Con lo difícil que es poner de acuerdo a los españoles sobre algo,
hace mucho tiempo que llegamos a un entendimiento general. La raíz del
progreso del país se establecía en un epicentro escolar, donde la
formación de los niños era la base para encarar el resto de problemas,
que no son pocos, y ahí sí, cada uno barre hacia sus intereses más
personales. Pues bien, la escuela no solo no recibe ni la valoración ni
el estímulo imprescindible, sino que, según nos van contando, está
expuesta en diversas regiones a un proceso de privatización y
degradación tan callada como impenitente. Ha saltado la alarma con los
pliegos de concurso para los proyectos educativos infantiles en Madrid,
donde en un primer vistazo ya se juega con los baremos de adjudicación
de una manera tremenda: 60 puntos para la mejor oferta económica y los
40 restantes, para la valoración del esfuerzo educativo.
Aplicado esto a tus propios hijos no parece demasiado complicado resolver la ecuación. Si mi interés prioritario es que me salgan baratos y luego completo ese esfuerzo con unos restos de conocimiento y formación, no será raro que terminen por darte más disgustos que gustos. Algo que consideraríamos indecente, se aplica de manera transparente sobre la educación infantil, donde centros consolidados, que llevan décadas dedicados a la formación, se ven desbancados por ofertas ventajosas de consorcios de limpieza, construcción o seguridad privada.
Para que la trampa liberalizadora sea perfecta solo hace falta que las autoridades se laven las manos con un cheque-guardería a granel, que son los millones de euros que terminan por convencer a empresas sin vocación formativa de que hay negocio en la educación de los niños. La desvalorización de la enseñanza pública, esfuerzo en el que algunos políticos llevan enfrascados varias décadas, culmina así por dos vertientes. La del desprestigio por culpa de los concesionarios más infames, los que se despreocupan del nivel educativo, la formación de personal y solo aspiran a multiplicar las ganancias; y la de los centros históricos, que terminan por arrojar la toalla porque el concurso es demencial desde la formulación de sus bases. Y uno se pregunta por qué lo llaman concurso si quieren decir degradación.
Aplicado esto a tus propios hijos no parece demasiado complicado resolver la ecuación. Si mi interés prioritario es que me salgan baratos y luego completo ese esfuerzo con unos restos de conocimiento y formación, no será raro que terminen por darte más disgustos que gustos. Algo que consideraríamos indecente, se aplica de manera transparente sobre la educación infantil, donde centros consolidados, que llevan décadas dedicados a la formación, se ven desbancados por ofertas ventajosas de consorcios de limpieza, construcción o seguridad privada.
Para que la trampa liberalizadora sea perfecta solo hace falta que las autoridades se laven las manos con un cheque-guardería a granel, que son los millones de euros que terminan por convencer a empresas sin vocación formativa de que hay negocio en la educación de los niños. La desvalorización de la enseñanza pública, esfuerzo en el que algunos políticos llevan enfrascados varias décadas, culmina así por dos vertientes. La del desprestigio por culpa de los concesionarios más infames, los que se despreocupan del nivel educativo, la formación de personal y solo aspiran a multiplicar las ganancias; y la de los centros históricos, que terminan por arrojar la toalla porque el concurso es demencial desde la formulación de sus bases. Y uno se pregunta por qué lo llaman concurso si quieren decir degradación.
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