En el colegio,
no era lo mismo ser de una clase que de otra. La secuencia alfabética ocultaba
la clasificación del alumnado: los del grupo
B mostraban dificultades para el aprendizaje y solían ser más torpes en
algunas de las cualidades que más estimaba
el profesorado dirigente del centro de estudios. Me temo que desde los
años cincuenta hasta hoy, esta pauta etnográfica sigue vigente, sin que –salvo
muy honrosas y escasas excepciones- se haga nada –o casi nada- para suplir las
diferencias. A lo largo de mi vida docente, pero especialmente en los últimos
cursos, he visto de manera creciente cómo esta selección cualitativa seguía
ahí: muchas veces he tenido que atender a grupos
B, un año incluso con la explícita función –que las actas de algún claustro
podrían corroborar- de evitar problemas al “buen orden del centro”: aquel curso,
la policía venía cada dos por tres a preguntar por algún alumno (en un centro
situado al lado del parque del Retiro). En el momento actual, con tanto recorte
en la organización interna, esta diferencia es ahora mismo manifiestamente
observable: no es éste un asunto de “caja negra”, invisible o difícilmente
asequible a la mirada de cuantos se ocupan y preocupan por nuestro sistema
educativo, dual por constitución.
En la vida
real –como en el colegio-, los de la clase
A no sólo han interiorizado la clasificación, sino que se han creído
naturalmente diferentes y ejercen como tales. A esto conduce la vieja –y
probablemente también la nueva- selección temprana de la calidad y excelencia estudiantil que algunas políticas
educativas propugnan. Han considerado, incluso, que los de clase B eran indignos de verse como sus iguales y que tan sólo
contaban como carne de cañón, abobada, entretenida, manipulable, laboralmente
reformable hasta la nada, ninguneable, capaz de votar cada cuatro años
religiosamente, pero indefensa para entender cuál era su función social más
allá de servirles de excusa y pretexto para sus propios enjuagues. Ellos, sin
embargo, son de hecho los que, con su trabajo –aunque sea hoy escaso- han
aportado y aportan los recursos para que –sin su consentimiento ni
conocimiento- se constituyan las bolsas o cajas
B que acabarán volando al extranjero, a Suiza o a otros paraísos fiscales,
a cuentas secretas de los miembros de la clase
A. Es curioso que la cotidianidad última de que nos vienen hablando los
periódicos especialmente estos días -y más particularmente el pasado 28 de
enero- repita de nuevo, inalterada, la constatación que, de pequeños, nos
hicieron interiorizar de manera casi inconsciente: siempre hay clases. Lo que
no habíamos visto todavía es que los elitistas de clase A, además, se hubieran acostumbrado al latrocinio descarado
como forma institucional de existencia: después de haber sido mejor tratados,
considerados y alabados –han estudiado en mejores colegios y mejores carreras,
han copado mejores puestos y casi todos los consejos de administración-, no se
han contentado con limitar, recortar, disminuir las prestaciones que los de la clase B habían logrado, sino que,
además, han considerado imprescindible ampliar el libre mercado de sus beneficios acopiando una buena parte
de la riqueza amasada en la gestión de lo que es de todos, retirándolo del
control del fisco y llevándoselo para confirmar inalterable o acrecer la
asimetría de su selecto orden exclusivo.
Las cajas B cumplen, de este modo, una
clara función social: dejar que todo siga en la desigualdad natural en que
nacimos; que prosiga y aumente, incluso. Véase, además, cómo la amnistía fiscal
viene a confirmar esta teoría, según la cual el esfuerzo y trabajo honrado de
toda una vida no vale nada ante la suerte que tiene el que es “listo”,
“espabilado” y “emprendedor” o cacique, sin otra moral que la de la ganancia
fácil: la pela es la pela y no tiene más regla que la de no arredrarse ante la
posibilidad de acrecentarse... La otra función que cumplen, y que no nos habían
enseñado explícitamente –pues lo que nos cuentan es muy distinto- , es la de
proporcionarnos, de facto, magnífica
información acerca de los objetivos que pretende el nuevo currículum de la
LOMCE. Esa es la razón, por ejemplo, de la supresión de asignaturas o campos
cognitivos que pudieran interferir con el resultado pretendido. Asumir una
“Educación para la Ciudadanía –en sus inicios de los años ochenta conocida como
“Educación para la Convivencia”- donde se pudiera poner en cuestión lo que dice
la legislación, las carencias que tenga, su contraste con la legislación
internacional más desarrollada respecto a derechos y libertades ciudadanas, y
con lo que diariamente suceda -para ver las carencias o desnudeces que tuviéramos-,
podría resultar arriesgado: mejor edulcorarla o suprimirla. Mejor también
fortalecer unas sesiones de catequesis en el sentido más rancio del catolicismo
histórico: con nada de liberación y con mucho de sumisión, como en los tiempos
decimonónicos anteriores a la Rerum
novarum de León XIII, cuando toda expectativa de mejora –socioeconómica,
cultural y social- era encomendada al más allá...; para eso era el meritorio
sufrimiento ante las durezas providenciales que el orden constituido
proporcionaba a la Clase B. El Jesús
que ahora predica la Conferencia Episcopal de Rouco Varela no sabe nada de la
expulsión de los mercaderes del templo y sí mucho de la etérea evasión
espiritual que suscita el vivir en este valle de lágrimas: una especie de suerte que redundará en confirmar que no hay
mal que por bien no venga.
