Wert acelera y confunde
cantidad con calidad. Con un recorte adicional de mil millones, su reforma ni
beneficia a la Universidad ni a la mayoría de las familias.
Ángel Gabilondo dijo en Valencia,
el pasado día 28, que le gustaba “más un
sistema que no impida, por razones económicas y sociales, que alguien pueda
completar sus estudios”. Candidato a presidir la Comunidad de Madrid,
aprovechaba para defender la educación pública y añadir que una mayor equidad
de ésta pasaba por su gratuidad desde los dos años. Estamos en período
electoral de larga duración y los anhelos prometedores han de tomarse con
cautela, aunque en el caso del catedrático de la Autónoma vienen precedidos de
apertura a los consensos.
La ampliación por abajo de la gratuidad del sistema es
preocupación de muchos expertos desde hace bastantes años y, a todas luces, una
de las medidas más democratizadoras. Comprobada está su rentabilidad sociocultural:
la posibilidad de desarrollar las
competencias lingüísticas y de socialización es sensiblemente más alta con esa experiencia
temprana. Todo pasa, desde luego, por entender que la Infantil es etapa
educativa y no meramente asistencial, como a menudo suele verse en las llamadas
“guarderías” en sus variadas versiones de aparcamiento de críos, sucedáneo
barato de la “conciliación familiar”. Desde los años ochenta, tenemos muy
buenos especialistas en “Educación Infantil”.
Sus informes, demandas y buenas prácticas –a menudo desatendidas por las
Administraciones- resaltan siempre el avance cualitativo que supondría para el sistema educativo
español una implementación adecuada de esta fase de gratuidad, que muchos
prefieren de cero
a seis años.
Ya son más las voces de candidatos a las próximas elecciones
que, de uno u otro modo, reivindican esa ampliación. Pero ha sido también muy
atractivo oír de nuevo en público a alguien con probabilidad de influir en las
políticas educativas, pronunciándose por un “sistema que no impida, por razones
económicas y sociales, que alguien pueda completar estudios”. En estos años
pasados, en la práctica se había estado viendo lo contrario. En los oídos
tenemos, bien reciente todavía, a la Sra. Gomendio explicando la “insostenibilidad” del sistema universitario
español y que, en razón de ello, su acceso debería quedar a merced de la
aleatoria disponibilidad económica de los candidatos. Razón por la cual la
secretaria de Estado no ha tardado mucho
en recibir réplicas de todo tipo –incluida una huelga y la convocatoria de otra
más consistente para el 24 de marzo próximo- por parte de quienes sufren su arbitrismo
ordenancista. Además de limitar el acceso a la Universidad con el incremento de
las tasas y la reducción de la cuantía de las becas, han recortado sus presupuestos
y las contrataciones de profesorado drásticamente: lo advertía hace poco CCOO en su Informe sobre la evolución de los
presupuestos de las universidades, 2010-2014. Sólo en Madrid, se han
perdido 1243 profesores en estos tres años, el presupuesto ha caído 249 millones y ya la mitad de la plantilla
residual tiene más de 50 años cuando sólo ha sido repuesto el 10% de los
jubilados. Su peculiar cuidado del sistema universitario público le ha
infligido un grave deterioro -con derivaciones todavía difíciles de precisar- a
su calidad y, en este momento de concesiones “sociales” electoralistas, han acelerado más su reforma.
Lo más
oído en esta legislatura
El común de los ciudadanos sigue teniendo que soportar un adusto
y desagradable trato de los asuntos educativos por parte de sus responsables, muy
alejado de lo que acaba de decir Gabilondo. Después de la tan controvertida LOMCE,
la preferente atención a la Universidad ha vuelto a expresar una decidida
inclinación hacia el elitismo. De este cariz es un conjunto de medidas últimas,
bien acogidas por muy pocos, que tratan de hacer tragar a todos por Decreto -a
toda prisa y en el tramo final de la legislatura- un modelo muy distinto del
que ha habido hasta ahora y que implica una reforma profunda. Se flexibiliza
con él –de modo más o menos voluntario, de momento- que los estudios de grado y
postgrado cambien su estructura
temporal. La
todavía reciente organización adoptada en 2009 para cumplir las exigencias del
EEES –comúnmente denominada “Plan Bolonia”-, se modificaría de nuevo, sin evaluación
seria de lo que hayan dado de sí las innovaciones metodológicas propugnadas
entonces, ni de la mejora que haya podido suponer que la formación abarcara 4
años de Grado más 1 de Máster especializado, estrictamente profesionalizador.
