Otras mascarillas tras la COVID-19
¿El esfuerzo de los docentes y sanitarios en los meses de pandemia volverá a ningunearse con decisiones que propicien su precariedad?
El solsticio de verano es una posición del Hemisferio Norte respecto al Sol en que proliferan los rituales festivos, las hogueras de San Juan y el recuerdo de tradiciones milenarias que tratan de reconciliarnos con una armonía de la Naturaleza que no controlamos. Este año, en muchos lugares esta tradición ha tenido restricciones a causa de la pandemia, por más que acaba de cesar la obligatoriedad de las mascarillas en espacios exteriores y la cifra de vacunados supera los 15 millones. Por fortuna, el descontrol de la Naturaleza ha hecho que invocáramos más a la Ciencia; el que “inventen ellos” parecía reivindicar como propia la contemplación, pero este año se ha reclamado una inversión sistemática para depender menos de los inventos que la ignorancia no remedia; las vacunas de la Covid-19 lo han evidenciado.
Este San Juan nos ha evidenciado también un gran desajuste con el pacto constitucional que venía rigiendo la convivencia. De hacer caso a lo declarado por los indultados del procés, es muy probable que haya servido de poco la generosidad de este Gobierno para un “diálogo” fructífero y tranquilo. Y de atender a los tres sectores de derechas que se sientan en el Congreso, a las quejas ante los tribunales, a la prensa amarilla, y al número que montan quienes alegan sentirse humillados y ofendidos, parece que el panorama político se inclina hacia la frustración. A este amplio grupo de supuestos afectados, no les vale que la cúpula empresarial, la prensa internacional más influyente o la Comisión Episcopal, hayan bendecido el expectante cambio que podrían derivarse de estos indultos. Se sienten –dicen- traicionados por un Gobierno que no tendría otra aspiración que vivir en la Moncloa, e igual que los “acusicas”, que a la mínima se “chivan” al maestro para preservar su intangibilidad, han ido a Bruselas a decir que estos chicos que gobiernan en España son tramposos de origen y merecen ser castigados no dándoles, por ejemplo, el dinero de la recuperación pospandémica.
No se acuerdan de la leña que han echado al fuego y se hacen los indignados sin reconocer que no tienen alternativa para un conflicto tan serio. Es curioso, por otro lado, que para pintarlo, tanto los benevolentes como los indignados han recurrido al lenguaje religioso. Estos días vuelan por los aires palabras de perdón, “acto de fe”, “indulgencia plenaria”, caridad cristiana, diálogo o concordia, e Iceta dijo en el Congreso preferir el Nuevo Testamento, el del perdón. Esta recreación simbólica de la cultura hegemónica en la confesionalidad proporciona un marco recurrente para explicarse, aunque de poco valdrá si su antropología subyacente no avanza más allá; argumentos para el anatema y para el perdón no faltan en ese círculo de lo religioso, donde siempre ha habido de todo, incluso en algunas de las parábolas neotestamentarias. No debiera olvidarse que, siguiendo la dureza veterotestamentaria, judíos llegados a Palestina en 1947 no han cesado en la intolerancia en ese área; y tampoco, que cuanto menos entendimiento mostraron nuestros antepasados, más tuvo que dibujar Castelao a Atila paseándose por Galicia en los años 30 del siglo xx, igual que Goya a comienzos del siglo xix, en un supuesto panorama de menor secularidad que el actual.
Café para todos
Parece, pues, que haya que espabilar y no quedarse en el inmovilismo de las metáforas; la interpretación de la “unidad de España” requiere para su “utilidad pública” una flexibilidad que no tiene el nominalismo a que se la quiere reducir. Habrá que modernizar, en lealtad con el entendimiento colectivo, ese bagaje sentimental, tan apto para no entendernos, empezando por reconocer que, incluso para los mínimos acordados en la CE78, hubo fuertes desavenencias y que, entre lo que más guerra dio, estuvo el “café para todos” de Manuel ClaveroArévalo, con una descentralización administrativa de la territorialidad peninsular, pretextada en la igualdad y la solidaridad, dos actitudes difíciles de aprender.
