Reproducimos este artículo publicado en La Vanguardia.com y firmado por Antoni PuigVerd
La metáfora de la torre de marfil ha descrito tradicionalmente el aislamiento del intelectual. Oteando el mundo desde la altura, sin peligro de ensuciar las manos en el fango, protegido por la coriácea blancura del marfil, el intelectual convive con las abstracciones y busca la perfección. La historia de la literatura está repleta de escritores perfeccionistas y aislados: Leopardi, Valéry, Eliot, Juan Ramon, Pessoa y Riba son los clásicos representantes de tal ideal en sus respectivas lenguas, aunque es Gustave Flaubert quien mejor encarna la tensión entre la blancura de la torre y la sucia realidad.
Encerrado en su refugio de Croisset, Flaubert, que dedicaba largas horas a buscar la palabra exacta, tenía frecuentes ataques de malhumor. El esfuerzo y la soledad le fatigaban; le hería la falta de reconocimiento. Perfeccionista, se castigaba para superar los límites de su talento: "Me fastidia mi tendencia a la metáfora que, indudablemente, me domina en exceso. Me devoran las comparaciones como a otros los piojos, y me paso el día aplastándolas".
Flaubert, que tanto se exigía, no soportaba la desidia, la incultura, la molicie de sus compatriotas. La falta de clarividencia, la superficialidad, el simplismo y la tontería que observaba en la vida pública francesa le ponían de los nervios. En una carta al novelista ruso Turguénev, Flaubert escribe: "El estado social me abruma, la estupidez pública me desborda". Y después de afirmar que comprende a los romanos del siglo IV, asaltados por la barbarie, afirma: "Siempre he procurado vivir en mi torre de marfil. Pero una marea de mierda bate ahora sus muros hasta el punto de derrumbarla. No se trata de política, sino del estado mental de Francia. ¿Ha leído la circular de Simon relativa a una reforma de la instrucción pública? El párrafo dedicado a los ejercicios corporales es más largo que el que se refiere a la literatura francesa. Todo un síntoma".
Como vemos, es antigua la idea de que el país va al desastre por culpa de la incuria y la dejadez de sus gentes, por la falta de exigencia y rigor colectivos. Ideas parecidas las estamos oyendo bastante en estos años de crisis y depresión colectiva. Abundan en las numerosas tertulias de la derecha madrileña, en las que, con indesmayable brío, se exige el retorno a los valores antiguos: firmeza, coraje, rigor, convicción, empuje. Valores que se proclaman ante al altar del mercado. Estas recias voces pretenden convertir la moral virtuosa de los Locke y Smith, que apelaba a la responsabilidad individual, en una especie de depuradora colectiva. He ahí una peculiar mutación del ideario liberal: un tremendismo que se propone eliminar de España todo rastro de blandura política, compasión social, subvención pública y morbidez ideológica (dejemos para otra ocasión, el comentario de los valores antagónicos, dominantes en las tertulias barcelonesas: la apología del relativismo y la laxitud moral, el ultraproteccionismo, las idílicas fantasías).
De las incandescentes tertulias de Madrid procede José Ignacio Wert, uno de los ministros más singulares del ejecutivo de Rajoy. Ha saltado a la fama por el choque con los rectores de universidad, que le dieron plantón porque se negó a deliberar con ellos los contenidos del real decreto sobre los recortes, los aumentos de matrícula y la regulación de las becas. El pasado jueves hizo Wert una pequeña concesión formal: escuchó a los rectores, no sin antes avanzar que se mantendría en sus trece.
La universidad necesita ciertamente un buen meneo: de gobernanza y de estructura. Pero no parece muy sensato reformarla a fondo, como Wert ha prometido, haciendo caso omiso a los que la dirigen con plena autonomía. La actitud de Wert quiere ser heroica: campeón de la eficiencia, se dispone a limpiar la universidad de negligencia y despilfarro. Fumigará la molicie y el compadreo corporativos abanderando el coraje y la determinación. En apariencia, Wert coincide con el espíritu aristocrático de Flaubert y de los intelectuales que, encerrados en su torre de marfil, construyen un ideal de perfección.
Pero Wert, que describió sus ideas sobre la universidad en una célebre rueda de prensa más propia de un tertuliano de trazo grueso que de un responsable público, no es tan exigente consigo mismo como lo es con la universidad. Los economistas Pérez García y Hernández Armenteros, especialistas en financiación universitaria, han demostrado en diversos artículos publicados en El País, que los números y argumentos manejados por el ministro sobre la ineficiencia del sistema universitario público carecen de la solidez proclamada, contienen datos falsos, medias verdades y errores de bulto (como el de afirmar, con la intención de ridiculizar el número de universidades españolas, que California tiene solo 10, cuando en realidad son 146).
Los rectores estarán encantados con este ministro. Su perfil de tertuliano de trazo grueso y reduccionista les permitirá respuestas de trazo grueso y reduccionista. He ahí otro choque maniqueo. El ministro, en su confortable torre de superioridad moral, se enfrentará al profesorado universitario, que también se encastilla en sus facultades de marfil, ensimismado, indiferente a las necesidades de una sociedad en crisis. Los tiempos cambian: Flaubert se exigía a si mismo antes de irritarse con los demás. Ahora nos irritamos contra los demás para proteger el derecho a no ser exigentes con nosotros mismos.
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