Muchos llevamos ya dos días peleando contra la falsa atribución del atentado a todos los musulmanes, cuando son ellos realmente las principales víctimas del terrorismo a nivel mundial y no son los verdugos. Llevamos dos días poniendo a los racistas en su sitio. Bien hecho. No demos más tiempo a quienes exhiben su racismo contra emigrantes y extranjeros enmascarándolo de indignación por los atentados. Muchos hablabais ayer y anteayer de no permitirlo, de bloquear a la primera, o de ignorar esos comentarios. Bien hecho. No dejemos tampoco que las ideologías yihadistas de odio se oculten tras la mayoría musulmana silenciosa y pacífica. Empecemos a discernir. Es hora de que la izquierda de la calle empiece a mirar donde tiene que mirar con ese discernimiento necesario, sin odio y sin buenismo, con la mirada justa, nec metum nec spes (sin esperanza, sin miedo), que dirían los latinos. Ahora toca que apartemos distracciones y miremos al fondo del abismo: a las fotos de los culpables.
Todos los profesores nos hemos dado cuenta de algo que quizá el resto de la población no ha detectado. A ver, me explico. Yo llevo años enseñando literatura y teatro en las aulas de la pública y dedicando todo el entusiasmo que puedo a mi profesión, con un alumnado pobre, rico, de clase media, y payo, y gitano y europeo comunitario, y españolito y rumano y guineano y ecuatoriano y dominicano, chino, iraní y, por supuesto, marroquí. He hecho mi trabajo con todos ellos lo mejor que he podido. He triunfado muchas veces. Me vuelvo loco de alegría cuando una alumna musulmana supera con éxito el curso y más todavía cuando la dejo con su selectividad aprobada en las universidades. Sé de la valentía y del coraje y de los obstáculos de todas y cada una de ellas. Y digo ellas, porque todos estos días me he estado acordando de ellas –que no son pocas– precisamente por su benéfica ausencia ¿Es polémico decir que no había ninguna mujer conduciendo las furgonetas? ¿Es polémico decir que aunque he tenido en la pública alumnos musulmanes de una amabilidad y una inteligencia excepcionales, no tengo memoria de haber dejado aún a ninguno de ellos en la universidad? En fin, como siempre llega el género y sus polémicas, pero vienen más. Viene lo que más nos asusta mirar.
¿Es polémico decir que cada tanto tiempo puedo identificar, tras esa mayoría musulmana amable y especialmente dulce, algún alumno radical, algún alumno que sé que está coqueteando con el borde del abismo ideológico y que vive en un entorno que obviamente lo apoya y lo exalta? Me ha pasado unas tres o cuatro veces, por eso estoy casi seguro de que los profesores del Institut Abat Oliba de Ripoll vieron en los cuatro futuros terroristas, hoy ya abatidos a tiros, lo mismo que yo veo cada tanto tiempo.
No se trata de racismo ni de buenismo. Yo soy profesor. Blanquito y europeo pero profesor. Detecto la bondad intrínseca de los menores. Detecto los peligros. Y pienso sin parar en los otros profesores, en los otros perros pastores del Institut Abat Oliba. Yo sé mejor que nadie que a veces el perro pastor no puede cuidar a las ovejas si las ovejas viven de espaldas al rebaño, si pasan las horas comunes escindidos del resto, dormidos, disidentes del contacto de otros, disidentes de la palabra hablada y de la palabra escrita, o si las familias apoyan esa doble vida imposible. Pero puedo asegurar que muchos de esos profesores lo vieron. Es evidente: Moussa Oukabir acababa de abandonar las aulas. Aventuro que dejo el instituto el año pasado, a los 16, y solo un curso después, a los 17, él y sus compañeros han matado sin freno como los lobos y luego han muerto a tiros en la calle.
Sospecho lo que ha debido de suceder en el Institut Abat Oliba estos cursos. Podría jurar que sus profesores se han pasado los años de crisis buscando en las aulas la mirada esquiva de los cuatro y que se encontraron con las mismas circunstancias de todos: sin apenas recursos para las aulas de enlace, ni para las clases de apoyo, ni para los desdobles, ni para los profesores de pedagogía terapéutica, con los alumnos desintegrados en una clase de treinta y seis donde probablemente se les leía en Literatura el fragmento del Cid invocando a Santiago Matamoros o matando musulmanes, y encima sin relación con la familia, o teniendo que usar el periodo entre clase y clase para avisar de algo grave por un teléfono inexistente a unos padres que solo hablan árabe y que solo han pasado por el centro una vez para gritarle improperios a un profe que, al explicar la argumentación, le pidió a toda la clase que escribieran un texto con razones a favor y en contra del matrimonio igualitario.
Yo no pido la paz mundial. Pido que nuestro trabajo pueda desarrollar su pequeña labor de cambio del mundo para que esta se sume a otra labor y otra labor. Pido, o no, mejor exijo lo importante: recursos no ya para educar, sino para detener el horror, porque igual no hay forma de detener el horror, pero si hay alguna es la cultura, es el conocimiento, es la educación, es la empatía, y lo exijo sobre todo porque, como todos los profesores habrán advertido en una revelación que los ha partido por la mitad, las fotos de los cuatro terroristas que todos los medios han difundido son –terrible metáfora– las de la lista de clase.
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