Aquellos tiempos de la Transición no fueron unánimes, pero fueron vitales para una evolución acorde con las necesidades de la convivencia y la modernidad. Desde 1978 tenemos un modelo de Estado descentralizado que reparte los recursos para ejercer competencias en ámbitos de gran importancia para los ciudadanos, entre que sobresalen la Sanidad, la Educación o la atención a unos servicios en que tiene creciente relevancia la Dependencia de los mayores. El ejercicio diferencial de prestaciones rige desde entonces, pero una interpretación rígida del Título viii, sobre “la organización territorial del Estado”, propicia el conflicto comparativo, que no es seguro pueda evitarse del todo con fórmulas más federales, confederales o como quieran denominarse.
En Educación, en particular, tampoco ha sido fácil el intento de armonizar un café homologable para todos; pesan las tensiones sociales, no todas de igual dimensión en cada territorio, como también lo hace el influjo diferencial de los interesados en una educación democrática y democratizadora. Las competencias educativas que, desde los años noventa, se fueron extendiendo a todas las Comunidades son formalmente las mismas, pero su desarrollo es muy distinto en unas u otras, además de que tampoco con la descentralización tienen todos necesariamente la educación que se les debe en derecho. La simetría formal se traduce a menudo en resoluciones y resultados muy diferentes en cuanto a equidad de atención a los niños y niñas; al final, desde el valor que los ciudadanos atribuyen a la teórica proximidad de un servicio fundamental para su bienestar, pueden estarse fortaleciendo las brechas de la desigualdad: desiguales recursos, desigual atención a las necesidades reales, desigual eficiencia, y desiguales valores convivenciales a desarrollar en los centros.
Lo legal y lo justo
Si el ejercicio competencial no es homologable en equidad, de poco nos vale que -contando solamente los diez últimos años- hayamos conseguido que la expresión “plan de estudios” aparezca 54.231 veces en el BOE, o que “interés píblico” sea mencionado 8.374 veces; no vamos a ningún lado si en ese afán administrativista por el “dominio público” y las “concesiones”, los elásticos decretos-ley no cuidan los mimbres del bien común y la verdadera utilidad de cuanto concierne a todos. Un signo de que la precariedad democrática puede ser –como está mostrando la Covid-19- tanta o más solapada que en las viejas políticas centralistas, es que las actuales no sean homologables en equidad, como muestran reiteradamente todos los informes educativos, las reclamaciones de los sindicatos y las de las AMPAS. Una vez descubierto con la Covid-19 que la fortaleza que hayamos tenido para superar sus graves problemas ha dependido de un Estado reconvertido al keynesianismo, mal va a casar que, en nombre de la libertad, volvamos a políticas obsesionadas por los recortes y privatizaciones, como ya se aventura en algunas comunidades para el curso entrante. Si el ejemplo dado por docentes y sanitarios en estos meses pasados se vuelve a ningunear con precariedad para los más pobres, muy grave se pondrá la cohesión unitaria.
Está trazado el camino a recorrer y, como muestra la
cuestión catalana, no va a ser fácil continuar todos unidos; 2.030 veces ha contabilizado Eva Belmonte la palabra
“indulto” en el BOE, y son muchas más las
amnistías e indultos que tenemos que hacer con cuanto no hemos sabido
gestionar con más respeto a las diferencias en una unidad que ha de reinventarse
cada día. No son pequeños, además, los inconvenientes que ponen cuantos pelean
por sostener distancias inaceptables, como pretende Orbánen Hungría en cuestiones de homofobia y educación, o sus homólogos
en algunas autonomías españolas. Educar directamente para sostener la
diferencia como problema ni es democrático ni inteligente: ponerse la
mascarilla de lo natural para violentar la biodiversidad humana nos deshumaniza.
Manuel Menor Currás
Madrid, 26.06.2021
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