¿Devaluación de lo
que no se ha valorado?
No es fácil resistirse al eco de lo que desde El País, ha suscitado un artículo
sobre el libro de Andreu Navarra, Devaluación
continua.
1.- Bienvenida sea la autora del
artículo –y el autor del libro aludido- a la larga lista de profesores, maestros,
padres de familia e instituciones que, de uno u otro modo, por unas u otras
razones, han escrito mostrando las debilidades del sistema educativo español. Dentro
de la variada gama de preocupados por
él, podría establecerse como probada la existencia de un género literario de
libros inspirados en los arbitristas históricos y, más lejos, en los profetas
bíblicos, por sus lamentos y soluciones
a problemas más o menos reales. Expresivos muchos de ellos de motivos que
excusan diversas inoperancias, suelen propiciar argumentos a quienes anteponen sus propios intereses
a los de todos. La literatura jeremíaca
no cesa en mostrar la melancolía de muchos enseñantes, más o menos
quemados, sin que alcance la novedad de lo que J.M. Esteve calificaba en 1987
como El malestar docente, ni lo que tres años antes había analizado en Profesores
en conflicto.
2.- Por lo que cuenta la articulista,
el libro que publicita prosigue la línea que, desde los años 90, pusieron en
órbita contra la LOGSE las acusaciones de “egebeización”, “bajada de nivel” y
demás consignas partidarias de la privatización y neoconservadurismo educativos
que, en el plano más estrictamente político, desde los programas del PP muy
pronto pasaron a la práctica. La coyuntura actual es propicia para renovar
aquel mensaje, cuando el sistema educativo, no recuperado de los recortes,
muestra mejor las limitaciones y desigualdades históricas que arrastra de mucho
más atrás.
La pluralidad de campos de observación a que
alude -al reseñar los seis años de
docencia del autor del libro en diverso tipo de centros- es muy interesante, pero las generalizaciones
explicativas que destaca pueden ser tan solo las más epidérmicas del sistema,
aptas para extender llamativos tópicos asentados en campos semánticos muy
cambiantes de sentido según estratos sociales e, incluso, en zonas distintas de
una misma ciudad. Son miles de profesores y maestros los que han empeñado sus
vidas profesionales en remediar deficiencias con que han tenido que lidiar. Y
son casi infinitas las reuniones y actas de seminarios y cursos, manifiestos y
alternativas, en que han quedado expresadas, al menos desde los años setenta,
“urgencias acuciantes” peores que las
que se alegan en este artículo.
La pena es que les hayan faltado, para llamar
la atención, las metáforas explosivas y mediáticas como las que el artículo en
cuestión destaca. Aquellas quejas fueron, en todo caso, insuficientes para
alcanzar el favor de quienes en El País
acaban de ver en este libro “un latigazo contra la ceguera”. Si los mejores
logros de la educación española en los últimos 40 años son fruto del trabajo de
quienes trabajan en las aulas, sería fantástico que por efecto de artículos
como este –que pretenden mostrar un “torrente de verdades”- se solucionaran
abandonos y desidias seculares. Advierta la autora que son tantas que le
queda tarea para múltiples “llamadas de emergencia”: abundan gestores y
profesores que no quieren oír protestas, pues tienen clarísimo qué no hacer
mientras alientan segregaciones de todo tipo. Baste como ejemplo que, siguiendo
formas clasificadoras de muy larga trayectoria, el 3º A nunca es –salvo
contadas excepciones- como el 3º B, el
C, el D y los que sigan según el número de líneas que tenga el colegio o
instituto. Sistema que se repite en el 4º, en que termina la criba segregadora
de la ESO. Y viene de atrás, desde el principio, para proseguir hasta el final
de lo que da de sí el sistema.
3.- Lo más positivo del artículo –y
probablemente del libro de referencia- es que levante acta de algunos cambios
que en estos mismos años ha tenido la sociedad española, sobre todo en lo que a
la infancia y la adolescencia se refiere. Esa cultura mediático-televisiva que,
especialmente desde los noventa, inunda los tiempos y obsesiones de los más
jóvenes, ha sido detectada por muchos analistas y es, sin duda, un gran
competidor de la escuela y de las pautas que algunas familias aprecian para sus
vástagos. Pero es algo colateral que, desde luego debe tener en cuenta la
escuela si se quiere que pinte algo hoy en la vida de la sociedad. Este clima,
tan distinto de antes, gana, a veces, a los objetivos escolares actuales, y
debiera ser motivo de reflexión seria, pero no solo de los profesores y
maestros más motivados. Atañe a toda la ciudadanía cómo deba desarrollarse.
4.-Es evidente que hay retos nuevos en
educación, distintos de los de otrora. Pero no se ha de ocultar con supuestas
alertas como la de esta periodista, que en el sistema educativo español subsisten
componentes construidos entonces sobre estructuras diferenciales y
diferenciadores. En líneas generales, su persistencia condiciona de entrada la
cultura común que la escuela debe proponer y la influencia que pueda ejercer
sobre sus educandos y educandas. No es verdad, de todos modos, que vayamos
hacia la “medievalización”, ya que el nivel de modernización educativa -desaparición
del analfabetismo, la escolarización de todos y todas, y otros estándares
reconocidos- ha sido relativamente rápida desde los años setenta. Tampoco lo es
–aunque quede muy guapo decirlo- que se camine hacia una proletarización sistemática,
el “ciberproletariado”. La propia segmentación que el sistema tiene separa del
resto a un treinta y algo por ciento de su alumnado, priorizando a los
herederos de las rentas altas, nada proletarizados que se sepa. A lo que vamos
es a incrementar la reproducción social que ha tenido de muy atrás el sistema
educativo. Basta que siga condicionado por favorecer la privatización y formas de discriminación desde antes de que
nazcan los niños y niñas. Las formas de
sostenimiento de los privilegios del Antiguo Régimen, antes de 1789, han
encontrado maneras de sobrevivir en la supuesta democratización de la escuela:
eso es lo grave.
Y 5.- En consecuencia, en vez de mostrar
los problemas educativos como un parque temático al que mirar con extrañeza
-como si se tratase de un espacio en que hacerse selfies exóticos-, tal vez fuera más útil a todos que se
aprovecharan las páginas de la prensa –y el tiempo de sus lectores residuales-
para desentrañar las muchas desigualdades que tenga y que desaparezcan con celeridad.
Son muy fuertes las que persisten y no van a cesar en algunas comunidades
autónomas según lo que anuncian algunos responsables políticos. Con eslóganes
equívocos, las grietas crecientes que reflejan de la convivencia democrática no
desaparecerán tampoco. Para remar con
sentido en este mar de problemas, más allá de las credulidades twiteras, es muy
práctico leer, por ejemplo, Escuelas para todos: Educación y modernidad en la España del Siglo
XX, de Antonio Viñao (Madrid: Marcial Pons, 2004). Este y otros libros
analíticos de valía contrastada permiten distinguir muy bien lo coyuntural de
lo estructural, lo accidental de lo principal, escolarizar y educar. En buena
lógica, nunca vale tomar la parte por el todo, aunque quede espectacular en un
titular. Tampoco merece atención cuanto olvide los matices de la libertad y la
igualdad, o las cualitativas directrices
contrarias en que se programe su compatibilidad.
Manuel Menor Currás
Madrid, 17.09.2019.
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