lunes, 4 de febrero de 2013

«La caja B» (artículo de Manuel Menor Currás)

Manuel Menor nos ha enviado este artículo que consideramos muy recomendable:


En el colegio, no era lo mismo ser de una clase que de otra. La secuencia alfabética ocultaba la clasificación del alumnado: los del grupo B mostraban dificultades para el aprendizaje y solían ser más torpes en algunas de las cualidades que más estimaba  el profesorado dirigente del centro de estudios. Me temo que desde los años cincuenta hasta hoy, esta pauta etnográfica sigue vigente, sin que –salvo muy honrosas y escasas excepciones- se haga nada –o casi nada- para suplir las diferencias. A lo largo de mi vida docente, pero especialmente en los últimos cursos, he visto de manera creciente cómo esta selección cualitativa seguía ahí: muchas veces he tenido que atender a grupos B, un año incluso con la explícita función –que las actas de algún claustro podrían corroborar- de evitar problemas al “buen orden del centro”: aquel curso, la policía venía cada dos por tres a preguntar por algún alumno (en un centro situado al lado del parque del Retiro). En el momento actual, con tanto recorte en la organización interna, esta diferencia es ahora mismo manifiestamente observable: no es éste un asunto de “caja negra”, invisible o difícilmente asequible a la mirada de cuantos se ocupan y preocupan por nuestro sistema educativo, dual por constitución.

En la vida real –como en el colegio-, los de la clase A no sólo han interiorizado la clasificación, sino que se han creído naturalmente diferentes y ejercen como tales. A esto conduce la vieja –y probablemente también la nueva- selección temprana de la calidad  y excelencia estudiantil que algunas políticas educativas propugnan. Han considerado, incluso, que los de clase B eran indignos de verse como sus iguales y que tan sólo contaban como carne de cañón, abobada, entretenida, manipulable, laboralmente reformable hasta la nada, ninguneable, capaz de votar cada cuatro años religiosamente, pero indefensa para entender cuál era su función social más allá de servirles de excusa y pretexto para sus propios enjuagues. Ellos, sin embargo, son de hecho los que, con su trabajo –aunque sea hoy escaso- han aportado y aportan los recursos para que –sin su consentimiento ni conocimiento- se constituyan las bolsas o cajas B que acabarán volando al extranjero, a Suiza o a otros paraísos fiscales, a cuentas secretas de los miembros de la clase A. Es curioso que la cotidianidad última de que nos vienen hablando los periódicos especialmente estos días -y más particularmente el pasado 28 de enero- repita de nuevo, inalterada, la constatación que, de pequeños, nos hicieron interiorizar de manera casi inconsciente: siempre hay clases. Lo que no habíamos visto todavía es que los elitistas de clase A, además, se hubieran acostumbrado al latrocinio descarado como forma institucional de existencia: después de haber sido mejor tratados, considerados y alabados –han estudiado en mejores colegios y mejores carreras, han copado mejores puestos y casi todos los consejos de administración-, no se han contentado con limitar, recortar, disminuir las prestaciones que los de la clase B habían logrado, sino que, además, han considerado imprescindible ampliar el libre mercado  de sus beneficios acopiando una buena parte de la riqueza amasada en la gestión de lo que es de todos, retirándolo del control del fisco y llevándoselo para confirmar inalterable o acrecer la asimetría de su selecto orden exclusivo.

Las cajas B cumplen, de este modo, una clara función social: dejar que todo siga en la desigualdad natural en que nacimos; que prosiga y aumente, incluso. Véase, además, cómo la amnistía fiscal viene a confirmar esta teoría, según la cual el esfuerzo y trabajo honrado de toda una vida no vale nada ante la suerte que tiene el que es “listo”, “espabilado” y “emprendedor” o cacique, sin otra moral que la de la ganancia fácil: la pela es la pela y no tiene más regla que la de no arredrarse ante la posibilidad de acrecentarse... La otra función que cumplen, y que no nos habían enseñado explícitamente –pues lo que nos cuentan es muy distinto- , es la de proporcionarnos, de facto, magnífica información acerca de los objetivos que pretende el nuevo currículum de la LOMCE. Esa es la razón, por ejemplo, de la supresión de asignaturas o campos cognitivos que pudieran interferir con el resultado pretendido. Asumir una “Educación para la Ciudadanía –en sus inicios de los años ochenta conocida como “Educación para la Convivencia”- donde se pudiera poner en cuestión lo que dice la legislación, las carencias que tenga, su contraste con la legislación internacional más desarrollada respecto a derechos y libertades ciudadanas, y con lo que diariamente suceda -para ver las carencias o desnudeces que tuviéramos-, podría resultar arriesgado: mejor edulcorarla o suprimirla. Mejor también fortalecer unas sesiones de catequesis en el sentido más rancio del catolicismo histórico: con nada de liberación y con mucho de sumisión, como en los tiempos decimonónicos anteriores a la Rerum novarum de León XIII, cuando toda expectativa de mejora –socioeconómica, cultural y social- era encomendada al más allá...; para eso era el meritorio sufrimiento ante las durezas providenciales que el orden constituido proporcionaba a la Clase B. El Jesús que ahora predica la Conferencia Episcopal de Rouco Varela no sabe nada de la expulsión de los mercaderes del templo y sí mucho de la etérea evasión espiritual que suscita el vivir en este valle de lágrimas: una especie de  suerte que redundará en confirmar que no hay mal que por bien no venga.

