Isaac Rosa
A pocas horas de que salgan a la calle los terribles piquetes sindicales, esos que protagonizan todo tipo de leyendas urbanas a cual más espantosa, otros piquetes llevan semanas recorriendo el país: el piquete empresarial, el político y el mediático. En su afán por reventar el paro general del 29 de marzo, los piquetes antihuelga marchan bajo una pancarta cuyo lema corean los suyos con soniquete de coplilla de manifestación: “Este país no está para huelgas”.
Y aunque parezca que con esa consigna lanzan una advertencia contra el daño que un paro general tendrá contra la economía nacional y la credibilidad internacional de España; en realidad es una mera constatación de algo obvio: que el país, sus trabajadores, no están para huelgas, al menos para huelgas clásicas.
Con más de cinco millones de ciudadanos que no podrán ejercer su derecho de huelga por no tener empleador que les descuente el día en la nómina; con varios millones más sumidos en la precariedad más absoluta, y otros muchos devenidos en precarios por obra y gracia del “todo a 20 (días)”; con el miedo (al presente y sobre todo al futuro) campando a sus anchas por la calle de la mano del fatalismo (“una huelga no sirve para nada”) y la resignación (“las reformas y recortes son inevitables”); y con unos sindicatos debilitados por sus propios errores estratégicos y por la brutal ofensiva antisindical que ejerce aquel mismo piquete tridente; el paisaje resultante es un país que, en efecto, no está para huelgas.
Ni está ni, en muchos casos, se le espera el jueves. Lo saben los sindicatos, que centrarán sus esfuerzos en aquellos sectores más fáciles de paralizar, y sobre todo más fotogénicos para construir la imagen de una huelga exitosa: en primer lugar los transportes, que con unos pocos miles de trabajadores en huelga te permiten mostrar estaciones sin trenes, aeropuertos desiertos y calles aligeradas de autobuses. Junto a ellos, el colectivo de funcionarios, movilizado desde hace meses contra los recortes que todas las administraciones han ido aplicando, puede también aportar unas valiosas imágenes de oficinas sin atención, colegios sin clase, hospitales a ritmo de domingo y centros públicos con aire de agosto.
Fuera de esos sectores, y de algún otro que mantiene peso sindical en la industria y las grandes empresas (aunque sin poder contar esta vez con la construcción, en cierre patronal desde el reventón de la burbuja), el resto del paisaje laboral lo ocupa una clase trabajadora desubicada, desplazada, desmovilizada, desideologizada, desclasada y despistada, que no necesita que el empresario le recuerde su obligación de acudir al puesto de trabajo el jueves (aunque no pocos empleadores sí lo han recordado a los suyos), pues asume que el esquirolaje no es en esta ocasión una opción, sino el único modo de sentirse a salvo del próximo ajuste de plantilla (y siempre hay un próximo ajuste de plantilla).
Se demuestra una vez más que, con ser dura la aprobada el diez de febrero, la verdadera reforma laboral que los trabajadores hemos sufrido ha sido la crisis: el paro de más de cinco millones que, unido al miedo ambiental y la penuria extendida, ha permitido en muchas empresas modificaciones de las condiciones laborales, recortes salariales, despidos baratos e incumplimientos de convenio sin necesidad de que apareciese nada publicado en el BOE. Esa misma reforma de facto ha recortado ya el derecho de huelga sin esperar a que el gobierno atienda el deseo de CEOE de una nueva ley de huelga más restrictiva.
Con tal panorama, la convocatoria del 29-M tiene todo en contra, y lo sabe bien el gobierno, al que le viene de perlas una protesta que sea más simbólica que real, para mostrar a sus socios (y patrones) europeos cómo su rigor en el ajuste tiene consecuencias. No sabemos si esta vez habrá parte victorioso a las siete de la mañana, como hizo algún portavoz gubernamental con ocasión de otra huelga. Pero quien quiera a lo largo del jueves registrar escenas de normalidad con que desacreditar las instantáneas de huelga que logren anotarse los sindicatos, lo tendrá muy fácil.
¿Significa que la huelga no tiene ninguna posibilidad de triunfar? Pues depende: si pensamos en una huelga clásica, que sólo pueden hacer los que trabajan, el fracaso es seguro. Si en cambio pensamos en una huelga adaptada a estos tiempos, que no sea sólo para los que trabajan, sino para los que se la trabajan (la huelga), las posibilidades de éxito aumentan.
Previamente, claro, habría que redefinir qué es éxito cuando hablamos de huelga general. Si el referente, en términos de seguimiento, consumo eléctrico, cierre de empresas y reflejo en las calles, es una vez más la legendaria huelga del 14-D de 1988, con la televisión en negro y las avenidas desiertas, no hay nada que hacer, pues aquello es irrepetible, ya que el país es otro: el modelo productivo, la estructura empresarial, el desarrollo tecnológico y la composición y estrategias de la clase trabajadora han cambiado demasiado desde aquel lejano 1988.