Ahora, se podría optar por una distribución distinta, disminuyendo el Grado a 3
años y aumentando el Máster a 2. La propuesta, aparentemente inocua, además de
dejar intactos los principales problemas universitarios que deberían abordarse, altera a fondo el funcionamiento general del
sistema y, sobre todo, el gran valor que ha venido aportando la Universidad
pública a la sociedad.
De las razones invocadas para esta propuesta precipitada de
cambio, la más consistente es la del ahorro, pero en su sentido menos
democrático. Es el Estado –y no las familias- quien se ahorraría con el 3+2 un
año de subvención presupuestaria a la Universidad. La aportación familiar, en
cambio, deberá crecer de manera elevada y para muchos imposible después de los
incrementos ya habidos estos años. El motivo reside en que los créditos de los
másteres son, como promedio, doblemente costosos que los de grado y, también,
que, dada la precaria situación laboral por la que uno de cada dos jóvenes está
en paro, son prácticamente obligados para tener expectativa
de empleo. Por
otra parte, no se ha de olvidar tampoco que desarrollar estas titulaciones de
postgrado, especialmente las más adaptadas a perfiles laborales muy
específicos, ha sido más fácil para entidades privadas. Y su cantidad ha
crecido de manera desorbitada y sin más evaluación exterior disponible que la
del boca a boca en un libérrimo mercado como el que puede verse estos días en la 22ª edición de Aula. De todo lo cual cabe deducir que este Decreto ha venido a
incrementar el hambre en casa del pobre, sin que por ningún lado aparezca -como
no sea imponer de este modo otro recorte a la Universidad pública, que CCOO
cifra en torno a los mil
millones de euros-, sino una
razón muy dudosamente convincente, pues no sólo disminuirá el número de alumnos
que puedan desarrollar el currículum apropiado para tener éxito en la demanda
de empleo, sino también -y drásticamente- el número de titulaciones y
profesores universitarios viables.
Más
censitarismo y menos igualdad de acceso
Con este Decreto llueve, pues, sobre mojado. Ni siquiera es
leal decir que “el sistema
4+1 escogido por España es una rareza en el ámbito europeo”. Esto no pasa de
media verdad, aparte de que cada país ha
de seguir soberanamente el modelo que mejor se adapte a su historia y
características concretas, darle estabilidad y fortalecerlo como bien social
que es. Meterse en este proceso de reforma cuando apenas se tienen datos fiables
de cómo han ido estos seis años –con muy mediocres presupuestos, y sin que
siquiera el plan Bolonia se haya implantado del todo- es indicio de poca
seriedad y de que las razones verdaderas están, más bien, en esa perspectiva de
elitismo antiigualitario del conocimiento, limitador del acceso a las
profesiones subsiguientes. Algo muy parecido a lo que sucedía con el voto a
mediados del siglo XIX, o con la larga espera que tuvieron que sufrir las
mujeres, hasta la R.O. de 08/03/1910, para poder acceder sin trabas a las titulaciones
universitarias. De proseguir con esta dinámica, el conjunto de sinrazones y
medias verdades alegadas sólo contribuirá a empeorar las cosas: con tal
precipitación y un pretexto tan fútil, los grados pronto serán equivalentes a
los antiguos bachilleratos. Fijar, además, el horizonte primordial de los
estudios universitarios en torno a la pura retórica de la empleabilidad e
invocar en ese contexto la “movilidad y la internacionalización”, no pasa de
epidérmica superficialidad que no toca ningún
verdadero problema de la Universidad española, en la que, además, la movilidad realmente difícil que se va a
provocar –al menos a corto plazo- será la de los estudiantes españoles dentro de su propio país. Si de que salgan al
exterior se trata, con nuestros más de 400.000 jóvenes migrantes ya existentes
–entre ellos, muchos de los mejor preparados- ya habríamos cumplido
sobradamente…
¡Bienvenido sea, pues, el
nuevo aire que transpiran las recientes palabras de Gabilondo! En los meses que
siguen, podrán oírse de manera similar, o más contundente todavía, otras de
quienes aspiran a regenerar el panorama político y educativo. Que nadie “por
razones económicas o sociales” quede fuera de las aspiraciones más altas del
saber, es un buen horizonte para un necesario cambio de aires.
Manuel
Menor Currás
Madrid, 02/03/2015
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