Lo que es difícil de soslayar en las noticias que nos inundan últimamente es el modelo. Esos egregios representantes de la gestión política en versión Clase A –descendientes en el mejor de los casos de quienes en los años cincuenta iban “en berlina”, la sección de los autobuses mejor acondicionada- y que ahora van en bussines o en clase preferente  cuando viajan, y disponen de múltiples otros privilegios consentidos, descubrimos ahora palmariamente que abusan de su posición encomendada. Hasta han llegado a utilizar con plena normalidad durante años, no sólo a la Clase B, sino también cajas B para evadir lo que es de todos –previamente trasvasado a su circuito privado y privativo. Ellos constituyen el modelo de estudiante que adelantaba la LOMCE cuando planteaba objetivos de “mejora” sistémica. Aquel prólogo tan ilustrativo en que se absolutizaba la “competencia” y la “excelencia” educativas –simbiotizando simplonamente ambas cualidades esencialistas-, apenas ha sido corregido en el último borrador. Estas modificaciones suenan, además a falsas: recogen aspectos muy manidos de la “educación integral”, como quien recoge un tópico sin saber muy bien qué significa o a qué compromete. Véase, si no, cómo se sostiene una drástica reducción de las materias de carácter humanístico -como si de algo meramente distractivo y, por tanto, despreciable y soslayable se tratara, en aras de lo principal, que sigue intacto. Y obsérvese, también, cómo se mantiene el esquema ampliado de reválidas selectivas –una obsesiva vuelta de tuerca reiterativa hacia los tiempos anteriores a la Ley General de 1970- , que confirme oficialmente que la naturaleza no nos ha hecho a todos iguales: unos somos de Clase A y otros de Clase B, lo que  ayudará, además, a que haya otras subclases o grupos bien diferenciados: si la naturaleza manda –viene a decirnos este proyecto glorioso-, la política educativa debe apoyarla, no modificarla como pretenden las pedagogías de la diversificación o cuantos propugnen una escuela pública con dignidad. Lo que digan los expertos del llamado Foro de Sevilla y cuantos hayan apoyado su reciente Manifiesto por otra política educativa (Madrid, Morata, 2013), riega fuera de tiesto: nada que ver con la sofisticada radicalidad wertiana.

Lo que nuestros profesores han de explicar con delectación es la ejemplaridad de nuestros queridos conciudadanos de Clase A y enseñarles –a los jóvenes estudiantes- a lucrarse lo más posible, como tan modélicos seres, de las circunstancias volubles que la vida les ponga por delante. ¿Cómo, además, podríamos restituir el preciado lugar social que otrora tuvieron algunas virtudes sociales y que los libros de buena educación pregonaban condignamente? Donde estén la caridad, la beneficencia y la filantropía solidarias, estorba cuanto tenga que ver con la justicia distributiva y sus peculiares exigencias de impuestos progresivos... Caigan todos en la cuenta de que es un gran adelanto poder revivir en pleno siglo XXI las características de vida agradecida que siempre tuvieron que llevar los de Clase B, entretenidos desde el neolítico con poder tener un mal trabajo, en condiciones miserables o esclavistas, a diferencia de muchos otros que no tenían absolutamente nada, ni eso. Vean, por otro lado, que están ante una coyuntura reformista que en este momento difícil tiene un alto valor educativo: fomentar el apartamiento de cualquier veleidad favorable a la lectura crítica, y que  todo propicie el significativo aprendizaje de las maneras mejores del servilismo.

Todas las menudencias de las Cajas B son, pues, dignas de encomio. Es más: hemos de dar gracias a los responsables del Ministerio de Educación actual –y a quienes les secundan desde las comunidades autónomas de orientación más moderna- por desdecir nuestros torpes empeños de estos años pasados y, sobre todo, por iluminar las vidas futuras de nuestros hijos e hijas: sus designios sintonizan coherentemente con lo que nuestros próceres más excelsos nos enseñan con humildad ejemplar –tanta que rehuyen mostrárnosla palmariamente. Conscientes de esta conjunción tan lograda, no hemos de desconfiar de que el sistema educativo vaya a alterar lo más mínimo lo que el nacimiento nos ha regalado o que vaya a propalar lo que algunos moralistas y profesores de ética pregonaron como inmoral, indecente e, incluso, como tiránico. Más vale así, sin contradicciones por fin: cada pájaro en su nido y que cada palo aguante su vela –sin restricciones mentales, objeciones abstrusas ni “radicales envidias igualitarias”. Esto es lo que hay: paciencia y resignación, si eres Clase B; privilegio e impunidad si puedes usar la Caja B para medrar como Clase A.  Y “amén”, que –con mayoría absoluta- quiere decir: así sea.

Manuel Menor Currás

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