Ocurre como con las manifestaciones: sobre cualquier convocatoria callejera pesa la memoria de las grandes concentraciones de momentos históricos (las del millón, pues en todas ellas se redondeó la asistencia en esa cifra mítica), y se acaba despreciando una marcha masiva de varias decenas de miles de participantes, que siempre serán pocos en comparación con aquellas. Del mismo modo, una huelga que hoy lograse ser secundada por, pongamos, un 30% de trabajadores, debería ser vista como un éxito rotundo dadas las condiciones, por lejos que esté de aquel paro total del 14-D.
Insisto una vez más: lo importante para esta huelga no es tanto la respuesta de los que trabajan, como la actitud de quienes se la trabajan. Y en ese sentido, las opciones son muchas, pues hay numerosos colectivos sociales, vecinales y de trabajadores al margen de los sindicatos mayoritarios que llevan semanas organizados y difundiendo información para explorar esas otras formas de protesta, desde los barrios y las redes: huelga de consumo, huelga de webs caídas, huelga financiera, piquetes vecinales, pasacalles, marchas en bicicleta, apagones eléctricos e infinidad de pequeños gestos de protesta; además de las concentraciones y manifestaciones previstas para ese mismo día, y que deberían ser mucho más masivas que la propia huelga.
Todo ello no debe servir de coartada para que quienes sí pueden parar opten por otras formas de protesta, pues pese a sus muchas ramificaciones, una huelga sigue siendo una huelga. La del jueves convoca a todos: trabajadores fijos, funcionarios, trabajadores precarios, parados, jubilados, jóvenes, inactivos. Cada uno tiene su espacio para la protesta, y los apoyos deben ser mutuos: quienes más fácil tienen secundarla (quienes menos temen represalias laborales) están obligados a hacerla por ellos y por los que no pueden; por su parte, quienes están en peores condiciones para sumarse a ella (o directamente no pueden, por estar en paro) deben contribuir con otras acciones al ambiente de huelga, para reforzar el paro de los primeros y vencer las reticencias.
Pese a todo, más difícil que vencer a los piquetes empresariales, mediáticos y políticos, es sobreponerse al derrotismo tan extendido: “la huelga no servirá para nada”. No hace falta recordar las consecuencias que tuvieron otras huelgas generales, que si bien fueron menospreciadas al día siguiente por el gobierno de turno desde el inmovilismo, obligaron a rectificar a corto plazo. Y si esta huelga no consigue revertir la reforma laboral, hay que entender que no puede ser ése su único objetivo: antes bien, esta huelga debería ser más preventiva que de respuesta: lo peor está por venir.
Al día siguiente, sin ir más lejos, se presentan los que ya se anuncian como los presupuestos generales más duros de la democracia, y la primavera promete nuevas reformas. Del éxito o fracaso de la huelga general dependerá en gran parte que las próximas medidas sean duras, durísimas o mortales de necesidad. Si pensamos en los trabajadores griegos, cuya desgracia parece alimentar nuestro derrotismo (“ya ves para lo que han servido tantas huelgas en Grecia”), cabe suponer que su situación sería incluso peor de no existir contestación social.
Con todo, y pese a que el rechazo a la reforma laboral es masivo, son muchos los trabajadores que a pocas horas de la convocatoria todavía dudan si seguirla o no. A quienes piensan que hacer hoy una huelga es más difícil que nunca, que se lo pregunten a sus iguales del XIX -hacia el que nos dirigimos de cabeza a golpe de reforma-, si entonces eran fáciles unas protestas que costaban cárcel y muerte a muchos. También por ellos debemos hacer huelga, en deuda con ellos y obligados a no malvender unos derechos que tanto costaron. En cuanto a los que se dicen poco dispuestos a perder un día de salario, que bastante apretados estamos ya como para prescindir de unos euros, que echen números de cuánto más pueden recortarles el sueldo con la reforma, y ya verán si les trae cuenta.
Me queda un último grupo: los que, aun no gustándoles la reforma, piden que se respete su derecho a trabajar el jueves. Oír a un trabajador enarbolar su derecho al trabajo en un día de huelga general es tan patético como escuchar a esos mismos trabajadores repetir en el bar las consignas patronales habituales: necesitamos ser más productivos, tenemos demasiados puentes y festivos, el absentismo laboral es un problema, hemos vivido por encima de nuestras posibilidades o, ahora, el país no está para huelgas. Oír tales fórmulas en boca de asalariados es otra prueba de que la primera ofensiva que los trabajadores sufrimos desde que empezó la crisis no es legislativa ni económica, no son los recortes ni las reformas: el mayor ataque es ideológico. Y vamos perdiendo.
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