lunes, 4 de junio de 2012

Imagínate que ... (artículo de opinión sobre el cierre del CEIP San Ildefonso)

Imagínate que ...

…un día te levantas por la mañana, llevas a tus niños al cole y a la vuelta, en el metro, consigues sentarte. Un hombre enfrente de ti va leyendo El Mundo. La imagen es de lo más cotidiana, no hay por qué ponerse nerviosos ni salirse del caminito hacia el hormiguero, así que —en medio del sopor— te pones a leer las noticias que el señor va descartando a vuelta de hoja.

Entonces es cuando el maldito mundo se detiene en seco: «Alarma por el cierre del San Ildefonso», lees.

El San Ildefonso es el colegio más antiguo de Madrid, inaugurado en el 1543 con Carlos V. De sus dependencias salen todos los años los niños que cantan la lotería de Navidad (la mayoría de ellos internos en la residencia con la que comparte instalaciones el colegio). Es uno de los colegios que más en serio se han tomado el bilingüismo.

Pero, sobre todo, el San Ildefonso es donde acabas de dejar a tus hijos, como cada día lectivo desde hace cuatro años.

Que cierren el San Ildefonso es como que cierren la puerta de Alcalá.

O sea, imposible.

¿O no?

Es como si te arrebataran de un momento para otro el suelo que te sostiene sobre la tierra y te dejasen sin puntos de referencia.

Es como leer en el diario la esquela de tu propia muerte.

Es como aquel invierno del 92, recuerdas, en que en el hotel Ucrania, de Moscú, te acercaste al quiosco repleto de periódicos internacionales y leíste el gran titular que aparecía en el El País: «LA UNIÓN SOVIÉTICA NO EXISTE». «¿Y dónde coño estoy entonces?», te preguntaste, sin entender aún a qué se refería la noticia.

Luego te lo tratan de explicar. Hay que acometer obras en el edificio, que está al borde de la ruina. Es urgente. Hay que desalojar a los niños. Corren peligro. Pero por mucho que te expliquen, la sensación de irrealidad y de angustia perdura. La pregunta que vuela en el aire entre padres y madres es: «A un mes del final de las clases, ¿por qué nos hemos tenido que enterar por el periódico?». Y otra más desasosegante aún: «¿Qué hubiese ocurrido si no nos llegamos a enterar por los medios?».

¿Te lo imaginas?

Los padres y madres nos manifestamos en la plaza de la Villa con niños, pitos y pancartas. Nuestro futuro, decimos, no es una lotería.

Es difícil de explicar. Tener niños es vivir en el filo de una navaja. Por poner un ejemplo, la proximidad de sus vacaciones es el comienzo de tus preocupaciones. ¿Cómo ajustaremos su periodo no lectivo al nuestro laboral? ¿Habrá que meterlos en un campamento? ¿Con qué pagarlo? ¿Qué hacer para que disfruten después del duro año escolar mientras tú te deslomas con el fin de que, además de disfrutar, coman todos los días?

Son momentos delicados para no saber, de repente, qué pasará a la vuelta del verano ni cuándo volverán tus hijos al centro en que los matriculaste, ni si en septiembre verán de nuevo a sus compañeros del alma o tendrán que cambiar de amigos, ni si los dos hermanos podrán ir al mismo colegio, ni si los tendrás que dejar cada día en un autocar que se los lleve al quinto infierno, ni…

Una cosa es acostumbrarse a vivir en el filo de la navaja. Otra cosa es que alguien presione la hoja hasta hacer brotar la sangre.

Son momentos delicados, también, para que, una vez consultados algunos arquitectos con los que contactamos y que coinciden en que el edificio no parece tener problemas estructurales graves ni requiere ningún tipo de desalojo e, inocentes, nos personamos en el Ayuntamiento para decírselo y consensuar otra salida, nos tachen de padres irresponsables que quieren poner a sus hijos en peligro y que se oponen a que el colegio mejore. Son momentos delicados para que usen demagógicamente la seguridad de unos infantes —que coincide que son nuestros hijos— para desalojarlos de «su cole» (el edificio es del Ayuntamiento, sí, es decir, del pueblo de Madrid) y acometer unas obras de tres millones de euros que, según todos los indicios, son innecesarias.

De modo que estos padres y madres supuestamente irresponsables se organizan por comisiones, empiezan a añadirle a la jornada horas extras —más horas extras— para debatir y exaltarse, apaciguarse y confraternizar a la entrada y a la salida del cole, para pintar pancartas, para acceder a los padres y madres de los niños del internado (que no tenían ninguna información de que a sus hijos —escolarizados en el San Ildefonso y otros centros de la zona— los fueran a trasladar a una jaula de oro en Tres Cantos), para informarse de casos parecidos, para rastrear posibles futuras ubicaciones (exprimiéndose la imaginación) en el caso de que las obras sean realmente necesarias, para reunirse con el Ayuntamiento, con la Comunidad, con Patrimonio, con los medios de comunicación, para personarse en el proceso administrativo y mandarse mensajes de ánimo, de alarma, de preocupación, de acuerdo y desacuerdo…

Ahora sus hijos, en lugar de jugar a indios y vaqueros, juegan a que unos son de la Comunidad y otros del Ayuntamiento: se pelean de mentirijillas y luego se dan besitos. Ahora, niños y niñas que apenas se conocían de vista juegan al fútbol en la plaza de la Paja mientras sus padres redactan lemas en pancartas improvisadas. Ahora, padres y madres que no se conocían empiezan a intimar. Y otros que no se hablaban gritan consignas comunes. Ahora, las rencillas cotidianas entre padres y madres e hijos, entre la dirección y el AMPA, entre el AMPA y el AMPA, entre padres y padres, entre madres y padres, entre madres y madres… han desaparecido como por arte de magia.

A la fuerza ahogan.

Son momentos delicados. Momentos de crisis. Momentos de paro. De incertidumbre. De penuria. De angustia. Los que tenemos hijos no sabemos qué será de ellos cuando crezcan. Pero no saber qué será de ellos en unos meses es demasiado.

La herida, entonces, se abre.

Y peor aún es vernos obligados a desconfiar de quienes están ahí para representarnos y ampararnos. Peor es la sensación de que quieren que permanezcamos calladitos en húmedas celdas estancas sin ventilación y con la luz apagada.

La sangre, entonces, sale a borbotones.

Por eso, quizá, la mayoría preferimos permanecer juntos a cielo abierto, con las heridas al aire y toda la incertidumbre a cuestas, antes que aceptar sin rechistar las tiritas que —a ciegas, en la oscuridad, sin ni siquiera mirar los cortes ni preguntarnos dónde nos duele— nos quieren poner, unas medidas que consideramos peligrosas e incongruentes (un desplazamiento al barrio del Pilar que podría abarcar dos años lectivos y que supondría la disolución a medio plazo del centro educativo, una ruta agotadora para nuestros hijos y unas obras mastodónticas sin explicación que se hacen sí o sí y porque sí).

Por eso preferimos esperar a que los que aprietan la navaja contra nuestro cuello salgan de sus cuevas políticas y administrativas a explicarnos —de ser humano a ser humano, por favor— por qué no se pueden hacer las cosas con cordura, consenso y sentido común. El ahorro en dinero, energía y desaliento sería, creo yo, considerable.

Y también en sangre.

No hace falta mucha imaginación, creo yo, para ponerse en nuestro lugar.

Artículo de Isabel Cañelles publicado en isabelcanelles.blogia.com.

No hay comentarios:

Publicar un comentario