Lo que es
difícil de soslayar en las noticias que nos inundan últimamente es el modelo.
Esos egregios representantes de la gestión política en versión Clase A –descendientes en el mejor de
los casos de quienes en los años cincuenta iban “en berlina”, la sección de los
autobuses mejor acondicionada- y que ahora van en bussines o en clase preferente
cuando viajan, y disponen de múltiples otros privilegios consentidos,
descubrimos ahora palmariamente que abusan de su posición encomendada. Hasta
han llegado a utilizar con plena normalidad durante años, no sólo a la Clase B, sino también cajas B para evadir lo que es de todos
–previamente trasvasado a su circuito privado y privativo. Ellos constituyen el
modelo de estudiante que adelantaba la LOMCE cuando planteaba objetivos de
“mejora” sistémica. Aquel prólogo tan ilustrativo en que se absolutizaba la
“competencia” y la “excelencia” educativas –simbiotizando simplonamente ambas
cualidades esencialistas-, apenas ha sido corregido en el último borrador.
Estas modificaciones suenan, además a falsas: recogen aspectos muy manidos de
la “educación integral”, como quien recoge un tópico sin saber muy bien qué
significa o a qué compromete. Véase, si no, cómo se sostiene una drástica
reducción de las materias de carácter humanístico -como si de algo meramente
distractivo y, por tanto, despreciable y soslayable se tratara, en aras de lo
principal, que sigue intacto. Y obsérvese, también, cómo se mantiene el esquema
ampliado de reválidas selectivas –una obsesiva vuelta de tuerca reiterativa
hacia los tiempos anteriores a la Ley General de 1970- , que confirme
oficialmente que la naturaleza no nos ha hecho a todos iguales: unos somos de Clase A y otros de Clase B, lo que ayudará,
además, a que haya otras subclases o grupos bien diferenciados: si la
naturaleza manda –viene a decirnos este proyecto glorioso-, la política
educativa debe apoyarla, no modificarla como pretenden las pedagogías de la
diversificación o cuantos propugnen una escuela pública con dignidad. Lo que
digan los expertos del llamado Foro de Sevilla y cuantos hayan apoyado su
reciente Manifiesto por otra política
educativa (Madrid, Morata, 2013), riega fuera de tiesto: nada que ver con
la sofisticada radicalidad wertiana.
Lo que
nuestros profesores han de explicar con delectación es la ejemplaridad de nuestros
queridos conciudadanos de Clase A y
enseñarles –a los jóvenes estudiantes- a lucrarse lo más posible, como tan
modélicos seres, de las circunstancias volubles que la vida les ponga por
delante. ¿Cómo, además, podríamos restituir el preciado lugar social que otrora
tuvieron algunas virtudes sociales y que los libros de buena educación
pregonaban condignamente? Donde estén la caridad, la beneficencia y la
filantropía solidarias, estorba cuanto tenga que ver con la justicia
distributiva y sus peculiares exigencias de impuestos progresivos... Caigan
todos en la cuenta de que es un gran adelanto poder revivir en pleno siglo XXI
las características de vida agradecida que siempre tuvieron que llevar los de Clase B, entretenidos desde el
neolítico con poder tener un mal trabajo, en condiciones miserables o
esclavistas, a diferencia de muchos otros que no tenían absolutamente nada, ni
eso. Vean, por otro lado, que están ante una coyuntura reformista que en este
momento difícil tiene un alto valor educativo: fomentar el apartamiento de
cualquier veleidad favorable a la lectura crítica, y que todo propicie el significativo aprendizaje de
las maneras mejores del servilismo.
Todas las
menudencias de las Cajas B son,
pues, dignas de encomio. Es más: hemos
de dar gracias a los responsables del Ministerio de Educación actual –y a
quienes les secundan desde las comunidades autónomas de orientación más
moderna- por desdecir nuestros torpes empeños de estos años pasados y, sobre
todo, por iluminar las vidas futuras de nuestros hijos e hijas: sus designios
sintonizan coherentemente con lo que nuestros próceres más excelsos nos enseñan
con humildad ejemplar –tanta que rehuyen mostrárnosla palmariamente.
Conscientes de esta conjunción tan lograda, no hemos de desconfiar de que el
sistema educativo vaya a alterar lo más mínimo lo que el nacimiento nos ha
regalado o que vaya a propalar lo que algunos moralistas y profesores de ética
pregonaron como inmoral, indecente e, incluso, como tiránico. Más vale así, sin
contradicciones por fin: cada pájaro en su nido y que cada palo aguante su vela
–sin restricciones mentales, objeciones abstrusas ni “radicales envidias
igualitarias”. Esto es lo que hay: paciencia y resignación, si eres Clase B; privilegio e impunidad si
puedes usar la Caja B para medrar
como Clase A. Y “amén”, que –con mayoría absoluta- quiere
decir: así sea.
Manuel Menor Currás
No hay comentarios:
Publicar un comentario