “imponderable en sus consecuencias de verdadero progreso cultural”-, se han acrecentado la individualización del esfuerzo, el equívoco emprendimiento y las prejuiciadas certezas.

Cabreados
Ha crecido, especialmente, el narcisismo que conlleva el anonimato de quienes le sacan máxima rentabilidad a la nueva situación sin importarles los daños colaterales que genera. Hace crecer el número de afectados por la desregulación del campo de juego de la economía política. Su mano invisible procura que proliferen los que evaden responsabilidades –y no solo recursos económicos- de los territorios donde viven quienes los producen con su trabajo. Y en consecuencia, el crecimiento de “cabreados” y “ofendidos”, producto de esta historia, no disminuye tampoco. Ambos grupos han crecido en el juego cambiante de las políticas económicas, causantes de que los hijos ya no vayan a tener las mismas prestaciones –ni los mismos oficios- que los padres, pero cabe distinguirlos por cómo se expresan.

El de los “cabreados” antisitema suele ser un lenguaje simplón, bronco, exagerado y apocalíptico hasta el insulto. Similares son sus alimentos de lectura. Hace unos días, Antón Losada llamaba la atención sobre cómo las redes son su fuente principal de información política, junto a la televisión. Según la última encuesta del CIS (publicada el 16 de enero), este nutriente habría permitido a VOX consolidarse como tercera fuerza en el Parlamento, lo que ayuda a entender, al mismo tiempo, el éxito mediático que está teniendo su estrategia del PIN parental. Los especialistas en comunicación siempre han mentado  el papel de mediadores que de uno u otro modo proporcionan los medios, a la par que difusores de modelos de vida. En el barómetro del CIS de marzo de 2013 , ya “el 48,6% de los encuestados declaraba que la información que ve en la televisión le influye mucho o bastante a la hora de decidir su voto”. Y del influjo de las redes sociales, el 15,3% se mostraba similarmente influido.

Los “cabreados” son preferentemente hombres blancos, probablemente frustrados por los procesos de su propia emigración o la de sus padres. Supremacistas respecto a quienes son de otras partes de la Tierra o de color, a las mujeres y a cuantos se muestran LGTBI, suelen ser heteros y alardean de ello.  Iracundos y displicentes aparecen bastante en grupos musicales y películas, y les prestan atención libros como el de Michael Kimmel: Hombres blancos cabreados. Se les pueden asimilar cuantos en los colegios de su infancia han sido superselectos y, todavía engreídos, se ofenden con el resto de la clase y más con quienes no compartieron pupitre. Ese caudal de gente, siempre encantada de sí misma, emparenta con quienes, saltándose las reglas meritocráticas, han logrado algún ascenso social. Los gestos de unos y otros son una competición de proclamas no pedidas, casi siempre contra quienes solo el cumplimiento de los derechos constitucionales puede ayudarles.

Ofendidos
Esta familia sociológica es más grande, todavía. Los indicadores que distintas organizaciones como la ONU emplean  para medir lo que llaman estado de “felicidad” ciudadana  –atractivo evanescente que los manuales para príncipes absolutistas ya invocaban- muestran grados muy diversos de satisfacción con “lo que hay”.  Solo en una democracia cuya gobernanza fuera respetuosa y coherente con una Constitución y leyes justas, no habría “ofendidos”: todos estarían satisfechos con el “contrato social”, sin necesidad de que falsos dilemas como el que en el siglo XIX reiteraba aquel cuento en que tener camisa y felicidad nunca iba parejo.

Hay en el caso español, y en lo que respecta a la educación –buen símbolo de cuanto acontece- dos ámbitos de “ofendidos” peculiares. Por el lado más ambiguo, el de los eclesiásticos críticos con que puedan aminorarse levemente sus conquistas de la LOMCE y aledaños, pese a que –por lo entrevisto en los programas de la coalición gobernante- no les van a cortar los privilegios pactados en los Acuerdos de 1976/79 ni, por tanto, los que ostentan en el campo educativo. Juegan a que prosigue la Edad Media aunque estemos en 2020. Como decía Juan Bedoya en una crónica del día 18, la misión del nuevo Nuncio es templar su relación con este Gobierno teóricamente “radical” y, sobre todo, con los obispos recelosos de las consignas del Vaticano. Los lenguaraces infundios de los más “carcas”, proclives a VOX y compañía, no se lo pondrán fácil. Más “cabreados” porque sí que “ofendidos” con razón, ofrecen un paisaje digno de la filmografía de Fellini, estos días recordada. Su empeño en compaginar -aquí y ahora- dogmática escolástica y poder, sin misterio alguno, es cada vez más cargantemente teatral para quienes no hayan sido educados en el Barroco.

En todo caso, el gran núcleo de los razonablemente “ofendidos” es el de quienes, pese a tanto filibusterismo y desconcierto ruidoso, son el sustrato propician un institucionalismo democrático sin trampas. Sostienen comprensibles discrepancias, pero coinciden en propugnar el crecimiento efectivo de los derechos y libertades públicas, el reconocimiento de la historia real –no la afectada-, y en que la igualdad de trato y de oportunidades para todos erradique privilegios injustos. Como un eco de otros ámbitos, se impacientan con un sistema educativo público, tan renqueante que ni siete leyes orgánicas –más las aplicaciones particulares en cada Comunidad autónoma- lo han cuidado bien, mientras saben que la que se avecina no parece sino otro parche.

 De ser así, la ofensa que se infligiría a más de un 60% de los ciudadanos españoles -y que no se vieran retratados en el novelón de Dostoyevski- solo se subsanaría con una serie de medidas que muchas plataformas por la Escuela pública vienen reclamando, algunas desde antes de 1975, y otras muchas desde 2012. Ninguna está a favor del PIN parental, al que consideran regresivo y contrario a lo que una digna educación necesita e, incluso, a cuanto la legislación actual exige. Pero, ¿cuántas de las decisiones importantes que plantean quedarán para mejores tiempos? ¿Podrán más los “cabreados” que los “ofendidos”?

Manuel Menor Currás
Madrid, 22.01.2020.

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